Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

03/10/2007

Gabino (III)

 Aurkibidea

11. La casa

12. Engracia y Crescencio el hermano mediano de Gabino

13.  Vuelta al pueblo

14.  El pueblo

    11. La casa

Si la vida de los hombres era difícil, no era más sencilla la de las mujeres.
Josefa, la madre de Paula, como la mayoría de las mujeres, trabajaba en las labores del campo como uno más. En las labores agrícolas no existía diferencia de sexos.
-    ¿Todavía no tienes preparada la comida? Le gritó su marido
-    ¿Cuándo quieres que la haya preparado? Bastante con que la tengo hecha desde ayer.
-    Los hombres comieron y se fueron a la siesta. La madre de Paula,  sin embargo, se puso a fregar los cacharros y a preparar la cena... 
Josefa no conocía el descanso, ni en verano, ni en invierno. En las faenas del campo no se quedaba atrás. Igual en la siega, que en la escarda, que en la siembra, como el resto de las mujeres, era normal ver a Josefa con la capaceta colgada al hombro esparciendo  la simiente como si de otro peón más  se tratara.
 
Las horas de la colada eran los únicos momentos de esparcimiento.
-    ¿Ya sabéis lo que le ha ocurrido al hermano mayor de Gabino?
-    ¿Qué le ha pasado,  pues?
-    He oído que se le ha ido de casa la mujer.
-    Ya me parecía a mí demasiado remingada, esa señoritinga de Zúñiga. Ya decía yo que no le iba a durar ni una semana. Comentaba Teófila maliciosamente, mientras frotaba y frotaba unos pantalones sucios.
-    Sí si, se casaron en Zúñiga, en el pueblo de la mujer, han pasado  el viaje de novios en San Sebastián. Hace cuatro días volvieron al pueblo y según tengo oído nada más ver la casa puso mala cara, y le ha hecho la vida imposible al pobre marido.
-    Sí, si así es comentó otra mujer, yo la he visto marcharse con una maleta; pero no sabía que se iba para siempre, aunque si que me pareció raro que se fuese tan pronto, a los cuatro días de llegar, pero pensé que tendría algún familiar enfermo que atender.
-    Sí, si un familiar enfermo que atender comentó una joven, a la vez que cogía de la banasta una prenda, la metía en el agua, la enjabonaba, la volvía a meter en el agua, frotaba las manchas más resistentes y llamativas, para meterla y sacarla rápidamente de nuevo una y otra vez. No callaba, se le juntaba una palabra con otra...  menuda pájara es ésa, ya me comentaron mis hermanos, siguió murmurando la joven mientras cogía la prenda entre las dos manos y la estrujaba como si del cuello de un gato se tratase.
Lo que ocurre que no todas son tan  sumisas como nosotras comentó Paula. Las palabras de Paula dejaron boquiabiertas al grupo de mujeres, aunque no tuvieron inconveniente alguno en seguir criticando aquella mujer que justo conocían.

La jornada de todas estas mujeres  comienza muy de mañana, antes del amanecer, cuando menos a las seis de la mañana, y siempre media hora antes que sus maridos se pongan en marcha.
Josefa (como cualquier mujer del pueblo), la mujer de Gervasio, nada más levantarse acude a la gavillera en busca de abarras, ramas secas y delgadas que conservan las hojas secas, muy útiles para prender el fuego. Sube al pajar a por un buen montón de astillas, que deja al lado del fogón. Se lava la cara y se peina. Prepara los tazones para el desayuno de los dos cuñados solteros y de su marido, a la vez que arrima a la chapa del fuego los pucheros de la comida ya casi preparados la noche anterior.

Para cuando Gervasio se despierta ya le tiene preparado un perol con agua caliente, el jabón y la brocha de afeitar, pues hoy es jueves y Gervasio tiene la costumbre de rasurarse la barba todos los jueves y domingos, especialmente los jueves que va a Estella a vender las escobas de biércol. Esta semana hará una excepción y no acudirá al mercado de Estella.

Josefa coge un puchero vacío , se calza las albarcas, se pone por encima un abrigo que se encuentra colgado de un clavo junto a la puerta de salida de la casa y sale hacía el pajar donde guardan las gallinas, los conejos, una cerda y las dos cabras. Ordeña en un periquete las dos cabras. Vuelve de nuevo a casa y pone a cocer la leche recién ordeñada. Los hombres desayunan en los tazones café con leche con sopas.

