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22/08/2007

El labrador / Nekazaria

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De aquel  labrador alocado que esparció las semillas en lugares inhóspitos y desolados o de aquel otro que las transplantó en plena juventud en lugares pedregosos y estériles.



Nacimos para vivir en el campo, en el pueblo, entre nuestra gente, protegidos por los árboles centenarios, cobijados por las peñas rocosas milenarias, orgullosos y seguros recorrimos los mismos caminos, las mismas sendas que cruzaron nuestros abuelos, padres y hermanos.

Un día un labrador perdió la cabeza y como labrador alocado comenzó a esparcir las semillas en lugares inhóspitos y desolados, a arrancar los árboles ya formados  para transplantarlos en lugares aislados, horribles  y desapacibles.

Amanecimos entre calles anchas, aceras asfaltadas, farolas de luz mortecina. Iglesias rodedas de edificios de diez y más pisos, que ocupaban más espacio que todo el pueblo de donde nos habían sacado. Los árboles ante tales construcciones parecían palos secos de boj.

La niebla -que con el paso de los meses pude comprobar que iba a ser nuestra compañera durante todo el invierno- hizo el encuentro un poco más agradable, pues no nos permitía apreciar la realidad con toda su crueldad. Efectivamente con el paso de los días la niebla se conviertió en nuestra única compañera.

De repente, todo fueron sensaciones nuevas. Ríadas de gente pululando de un lugar para otro, de prisa y corriendo, todos con caras semejantes, todos idénticos, vestidos igual. Una multidud de personas sin rostro, sin rumbo fijo.

Los primeros días los pasamos, agazapados entre la niebla siguiendo los pasos rápidos de la muchedumbre, pero sin ruta ni objetivo concreto, hasta que las personas se iban diluyendo entre la densa niebla, desapareciendo incomprensiblemente entre aquellos caminos que no llevaban a ningún sitio.

La soledad se fue apoderando de nosotros, - semillas esparcidas por los campos y árboles arrancados de cuajo de su hábitat,  abandonados en terrenos pedregosos, acechados por mil peligros –expuestos a la voracidad de las aves [coches], a la inclemencia del tiempo [el frío], a la falta de espacio [la muchedumbre], terrenos inapropiados [la ciudad], carentes de nitratos [dinero]- que nos hacían dificil el crecimiento.

Árboles, jardines, edificios se nos antojaban extraños, sin vida, sin sentimientos… Nada podía consolarnos, andar entre la gente para olvidar, recorrer calles y callejuelas sin rumbo fue nuestro único entretenimiento, no pocas veces nos sorprendímos a nosotros mismos al encontrarnos entre el gentío,  parados observando una estatua de un edificio, una puerta, una esquina, absortos mirando sin ver… Los minutos se dilataban, los días se hacían eternos. El reloj parecía no moverse. Nada tenía sentido.

En tal situación era en vano evocar los recuerdos; pues aparecían y desaparecían ante nosotros difuminados como fantasmas entre la niebla. Muy pocos lograban acercarse lo suficiente como para poder oir su voz. Los recuerdos también actuaban como si se viesen sometidos a la presión de la ciudad.  

 

La niebla de color gris y de olor especial invadía las calles, cubría los árboles y los edificios, lo que nos daba la posibilidad de caminar sin reparar en nadie, ni en nada.  

Poco a poco los recuerdos, ocultos entre la niebla, como si de fantasmas se tratasen fueron acercándose. Especialmente aprovechaban los días de niebla túpida para compartir lo vivido en el pueblo, sin miedos, ni prisa alguna. En estos días fríos es cuando se sentían más seguros y descuidaban las medidas de seguridad.
Pasados unos meses abandonaron la forma de espíritu para entremezclase entre la multitud como el resto de personas, pasando desapercibidas para el resto de los transeuntes.

Un día, de repente, todo cambió, los jardines recobraron su color, los árboles se dejaron ver, los pájaros revolotearon a nuestro alrededor. La ciudad tomó vida, apreciamos los  amaneceres, fuimos conscientes de como los edificios fríos y huecos iban tomando vida con el ajetreo de personas y coches, nos acostumbramos al ruido y bullicio, disfrutamos  de los anocheceres…

 

Gracias a los recuerdos fuimos capaces de retomar el ánimo para resistir e ir creciendo en aquellos lugares tan inapropiados para semillas tan especiales…

Letras dedicadas a todos aquellos que por una u otra razón han tenido que dejar el pueblo en busca de una vida distinta… Escrito basado en la frase oída a mi hermano Juan Antonio, “nacimos para vivir en el campo y nos transplantaron en la ciudad”

Gerardo Luzuriaga

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