07/05/2007
Escándalo monumental (II)
Cuando los de Altaffaylla Kultur Taldea lanzamos la denuncia pública sobre la forma con la que la Diócesis de Pamplona está registrando a su nombre las iglesias de todo Navarra, sabíamos que con la Iglesia habíamos topado y esperábamos una firme respuesta, quizás con argumentos novedosos que, desde nuestra limitada visión jurídica e histórica, podrían habérsenos escapado.
Grande ha sido nuestra sorpresa al comprobar lo endeble de sus argumentos legales, la falta de explicaciones a lo irregular del procedimiento y la forma de desviar el tema hacia terrenos escabrosos en los que no queremos entrar.
De los seis puntos que respondía el Arzobispado, sólo uno se refería al soporte legal. No hace falta ser jurista para darse cuenta de que el procedimiento utilizado es resbaloso y que está cogido con pinzas. La derogación del artículo 5 del Reglamento Hipotecario, que hasta 1998 prohibía la inscripción de los templos, no presupone que éstos deban inscribirse a nombre de la Iglesia. Perfectamente, con la misma Ley Hipotecaria, pueden hacerlo los ayuntamientos o administraciones públicas, lo cual sería históricamente más adecuado, socialmente más justo y, si nos apuran, moralmente más cristiano.
El artículo 206 de la Ley Hipotecaria, que da a la Iglesia el privilegio (así lo califican muchas sentencias) de inscribir mediante la propia certificación del Diocesano, no exime de la obligación de demostrar la propiedad, cosa harto discutible frente a los Ayuntamientos. Además está bajo sospecha de anticonstitucionalidad, tras algunas sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo basadas en una lógica aplastante: la ley Hipotecaria fue aprobada en 1946 en pleno Estado confesional franquista. De ahí las generosas prerrogativas para la inscripción que concede a la Iglesia. Establecida con la Constitución de 1978 la separación Iglesia-Estado, es decir, en un estado no confesional, es más que cuestionable otorgar al Diocesano funciones de Estado, convirtiéndose en fedatario público para inscribir a su nombre bienes de utilidad pública.
El artículo 206 de la Ley Hipotecaria es pues algo muy polémico y la Iglesia debería palparse mucho la ropa antes de utilizarlo, y menos a mansalva. ¿Que las inscripciones, según la nota arzobispal, han sido efectuadas sin «conflicto ni pleito alguno»? Cierto, y eso es precisamente lo más grave. Que en cientos de pueblos y lugares navarros se hayan privatizado, a cencerros tapados, tantos edificios públicos sin que ni un solo concejal se haya enterado, es un escándalo. Encendida la luz, ya verán cómo a partir de ahora eso no va a ser así.
Pero los discutibles aspectos legales no deben apartarnos de las verdaderos argumentos históricos y morales. Dice el Arzobispado que «el patrimonio de los templos, casas parroquiales y otros lugares de culto ha sido, en gran medida, obra y expresión admirable de las comunidades cristianas de los pueblos, que libre y voluntariamente, y con encomiable esfuerzo, quisieron crear y mantener esas instituciones y servicios». Esto no es del todo cierto. Es verdad que en muchos pueblos, sobre todo pequeños, los vecinos arreglan las iglesias y ermitas voluntariamente, como arreglan la fuente, el frontón y el lavadero. Y el uso continuado de esos bienes por parte de aguadores, pelotaris y lavanderas jamás les dio derecho de escriturarlos a su nombre. Es el auzolan, el trabajo para la colectividad. Y no siempre fue de grado: en muchos lugares el Ayuntamiento imponía el arreglo de la iglesia como medio de acceso al lote de leña o a la parcela comunal. Y lo que no cubría el auzolan se sostenía antes con la Primicia, impuesto municipal bien oneroso, nada de «libre y voluntario».