Josefa echa tres astillas grandes al fuego, aparta la cazuela principal del fuego, cierra el tiro y se dirige de nuevo al pajar. Ya ha amanecido. Parece que el día será bueno, caluroso. Abre la puerta del pajar, por las que salen el gallo y las gallinas a picotear por los alrededores del pajar. Se acerca a las conejeras, les echa un puñado de lechocinos que había recogido la semana anterior junto al camino de mataverde. Llena los bebederos y por fin suelta las cabras que bajan ellas solas a la picota donde espera el pastor de las cabras, ya casi con el rebaño completo.

Vuelve de nuevo a casa. Se calza unas zapatillas viejas, cuelga el abrigo en el clavo de junto a la puerta, y coloca las albarcas encima del mueble en el que los hombres tienen algunos utensilios de tamaño no muy grande, como el hacha pequeña, dos hoces para cortar la maleza de alrededor de la casa, una caja con puntas, clavos y el martillo.
Da una vuelta por los cuartos de los padres de Gervasio y de los niños. Sigilosamente mira desde la puerta, la madre duerme plácidamente, el padre ya hace horas que carraspea y se le oye dar vueltas en la cama. Los niños duermen apaciblemente.

Los hombres ya han desaparecido de la cocina. Josefa lleva los cacharros del desayuno a la fregadera. Prepara las alforjas que llevarán al campo. Hoy vendrán a comer, abre el cajón del armario y mete medio pan , un buen casco de chorizo y medio queso blando en una tartera y coloca todo en las alfojas. Mete una botella de vino y otra de agua cada una en un lado de las alforjas, las deja colgads de una punta que sobresale de la viga del pasillo, al lado de la alacena donde se guardan las hachas. Coge una cebolla, unos pimientos y cinco guindillas verdes, un puño pequeño de sal gorda que la envuelve en un trozo de papel de periódico y coloca todo dentro de las alforjas.
Ya se oyen los perros en la calle de abajo, Josefa se asoma a la ventana y ve como los cuñados están ya ajustando la cincha al caballo. Ya están listos para marchar al tajo. Gervasio sube las escaleras, coge las alforjas, y con un hasta luego desde el pasillo se despide de Josefa.
Josefa retira del fuego la leche, que como de costumbre ya se ha sobrado. Mira por la ventana como se van los hombres al campo, los despide con la mano, pero ellos no se dan cuenta. Arrima a la chapa un cacillo con un poco de café y mucha leche , hace unas sopas con el pan duro y se sienta a desayunar. Retira el tazón usado a la fregadera.

Coge el cubo de la leche vacío y baja las escaleras que dan al corral. Se calza unas botas viejas y limpia la cama de la vaca y el caballo. La vaca agradece la paja limpia, arrima el morro al suelo,  da dos bocados a la paja nueva de debajo de las patas. Josefa coge el taburete de tres patas de un hueco de al lado de la puerta y se dispone a ordeñar a la vaca. Poco a poco el caldero se va llenando de leche. Josefa sube la leche a la cocina, la pasa por un colador grande y la separa en 12 botellas de litro y otras nueve las rellena con medio litro.

Entra en la habitación de los suegros, abre un poco los ventanillos, por donde entra la luz de la mañana. Levanta al abuelo. Le ayuda a vestirse y poco a poco llegan hasta la fregadera donde se lava la cara con abundante agua. Le ayuda a sentarse junto a la mesa de la cocina. Vacía los orinales del cuarto de los cuñados, y de los abuelos. Hace las camas de los cuñados y la suya propia. Entra en el cuarto de los niños y los va despertando suavemente. Les deja encima de la mesilla la misma ropa que habían usado el día anterior. Se dirige de nuevo al cuarto de la abuela, le habla y la despierta cariñosamente. Le comenta que hoy toca baño. Llena un cuenco de metal con agua hirviendo que tiene en la chapa del fuego, la mezcla con agua del grifo hasta dejarla tibia. Levanta a la abuela, la limpia con una esponja desde los pies a la cabeza. Hoy no le lava la cabeza.

Prepara cinco tazones con café con leche y sopas. Desayunan los cinco, sin prisas. Recoge los tazones y las cucharas de los cinco últimos que han desayunado. Friega los cacharros amontonados en el pozo izquierdo de la fregadera.
Pasa un trapo mojado por encima de la mesa, y un trapo seco por encima del armario, barre la cocina y el pasillo, saca toda la porquería al patio, donde cambia la escoba de casa por la de biércol. Barre por encima el patio, y lo mayor de la calle, entra al patio y esparce cuatro calderos de agua por el patio y la calle. Aprovecha para echar otros dos calderos a las plantas.

