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20/09/2017

Pequeñeces (9)

No había bicicletas, ni balones, la televisión ni existía, nosotros mismos nos ingeniábamos los artilugios para pasar el rato. Los juguetes preferidos fueron las corronchas, silbos, tirabiques, trenes y tractores con botes de conservas de sardinas en aceite, no nos hacía falta más que una punta para hacer un agujero y una cuerda para unir los botes y crear una locomotora con sus vagones, o un tractor con su remolque. Los botes largos de tomate y pimientos nos servían como zancos, con una punta hacíamos dos agujeros, le pasábamos  unas cuerdas largas con dos nudos que se quedaban dentro del bote, lo que hacía que las cuerdas quedasen fijas. Cogíamos las cuerdas con las manos y con ellos íbamos andando por las calles orgullosamente, hasta organizábamos competidas carreras entre los chicos y chicas (Félix, Gerardo, Alfredo, Maria Jesús, José Miguel, Javi, Pedro, Encar y Bego, en orden de edad). No había ni un niño más.

El monte lo teníamos a dos pasos, pero nos estaba prohibido ir al monte y también acercarnos a la carretera. Eran los tiempos de los mantequilleros, el sacamantecas, el hombre del saco, el coco, y los morrocos. Hasta creíamos que una vez que se hacía la noche se caían los tejados. Tuvieron que llegar los veraneantes, mal llamados forasteros para quitarnos estos miedos y otros también.

En estas andábamos cuando Tere, que le faltaban pocos meses para cumplir los 6 años, la chica que me gustaba y que tenía la misma edad que yo, de un día para otro se fue con su familia y su abuela ya mayor Antonina a Sestao. Para entonces José Mari y Angelines ya se habían ido a Pamplona con sus padres Eloy y Milagros. Los años anteriores otras muchas familias habían vendido los animales y las pocas tierras que tenían y se fueron para las ciudades. Fueron años en que el pueblo se iba quedando sin vecinos.  

Anhelábamos la llegada del verano, que es cuando los niños y niñas de las ciudades volvían a la casa de sus abuelos.