El pasado domingo, en la Romería de Ujué, (lugar poco adecuado para contestarnos) el propio Obispo afirmó que «los templos son propiedad del pueblo. Los edificaron los creyentes y antepasados nuestros, para sentir con fuerza la presencia de Dios entre nosotros». Nadie duda que fueran obras para el culto divino, pero también lo eran para elegir el Ayuntamiento, para celebrar el batzarre, para informar al pueblo desde el campanario o, en caso de ataque, para disparar desde las aspilleras de las torres. El edificio lo era todo para un pueblo: lo religioso, lo militar, lo político, lo cultural. Hasta lo deportivo, con su frontón paredaño. Todas las actas municipales están llenas de gastos para «sus» iglesias. No conocemos ni un solo acuerdo municipal en que un Ayuntamiento haya hecho dejación de ese padronazgo. Lo de «tiempo inmemorial» o «tradición histórica indiscutible» que alega el Arzobispado para reclamar la propiedad no se sostiene a la vista del libro de actas de cualquier Ayuntamiento navarro. ¿Alguien no nos cree? Pues que haga como Santo Tomás y que palpe: basta una hora en cualquier archivo municipal para comprobar lo que decimos.
Afirma el obispado que «La inscripción de esos bienes patrimoniales se ha hecho, no por motivos lucrativos, sino por razones de legalidad y para una gestión más eficaz, justamente a favor y servicio de las comunidades católicas de nuestros pueblos». ¿Sólo a favor de las comunidades católicas? ¿No fueron levantadas con la aportación de todos? Cuando en un pueblo de la Baldorba arreglan una ermita, ¿no participan todos los vecinos sin distinción de credos? ¿Y qué significan esas «razones de legalidad»? Igual de legal sería si se dejara como estaba. O si se registrara a nombre del Ayuntamiento, como sería lo correcto.
¿Motivos lucrativos? No queremos juzgarlo, todavía. Nos basta con decir que es la mayor operación económica jamás conocida en Navarra. Y por unos valores catastrales irrisorios. Y que algo tan astronómico debe hacerse con conocimiento de los pueblos y sus representantes públicos y no a la chita callando. Y cuesta creer en intenciones no lucrativas, cuando hace sólo tres años el Gobierno de Navarra pagó al Arzobispado 1.679.000 euros (280 millones de pesetas) por «diversos inmuebles afectados por el pantano de Itoiz», esto es, iglesias, ermitas ¡y cementerios! ¿Desde cuándo los cementerios de Itoiz, Artozki, Orbaiz y Muniain pertenecían al Arzobispado? ¿Puede haber algo más comunal que el cementerio de una aldea navarra? Se elige un terreno comunal, en auzolan levantan las cuatro paredes y cada familia cava su fosal. ¿Desde cuándo echar allí cuatro (o cuatro mil) responsos otorga título de propiedad? ¿En qué país vivimos? ¿En qué siglo? ¿Cómo no dudar del destino lucrativo que van a llevar muchos de los bienes ahora privatizados?
Con todo, lo más preocupante de la nota del Arzobispado no es su falta de argumentos sólidos. Ni siquiera esa solapada amenaza a las consecuencias jurídicas de nuestras acusaciones. Lo preocupante es decir que nos hemos metido con el «pueblo de Dios» y utilizar los púlpitos aludiendo a pretendidas «persecuciones». La Historia tiene muy malos recuerdos de ese tipo de sermones.
Nadie acusa aquí ni a la Religión ni a los creyentes, y muchos de ellos nos están apoyando desde el inicio. Que nosotros sepamos, porque así nos lo enseñaron, el «Pueblo de Dios» lo componemos todos, incluso las ovejas descarriadas. Un pueblo que por encima de las ideologías se identifica mucho más con el Jesús humilde que echa a los mercaderes del templo, que con los escribas que merodean por los registros de la propiedad.
Y como prueba de que no teníamos más intención que alertar a los pueblos de sus derechos patrimoniales y comunales, anunciamos que como grupo cultural Altaffaylla nos apartamos de esta polémica y dejamos el tema, y nuestros archivos, en manos de concejales, alcaldes y parlamentarios navarros, así como en las iniciativas ciudadanas que puedan surgir.
José Mari Esparza
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