Abre las ventanas de los cuartos, quita las sábanas de los abuelos y las saca a airear a la ventana. Comienza a hacer las camas y los cuartos de los niños, recoge las sábanas y hace la cama de los abuelos, quita el polvo por encima y de vez en cuando atiende alguna vecina que llega en busca de la leche que tiene ajustada.
Ayuda al abuelo a salir al poyato de la calle, donde se sienta. Coloca a su lado a la abuela sentada en una silla de ruedas. Allí estarán hasta la hora de comer que coincide con el momento que el sol invade el rincón donde están sentados los abuelos.
Josefa reúne la ropa para lavar. Hoy no es día de colada. Todavía no hay suficiente ropa, esperará a mañana o pasado para bajar al pozo a hacer la colada. Se da una vuelta por el pajar, recoge los huevos que han puesto las gallinas, les pone pienso y agua a los conejos, en el momento que se acuerda que tiene que subir al palomar a poner agua a los pichones. Deja los huevos en casa. Sin quitarse la bata atraviesa todo el pueblo para ir a casa de Celes en busca del pan, charlan un rato y Celes le pone los cuatro panes redondos que tiene concertados para ese día. Se tropieza con unos cuantos vecinos a los que saluda y vuelve deprisa a casa. Les saca a los abuelos un vaso de agua fresca y le coloca bien el vestido y el pañuelo de la cabeza a la abuela. Le comenta si tiene frío, pues están en un lugar en que la sombra no deja penetrar los rayos del sol radiante. Echa de nuevo una astilla al fuego.

Pone la mesa con los nueve platos, cucharas, tenedores y cinco vasos. Los hombres beben del porrón. Llegan los hombres del campo. Los dos niños mayores bajan la vaca a beber agua al pilón. Los hombres sin mediar palabra se sientan a la mesa. Josefa saca el porrón lleno de la fresquera. El niño pequeño sube con el barril lleno de agua fresca de la fuente. Los hombres, incluidos el abuelo, después de comer se van directos a la siesta.

Josefa  recoge y frega los cacharros. Barre la cocina. Prepara de nuevo la alforja con la merienda. Los hombres vuelven de nuevo al tajo. Josefa levanta al abuelo, le ayuda a sentarse en el sillon de mimbres del patio junto a su mujer. Salen los hombres para el campo. Josefa les grita hacia las seis llegare al terreno. No le contesta desde lejos Gervasio, no hoy no vengas que no haces falta todavía, el trigo no está del todo seco. Sale de nuevo a la calle con la escoba de biércol y le da una pasada a lo mayor.  Coge del patio un pozal y echa unos cuantos pozales de agua a las flores del patio y a las de la calle.

Echa al fuego dos astillas grandes y arrima una cacerola grande con agua que ya casi estaba hirviendo, echa unos tronchos de berza y unas cuantos kilos de patatas del año pasado, ya arrugadas. Mira el montón de ropa para planchar, desecha la idea, y se dirige al corral con un balde lleno de salvado para los cerdos. Lo mezcla con agua en el cocino. Los cerdos se acercan apresuradamente  y acaban inmediatamente  con la comida. Josefa coge dos berzas y se las echa a la pocilga por encima de la puerta.  Vuelve al patio, se pone un sombrero de paja, coge dos calderos y un azadón y se dirige al huerto, que está a un kilómetro de la casa, aprovecha el agua que se ha filtrado en la poza, unos 30 calderos que los emplea en las berzas que habían plantado la semana pasada. Saca tres potes de patatas, elige 5 tomates grandes, rojos y maduros, tres leguchas, unas cebollas, y unos pimientos con los que llena completamente los dos cubos.

De nuevo en casa, lo primero que hace es preparar dos tazones grandes de leche, con unas galletas para los abuelos. Le pone bien la boina y le suena los mocos con el pañyuelo que guarda en el bolsillo del chaleco. Aparta la cazuela grande con comida para el cerdo que matarán en el invierno  del fuego. Unos minutos después ayuda al abuelo a subir al pajar, lo coloca a la sombra, junto a las higueras, coge los huevos que han puesto las gallinas.  Coloca a la abuela al lado de su marido. Baja de nuevo a la casa y sale con una cazuela con las sobras de la comida que las echa cerca del nogal. Las gallinas se alboratan y acuden todas a la vez a picotear los desperdicios.

