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24/09/2005

6. La huida

 
 
Las conversaciones en las tabernas se fueron animando. Los jóvenes comenzamos a comentar las noticias que llegaban de La Ribera. El ambiente del pueblo se fue enrareciendo.
 
El perro de pintas blancas y negras que intercambiaba las noticias, o que enviábamos ante cualquier necesidad –caballos para la viña,  bueyes para la labranza, mano de obra para la siega- esta temporada un día si y otro también iba y venía de Azuelo a Nazar y de Nazar a Azuelo manteniendo a las dos familias al día de loq que sucedía en el valle de la Berrueza y el valle de Aguilar de Codés. Desde siempre nuestra familia había mantenido relaciones estrechas y cercanas con unos familiares lejanos de Azuelo.
 
Una tarde, a unas horas bastante poco normales, llegó el perro con la lengua fuera. La madre cogió el mensaje, como no sabía leer, sin perder tiempo envió a mi hermana de 7 años con el mensaje a la pieza del roble donde nos encontrábamos segando habas.
 
Gabino, tienes que huir del pueblo. Cuanto antes, no pierdas tiempo. Tres nombres se han mencionado en la Junta del Valle: el tuyo, Marcelino y Escolástico.
 
No podíamos salir de nuestro asombro. Juramentos que nunca había oído, salieron de la boca del hermano mayor.
 
Sin despedirme de nadie, dejé la hoz, la zoqueta, y el sombrero de paja encima de la mies recién cortada y tomé el camino de casa. Mientras el hermano de 12 años fue al encuentro de Marcelino y Escolástico para comunicarle lo decidido en el Valle de Aguilar.
 
El kilómetro y medio de vuelta a casa, lo hice preparando la huida. Sin saber con seguridad que camino elegir. Ante la falta de dinero, pronto descarté el tren, o el autobús. Me decidí a conseguir pasar la frontera andando por los Pirineos.
 
Llegué a casa en un santiamén, ya estaban en la entrada mi madre, Francisca, mis hijos pequeños... Madre nada más verme se santiguó. Se dirigió a la despensa, entramos todos detrás de ella,  me preparó unos calcetines de lana, las botas de monte, cogí un par de navajas, un pasamontañas. Francisca para entonces ya me había preparado un atillo con una hogaza, chorizo, queso y un bune trozo del pernil.
 
Aunque la idea era pasar la frontera lo antes posible, las tres primeras semanas me resguardé en una cueva que conocía en la Sierra de Lokiz. El día anterior de  tomar el camino hacia Aralar aprovechando la hora de la siesta decidí bajar a Narcúe, a parte de unos niños correteando no vi a nadie,  me hice con unos pantalones y unas camisas oscuras que estaban tendidas. Al dejar atrás el Valle de Lana, más conocido como Rusia, no pude reprimir unas cuantas lágrimas.
 
Sin grandes sobresaltos llegué a las inmediaciones de la muga. Las patrullas de la Guardia Civil se intensificaron. Según mis cálculos podían faltarme unos 25 kilómetros. Oí un ruido, me agazapé entre los bojes, oculto entre la hojarasca estuve vigilante, sin moverme  durante un largo cuarto de hora.
 
Al día siguiente no tuve mejor suerte, así que decidí volver al refugio que había abandonado anteriormente. Se me hizo imposible avanzar, las patrullas estaban por todas las partes.
 
Dormí a pierna suelta. Me desperté hambriento hacia las 11 de la mañana. Miré en el zurrón, no quedaban más que dos mendrugos más duros que las piedras.  Con la única intención de pasar la mañana me dispuse a sacarle punta a una rama de roble. De repente vi una culebra entre la hojarasca, de un golpe hinqué la navaja en su cabeza. Hacía meses que no me pegaba semejante manjar
 
La Guardia Civil estaba al acecho, vigilaba todos los caminos del bosque. Oí unos pasos, me quedé inmóvil. A pesar de ser una noche oscura como las fauces del lobo, nada más echar a correr oí cuatro fogonazos de fusil que deslumbró completamente el bosque.  En la huida estuve a punto de caerme, me travé con las raíces de un árbol. Trompicado y todo hui monte abajo. Sentí a los dos Guardias Civiles tras de mí. Cuando ya los tenía encima, a menos de 20 metros,  se desató una tormenta de rayos y truenos que fueron mi salvación.
 
Completamente mojado hasta los huesos, cansado, sin fuerzas, ni resuello me tumbé esperando lo peor.  Poco a poco escondido entre los árboles logré volver de nuevo al refugio. Una semana permanecí escondido, intenté cuatro o cinco veces más pasar la frontera. En vano. Tuve que zafarme de dos nuevas emboscadas. Ví la muerte de cerca.
 
Decidí cambiar el rumbo, casi sin darme cuenta me encontré en la Provincia de Santander. De pueblo en pueblo, gracias al “alabado sea Dios” logré conseguir algunos curruscos de pan seco.
 
Pasé los meses pidiendo de casa en casa,  recorriendo los parajes más recónditos de Cantabria. Pobre, sin un duro, muerto de frío pero seguro. ¡Y para los tiempos que corrían, no era poco!
 
En el pueblo de Selaia me abrió la puerta un hombre de unos 50 años.
-         Pasa, pasa.
-         Me acurruqué junto al fuego.
-         Una vez bien aseado, lavado con jabón y abundante agua,  me ofreció un buen plato de potaje caliente. Pasé la noche en un pajar algo alejado de la casa.
-         No era la primera vez que algún alma caritativa se apiadaba de mi situación.
-         A las 6 de la mañana, cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer se personó la pareja de la Guardia Civil. Me había metido en la boca del lobo sin darme cuenta. Bien aseado, bien dormido, rasurada la barba y el pelo arreglado no se me hizo fácil contestar a lo que parecía un inocente interrogatorio.
-         Sin duda, me han atrapado.
-         ¿Qué hacía un hombre de unos 25-30 años, con acento distinto,  pidiendo de puerta en puerta?
-         Me sentí atrapado en la ratonera.
Sin pensarlo dos veces, aprovechando el momento en que apareció el amo, me di de nuevo a la fuga.
Mientras ascendía la montaña me vino a la cabeza pasarme al maquis. Tras una semana recorriendo los pueblos de los Picos de Europa, las dudas se disiparon y decidí volver al pueblo.
 
Gerardo Luzuriaga

 


 

 

 
 
 
 
 
 
 

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