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01/12/2017

Pequeñeces (28)

En esta sociedad rural de la década de 1960 era difícil sentirse solo, porque en ningún momento estabas solo. No es como ahora en que cada cual busca la tranquilidad y el sosiego en los pueblos. Por aquellos años todo se hacía en cuadrilla, aparte de que las calles estaban llenas de vecinos y animales. Aunque no teníamos mucho donde elegir a la hora de entretenernos, cualquier actividad la dábamos por buena.

La búsqueda de nidos en verano era una de los mejores entretenimientos. Los agujeros de las tapias y las tejas de los pajares era uno de los lugares preferidos de los gorriones para hacer sus nidos. No era sencillo, pues había que trepar por las paredes en busca del nido. No convenía hacer excesivas visitas, pues siempre existía la posibilidad de que los aborreciesen, especialmente si estaban en huevos. Pero una vez detectado el nido casi se nos hacía imposible no ir todos los días a ver su evolución. Había una leyenda que la cumplíamos a rajatabla, nunca podíamos enseñar los dientes cuando mirábamos al nido, pues estábamos en la creencia de que los padres aborrecerían a las crías y no volverían más dejándolas abandonadas. Todavía creo que algo de verdad existirá.

Una vez escalada la pared nos encontrábamos con estas posibilidades, o el nido estaba en zaborra, lo único que encontrábamos era el nido sucio y vacío, las crías habían volado recientemente. Si estaban recién nacidas estaban en culitatis, y cuando ya estaban para echar a volar en cañón.

Perseguir a las crías recién echadas a volar era otro de nuestras distracciones preferidas, hasta que de puro cansancio no podían seguir volando y es cuando las atrapábamos no sin gran dificultad, el trabajo era en equipo. Cada uno estábamos colocados en lugares estratégicos y cuando uno se cansaba seguía el otro, aunque la mayor parte de las veces los pajarillos agotados caían bajo las garras de algún gato que merodeaba por los alrededores y se beneficiaba de nuestras argucias.