Sube la comida al cerdo que se encuntra en el pajar.  Sin darse cuenta, ya comienza a anochecer.  Por la cuesta suben las dos cabras solas. Josefa se mete la mano al bolsillo y saca un currusco de pan, lo parte en dos y se los acerca a las cabras, mientras le abre la puerta del pajar y las guarda. Llama a las gallinas y una a una van entrando por la puerta hasta que llega la última de siempre. Cierra la puerta.  Ayuda al abuelo a bajar a casa y vuelve a por la abuela.

Pone la mesa de prisa y corriendo. Nueve platos. Llegan los hombres. Ya se oyen los perros. Le quitan el capazo, y los aperos  al caballlo. Los cuñados se lavan las manos y se van un rato a sentarse en el poyato de la calle, mientras Gervasio echa de comer al caballo y a la vaca. Gervasio se entretiene en exceso. Manda a un niño a avisarle que ya está la comida. Todavía esperan unos minutos. Ya se encuentran todos sentados en la mesa para cuando sube Gervasio.  Josefa pone el perol con la sopa de ajo encima de la mesa, va sirviendo uno a uno. También deja unas guindillas y el salero al lado de su marido. ¡Gervasio grita donde está el pan y el vino!. Josefa abre el cajón de la mesa y saca un pan redondo, que se lo da a cortar a Gervasio. Coge el porrón medio vacío y lo llena de la cuba que se encuentra en la bodega.  Para cuando vuelve la jarra de agua estaba vacía, la llena y le sirve dos vasos llenos hasta arriba a los abuelos. Los hombres ya casi han acabado la sopa. Pone encima la mesa la bandeja con huevos fritos y patatas fritas que ya tiene preparada. Va sirviendo dos huevos conforme van acabando la sopa.  Gervasio grita de nuevo, chica, ponle los huevos a padre. Josefa deja la cuchara medio llena en el plato, se levanta y sin replicar le sirve dos huevos con patatas fritas al abuelo.  Los hombres, incluidos los niños salen todos a la fresca.

Prepara la comida del día siguiente, prepara también la comida del cerdo. Lava los platos, y dos cazuelas que están en el pozo de la fregadera. Hala niños a la cama, grita Josefa desde la cocina. Acuesta a los abuelos.  Barre la cocina. Lava en la fregadera unas prendas que tiene en el cubo.  Los hombres ya marchan para la cama.  Mira a ver si los niños están bien tapados. Al pasar por el lado de  la puerta de su cuarto oye los ronquidos de su marido. Llama  a los perros, les echa las pocas sobras de la cena y  les pasa la mano por el lomo. Cierra la puerta del patio y pasa la tranca de la del corral.  Se desnuda y se acurruca junto a Gervasio sin meter ruido para no despertarlo.

12. Engracia y Crescencio el hermano mediano de Gabino

-      Hola muchachas
-      Buenas tardes
-      Bailas
-      Bueno
-      ¿De donde eres?
-      Del otro lado de Codés
-      ¿De Álava?
-      No, no navarro, como tú. Del otro lado de Codés, pero navarro.
-      ¿De donde?
-      De Nazar
Ah de Nazar, ahí tenemos parientes, los pimporretes... Los conoces.
No los voy a conocer...
-      ¿Ha venido mucha gente eh?
-      Sí, si como de costumbre, las fiestas de este pueblo son famosas.
-      ¿Cómo te llamas?
-      Engracia
-      ¿Y tú?
-      Crescencio
-      Bueno, ha acabado el baile.
-      De primera, encantado, hasta luego Engracia.
 
Había un gran ambiente. Hasta la hora de la cena anduvimos en grupo tomando tragos en las tabernas y en casas particulares, los mozos del pueblo de vez en cuando nos acercamos al baile. Al llegar la hora de la cena nos dividimos de dos en dos, yo como siempre fui con Benito. 
-      Se puede, dijo Benito desde la puerta.
-      Adelante 
La mesa casi estaba completa, ya est
ábamos sentados
 unos 20 comensales. Había cinco platos más preparados. Esperamos cinco minutos y allí apareció el amo de la casa con otros tres invitados de su edad.
Para entonces Engracia ya me habia echado dos o tres miradas risueñas. El amo nos saludó atentamente a todos, en especial a Benito, le preguntó por sus padres, y especialmente por su tío Primitivo. Se quitó la boina y comenzó  la oración: bendice Señor estos alimentos, que vamos a tomar…
 Una cena especial. De todo. Conejo, cordero, cabrito. Todo de primera, cenamos sin prisa. Las mujeres entraban y salían sin cesar, sin sentarse ni un solo momento. Dos copas de anís y con el puro en la boca fuimos en busca de la cuadrilla.
El baile estaba ya para acabar, cuando aparecimos unos 20 mozos.
Le pedí baile a Engracia. Bailamos dos piezas lentas seguidas.
-      Dentro de tres semanas son las fiestas de Cabredo. ¿Irás?
-      Si. Todos los años vamos.
-      De primera. Allí nos veremos.
-      ¿Ya te vas para casa o qué?
-      Si ya tengo la hora.
 A finales de agosto en las fiestas de Murieta me encontré con las amigas de Engracia. Unos metros detrás de ellas apareció Engracia con otra chica algo más joven que ella.
-      Hola Engracia
-      ¿Qué  tal Crescencio?
-      ¿Dónde has andado durante todo el verano?
-      En el pueblo, como siempre
-      ¿Porqué no apareciste en Cabredo?
-      Ah, ah, al final no pude.
-      ¿Bailas?

