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04/12/2017

Pequeñeces (29)

En la segunda mitad de febrero, recién cumplidos los ocho años, llegó el inspector a la escuela. Resurre, la maestra estaba nerviosa, rondaría ya los 68 años, y aunque a pesar de que llevaba de maestra del pueblo más de cuarenta, se le veía muy intranquila. Las dos semanas anteriores nos trató con una paciencia, y hasta con un cierto cariño que no era habitual. También nosotros no nos comportamos como de costumbre, sino que había un silencio y una seriedad que tampoco era normal. Un martes a las 10 de la mañana se presentó un hombre alto, con bigote y gafas de unos 55 años, lo que más nos llamó la atención fue su bigote, el sombrero, y el maletín negro que llevaba en la mano.

Estuvo unas dos horas en la escuela, nos hizo unas cuantas preguntas, y como vino se fue. El caso es que este año fue el último que dio clase Resurrección, no le dejaron continuar al año siguiente, Pedro, un vecino del pueblo que tenía tres hijos de 6, 5 y 3 años se quejó de la poca dedicación y empeño que ponía en la enseñanza; al finalizar el curso el alcalde le notificó su sustitución.

El año siguiente fue muy importante llegó una maestra joven, creo que se apellidaba Biurrun, de Pamplona, una maestra con ganas de enseñar y con nuevas ideas. Fue un cambio radical para todo el pueblo. También este año, ya cuando estábamos para acabar el curso llegó una familia para quedarse, Marcelino que al igual que muchos del pueblo se había ido a trabajar a una fábrica a Elorrio, se casó con Pili, que había enviudado unos años antes, y que tenía dos hijos del anterior matrimonio, Valentina y Felipe. Inesperadamente Marcelino dejó la fábrica, y se vinieron los cuatro para el pueblo. De repente dos niños más, dos nuevos amigos, se integraron inmediatamente. Teniendo en cuenta que hasta ese momento no estábamos más que nueve chicos y chicas, que viniesen dos nuevos compañeros fue todo un acontecimiento. Todos lo agradecimos.

En mayo de ese mismo año, se pasó por la escuela un cura escolapio de Estella, el padre Julián Lara. Llegó con un automóvil Citroen dos caballos gris. Un cura alto, delgado, de piel blanca, de manos largas y poco trabajadas, con una nariz puntiaguda, y de un hablar sosegado y suave. No tendría más de 35 años, aunque a mí me pareció que tendría por lo menos unos 60. Nos reunió a los tres niños de 8 hasta los 10 años, Félix, Alfredo y yo, nos tuvo más de dos horas contando las maravillas del colegio que tenía la Orden de las Escuelas Pías en Estella, nos entretuvo con anécdotas, y también mencionó la importancia de la cultura para salir del ambiente cerrado de los pueblos, y la importancia del sacerdocio en la sociedad. Nos entusiasmó todo lo oído. Luego pasamos uno por uno a hablar personalmente con él. Salimos con los bolsillos llenos de caramelos, y al despedirse nos regaló un balón rojo de plástico duro, de curtis, así lo llamábamos entonces.