15/11/2017
Pequeñeces (23)
Ese día salí de casa como una exhalación, bajé las escaleras de dos en dos o de tres en tres, antes que a mi madre le diese tiempo a mandarme algún recado, o por lo menos para que yo no lo pudiese oír. No nos podían ver sin hacer nada. Los niños valíamos para todo.
Salí en busca de los chavales y las chavalas, pues ese día habíamos quedado para ir a buscar gardachos, en otros lugares denominados lagartos, cuando Crescencio, un hombre mayor, serio y de una gran religiosidad, como todos los de la casa Delegardon. Hombre pausado, de muy buenas formas y palabras, me preguntó por algo que no recuerdo en este momento ni la pregunta, ni el tema; tanta prisa tenía por reunirme con los amigos que cuando me preguntó alguna otra cosa, desde lejos le respondí algo así “como a joder preguntadores”. Algo insólito, un mocoso faltando el respeto a un mayor ¡a quién y al señor Crescencio¡ Algo inaceptable en aquella sociedad rural en la que los niños debíamos obedecer sin rechistar a lo que nos ordenaban los mayores.
Estuve con los amigos hasta la hora de comer, no vimos ni un solo gardacho. Pasé la mañana preocupado, tenía algo en el estómago que no sé cómo describirlo. Sabiendo que no había hecho bien y que la reprimenda sería brutal, llegué a casa a comer algo antes de lo normal, esperaba que de un momento a otro Crescencio llamase a la puerta. Sabía que en casa no iba a tener apoyo alguno, ni de mis hermanos, y mucho menos de mis padres. A la tarde no me atreví a salir a la calle, los días siguientes hice todo lo posible por ir al campo con mis hermanos.
Crescencio tuvo mucho más sentido común del que yo suponía, que aunque bien me cuidé de no coincidir con él en las siguientes semanas, la siguiente vez que lo vi, hizo como si nunca hubiese ocurrido nada. Lo cual me hizo reflexionar hondamente.
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