Dos horas estuvimos juntos, bailando, hablando. Le pedí casarse conmigo.
 
El 12 de octubre los padres de Crescencio y él mismo vestido con el único traje que tenía fueron a Azuelo a la petición de mano de Engracia. La boda se celebró la primera semana de mayo.
 -      Crescencio estoy nerviosa
-      Tranquila mujer, es normal. Ya verás que bien te llevas con los de casa.
-      No sé. No sé. Igual tiene razón mi hermana, que no para últimamente de repetir : “La boda no es una cosa de bromas. Lo que se hace en una hora dura para toda la vida”.
-      No te preocupes, mujer.
-      Piensa en el viaje de novios. Iremos a San Sebastián. Mejor dicho a Lasarte y Hernani a la casa de nuestras tías. Así gastaremos menos.
-      Tira, ya veremos. Me han comentado que San Sebastián es precioso.
 
A la semana ya estaban de vuelta. Engracia subió la cuesta que llevaba a  la casa detrás de Crescencio.  Tipi-tapa, tipi-tapa. Empujaron la puerta de la calle, agradecieron la frescura del portal, pero para Engracia no fue agradable encontrarse con una nube de moscas revoloteando. Tampoco le agradó el olor intenso, que sintió nanda mas atravesar la puerta de la calle. Crescenció dio la luz, al lado, en la cuadra había dos vacas royas, y un caballo.
 
Subimos las escaleras a oscuras, pasamos al salón. Estaban todos esperándonos, excepto el padre de Crescencio. Una multitud, todos de casa. El tío soltero, dos tías solteras viejas, dos hermanos de Crescencio, la tía viuda...
 
-      Hola
-      Hola
-      ¿Qué tal en San Sebastián? ¿Habeís visto el mar? ¿Os lo habeís pasado bien? Nos preguntó la madre de Crescencio muy nerviosa.
-      Si, ha sido muy agradable. Nos han tratado muy bien. El ambiente de la ciudad nos ha gustado mucho. El mar nos ha encantado.
-      ¡Ay San Sebastián, San Sebastián! ¡Qué tiempos aquellos!
-      Nosotros también hace 40 años estuvimos en San Sebastián de luna de miel. Todavía recuerdo Igueldo, La Concha , la iglesia de Santa María. Allí vi los hombres más modernos del mundo, ¡Qué sombreros!
-      Bueno siéntate. Me callaré. Seguro que estáis cansados. ¿Os apetece un café con leche?
 
Cansados del viaje tomaron un baso de leche, y enseguida se fueron a la cama, aunque estaban desechos Engracia no logró conciliar el sueño tan fácil.
-      ¿Qué te ha parecido la casa?
-      Está bien. Lo que más me ha llamado la atención ha sido la  puerta labrada del salón.
-      ¿Y la familia?
-      Bien.
 
Nos despertamos hacía las 8 de la mañana, ya estaban en la cocina el tío Tomás, las tías Felicitas y Cirila. No había luz eléctrica más que en el salón y en la cuadra. La vida se hacía en la cocina vieja al lado del fogón. Los demás estaban sentados en el banco corrido. La cocina era una habitación pequeña, sin ventanas, en medio de la casa, oscura, ennegrecida por el humo. La chimenea estaba en el centro de la habitación.
 
-      ¡Crescencio qué  horas  son éstas de levantarse! Dijo el padre sin decirle ni buenos días, ni saludar.
-      Nada más desayunar iré a casa de Primitivo, a ver donde me manda; pero siendo el primer día...
-      No tiene nada que ver, aquí no ha cambiado nada. ¿Entendido?
 
Crescencio se bebió de un trago el tazón de café con leche y sin decir ni palabra salió de la casa. Engracia estuvo todo el día esperando la llegada de su esposo. Barruntó la llegada de Crescencio y bajo las escaleras. Era de noche, no le preguntó nada. Cerró la puerta, la abrazó y le dio dos besos, estuvieron unos diez minutos contemplando los animales, ella subió a la cocina, mientras Crescencio se quedó media hora más.
 
Pasaron dos, tres semanas y no cambiaba nada. Los días eran uno la copia del anterior. La media hora que Crescencio se quedaba en la cuadra junto a los animales se convirtió en una hora.
 
Las miradas cariñosas de Crescencio seguían siendo como el primer día; pero pronto se dio cuenta que se había casado con un hombre de pocas palabras, que de nada serviría intentar explicarle sus preocupaciones.
 
Las discusiones entre Crescencio y su padre fueron en aumento. Cualquier contratiempo era causa de polémica.
Crescencio ¿No es tiempo de sembrar la avena?
¿A quién se le ocurre pasar la narria con este tiempo?
El colmo fue cuando al padre de Crescencio se le ocurrió echarle en cara el comportamiento de Engracia: “La mujer que has traido va a arruinar la hacienda”. ¿A quién se le puede ocurrir en un domingo cualquiera matar una gallina?
 
No estoy preparada para llevar esta vida de matrimonio, se repetía una y otra vez Engracia. Al principio ella misma se consolaba, tranquila, no tienes más que 20 años, con el tiempo todo cambiará. Pero pasaban los meses y la situación se iba convirtiendo poco a poco en un infierno.
 
Pasaron los meses y nada cambió.
La hermana solía venir de vez en cuando a pasar el día con ella. Por fin un día se decidió a comentarle sus preocupaciones.
Cuando llegó la hora de casarme me sentí la mujer más feliz del mundo. Logré lo que aspira toda mujer. Un hombre, una familia, una hacienda, una casa.
- No sé como explicarte, no es fácil. No vivo contenta, siento una tristeza que no puedo expulsar.  Creo que lo voy a dejar todo, no me queda ilusión.
No sabes cuantas noches cuando se duerme Crescencio echo a llorar como una niña.
No te preocupes, es pronto. Deja pasar unos meses. A todas nos ha pasado lo mismo.
La soledad se me hace insoportable. Engracia se sentía invadida por la soledad.
 
Gracias a las visitas de sus familiares y el cariño de su marido, los meses pasaban más mal que bien.
 
El padre acostumbraba a visitar a su hija una vez al mes por lo menos. El perro comenzó a ladrar, señal de que se acercaba su padre por el camino de Otiñano. Salió a su encuentro. Cinco minutos después apareció con la cesta de fruta en una mano y el bastón en la otra. Sin dejar el bastón se sacó el papel de fumar del chaleco y se puso a liar un cigarro, le dio unas cuantas veces a la rueda de la chispa, una vez encendido el cigarro rodeo el ahujero del mechero con la mecha y de nuevo se metió el mechero en el bolsillo pequeño del chaleco.
¿Qué tal hija?
Tirando.
Estuvo en un trance de contarle la verdad. ¿Pero cómo le podía preocupar con sus tonterías, si ni ella misma sabía  a qué se debía su preocupación? El padre se fue al otro día por la mañana para poder contar a su esposa e hijas las obras  hechas en la casa de su hija: se había construido una nueva cocina, con luz natural y eléctrica, con un armario blanco en medio de la habitación y una cocina económica que no la había visto ni en las mejores casas del pueblo.
 
Engracia intentó hablar con su marido. En vano. Era hombre y de pueblo, aunque  a veces, en los momento dulces y especialmente en la cama no lo parecía. Pronto se dio cuenta que el hablar sería en balde, pues aparte de no entenderla no tenía muchas oportunidades de conversar con su esposo a solas.
Se trataba de un hombre especial, nunca tenía la menor duda, tomaba las decisiones en un abrir y cerrar de ojos. Me da la impresión que nunca  se enteró de mi soledad y melancolía. No tenía en la cabeza más que el trabajo, el ganado y el sexo, especialmente el sexo.
 
Un domingo después de misa decidí comentarle:
No puedo más, el ambiente de esta casa, de este pueblo se me hace insoportable.
Jode, jode... se quedó pensativo: Mirándome fijamente a los ojos me dijo:
Tranquila, ya verás como todo se pasa con el niño que está por llegar. Y se quedó tan tranquilo. No le dio ninguna importancia. Descolgó la escopeta, llamó a los perros y se fue a cazar como si nada hubiese ocurrido.
 
Una semana más tarde llegó mi hermana.
Hermana, no puedo más. Tengo que volver a casa, este modo de vivir no es vida.
¿Te arreglas mal con Crescencio o qué?
No. No es eso. Lo quiero y me corresponde como el primer día.
Todas las noches viene donde mí como si fuese el primer día. Por ese lado no me puedo quejar. Aunque han pasado algunos meses, no se ha apagado la ilusión sobre todo para eso. En el pajar, en la cuadra, en la cama, después de comer, de cenar, en la siesta, al amanecer.
Todo no se puede tener. Ya te lo advertí. Somos mujeres,  hemos nacido para sufrir. Sé fuerte. Sé inteligente. Hazlo por lo menos por el niño que llevas dentro. El padre de Crescencio es ya mayor, pronto todo será tuyo.
Piensa que no te ha tocado la peor casa, ni mucho menos, ni tampoco el peor pueblo. ¿Cuántas quisieran para sí tu situación?
Eso no me consuela.
Bueno. Prepararé el almuerzo. ¿Qué quieres? Te parece bien ¿Unas magras?
Es un poco tarde, pero tira.
 
La mesa estaba preparada. Todos esperando. Por fin llegó el padre de Crescencio. Apareció con un puño de espigas en la mano.
¡Mira Crescencio!
¡Me cagüen Dios!
¡Me cagüen la Virgen Santa !
Las espigas no han granado. ¡Están huecas!
Les ha entrado la niebla.
¡Qué simiente habeís usado!
Ya sabes que simiente hemos usado. La que nos algenció ese amigo tuyo, ese maldito explotador. La que te vendió Primitivo. A él es al que te tienes que enfrentar y no con los de casa.
 
La comida no fue  tranquila, se entabló una fuerte discusión entre los hombres. Crescencio una y otra vez mencionó las injusticias y abusos de Primitivo.
Padre esto es insoportable. Primitivo cada año nos roba un trozo de terreno, este año ha movido la muga por lo menos 20 centímetros. Y tú lo sabes.
Padre de seguir así, nos dejará sin hacienda. Este año nos quedaremos sin cosecha.
¿Qué nos pedirá este año, a cambio de nueva simiente?
Algo tenemos que hacer. ¿No están de acuerdo?
 
Todos de la casa nos quedamos preocupados, en el reloj de la torre de la iglesia daban las dos y media de la tarde, cuando vimos a Crescencio con la escopeta al hombro bajar las escaleras del granero. No reparó en nadie, ni en el vecino que estaba picando la guadaña debajo de un nogal. En un instante atravesó el pueblo. Aunque no era tiempo de caza nadie le dio importancia a los dos tiros que se oyeron. El cuerpo de Primitivo cayó junto a la mies recién segada.
 
La desgracia entró en la casa. La mujer amaba a Crescencio. Él la hacía feliz. De ese día en adelante la vida de la familia cambió por completo. ¿Cómo vivir sin sus caricias, sin su sudor, sin su fuerza? Lo llevaron preso a  la cárcel de Pamplona.

Pasado un mes, nació el niño. Le pusieron de nombre Jesús. Aunque parecía normal a medida que pasaron los años las taras quedaron a la vista. Aquel mismo invierno murieron el padre y la madre de Crescencio. Uno detrás del otro.  El pueblo fue cruel con la familia, hasta les prohibieron espigar las plantas  que se quedaban en los campos y en los caminos después de recogida la cosecha. Les robaron  las tierras. Quedaron en la pobreza total, hasta que se tuvieron que ir de pueblo en pueblo, de casa en casa en busca de caridad. En toda la tierra de Estella se les conoció como el tonto de Nazar y su madre.

13.  Vuelta al pueblo

El autobús de línea de Vitoria a Estella, Pinedo ha parado en Acedo. Lo he encontrado tal como lo dejé. Hasta la moza que estaba en la puerta del bar Montón me pareció que era la misma que estaba cuando cogí por última vez el tren para irme a América. Sin duda, se trataba de alguna hija o sobrina.
 
La escuela, la iglesia, el reloj de la  torre, el frontón, el palacio al lado de la plaza, hasta los árboles eran los mismos. Todo seguía igual. Como si no hubiese pasado el tiempo, como si de un mal sueño se tratase.
 
En la plaza, esperando al autobús había tres coches, un Renault 8 pintado de azul claro, un viejo Gordini de color crema y el taxi de Alberto. Un muchacho, el dueño del Renault se me acercó con la intención de llevarme al pueblo, luego supe que ese muchacho era el torcido de Ubago, un muchacho bonachón, de pocas palabras.
- ¿Vas al pueblo? Me dijo en el tono que casi ya tenía olvidado.
- Si, si, pero tengo bastantes bultos, cogeré el taxi.
Me hizo gran ilusión el ofrecimiento recibido. Casi con la emoción no fui capaz de agradecerle el gesto.
 
Después de colocar con cuidado las maletas y los bultos  hemos hecho los seis kilómetros de distancia entre Acedo y  Nazar.
- Vuelves para quedarte?
- Qué tal está la familia?
Pronto me di cuenta que Alberto, el taxista del valle, estaba bien enterado de las últimas noticias.
- Sí. He venido para quedarme. Desde que me fui no he tenido otra idea. Francisca, la mujer se me ha muerto hace cinco meses.

Ha sido emocionante contemplar los campos, el pueblo, la Sierra de Codés, San Gregorio... Tanto que no he podido reprimir unas cuantas lágrimas, especialmente cuando me ha venido a la memoria la figura de Francisca. Una sensacion de tristeza y emoción me ha asediado durante los siguientes minutos hasta llegar a la casa.

14.  El pueblo

Florencio. Estás igual.

Si así parece, pero no. Las piernas no me siguen, los pulmones no tienen fuelle. Te acuerdas del viejo matacas, pues así estoy yo.

Tú si que te conservas, bien. Tienes la figura de un cura. Las manos blancas, la piel tersa, el pelo bien cuidado y recortado.

No creas, todos tenemos lo nuestro. De todas maneras no nos podemos quejar. La cabeza, por lo menos, nos funciona de primera.

¡Mira el otro!

Algo tendremos que tener bien. ¿No? Refunfuñó Florencio.

Éste si que es el mismo Florencio de siempre, pensé para mí.

El que no se consuela es porqué no quiere. Siguió refunfuñando.

¿Te apetece un trago de agua?

Vale. Vamos.

¿Qué ha pasado con la vieja fuente?

La tiraron el año pasado. ¿No te gusta o qué?

¿Gustarme, pero es que hay alguien que le pueda gustar?

El Ayuntamiento se ha gastado un dineral.

¿El ayuntamiento dices? Habrá sido dinero del pueblo ¿No?

¡Qué chapuza! ¿Pero si esto se parece más a un depósito de agua?

Junto a la fuente, sentado estaba Benito. Nos quedamos en silencio el uno al frente del otro, serios, nos miramos fijamente a los ojos. Se echó a llorar, bajó la cabeza y se dio la media vuelta, sin decir palabra se alejó.

Físicamente no había cambiado mucho, alto, delgado, elegante. Pero, sin embargo, me ha parecido que tenía la mirada perdida. Mirada de tristeza, diría yo. Sin duda, no es el Benito que conocí.

De hace dos años aquí Benito no anda bien de la cabeza, me ha comentado Florencio, sin preguntarle nada.

La primera sorpresa me llegó al día siguiente. A las 9 de la mañana llegó Don Javier, el cura de Sorlada, en un coche nuevo y reluciente, ni entró en la iglesia sacó el hisopo y en menos de diez minutos esparció el agua bendita de San Gregorio a los cuatro puntos cardinales.

Las campanas de la iglesia se habían quedado mudas. Tan solo daban las horas. Ya no se tocaba al Ángelus, a oraciones, a nublado... El grupo de los hombres nos quedamos en las paletejas, delante de la iglesia. El reloj de la torre marcó las 10 tac, tac, tac, tac... Benito comenzó a gritar ¡Están tocando a muerto! ¡Están tocando a muerto! Nervioso iba de un lugar para otro.
¿Un cigarro?
Se acercó al instante Benito.
Trae, trae.
Consumió la mitad del cigarro en cuatro caladas. En un abrir y cerrar de ojos tenía la colilla medio apagada colocada en el labio derecho. Ver en esta situación a Benito me ha impresionado

Gerardo Luzuriaga

Comentarios

Excelente Blog la verdad me llama mucho la atención….Realmente es un placer leerte. Muy cierto todo el comentario. Son certeras cada una de tus palabras .
Saludos,

Anotado por: alain | 04/10/2007

Kaixo Alain, he visto tu blog y el vídeo que has colgado. Buenísimo. La música francesa siempre me ha gustado. Recuerdos desde esta parte del planeta.

Anotado por: Gerardo | 05/10/2007

Los comentarios son cerrados