Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

16/12/2008

Niñerías

 

 

El hijo mayor del pastor, que había llegado al pueblo hace unos meses, el que siempre andaba descalzo y con pantalones llenos de petachos, cogió una piedra y se la tiró a un gato negro tuerto, no antes de echar una mirada medio insultante y desafiante a los que estabamos al otro lado de la calle, el gato antes de que la piedra saliese de la mano de un salto se escondió en el zarzal junto al camino.

 

Nos encontrábamos los cinco niños del pueblo que teníamos menos de cinco años o recién cumplidos jugando al hinque en un lodazal de al lado del frontón, cuando de repente oímos el chirrido del carro de bueyes de Feliciano, que subía por la cuesta del carbón. Todos a una dejamos los hinques como estaban y nos dirijimos corriendo hacía el carro.  Al pasar junto a nosotros Felipe, no sin realizar un gran esfuerzo, logró subirse al carro, y poniéndose a pie juntillas logró llegar a lo alto de las camportas, cogío cinco racimos de uvas, y uno a uno nos lo fue echando desde el carro. En un santiamén se tiró del carro, sin que Feliciano que iba delante de los bueyes se diese cuenta de nada.

 

Grano a grano fuimos dando con las uvas que habíamos robado.  Cuando estábamos en esas se nos acercó la mujer de Feliciano a echarnos la bronca. Cualquier día de estos os va a suceder una desgracia, nos reprendió la mujer vestida toda de negro y que llevaba un pañuelo oscuro tapando el moño de la cabeza. Sin hacerle excesivo caso, nos encaminemos hacia la escuela a esperar a que saliesen los niños al recreo.  

 

No pasaron más de cinco minutos cuando se oyeron las pisadas y las carreras de los niños escaleras abajo. Félix fue el primero en salir, como si dentro del recinto le faltase el aire para respirar, detrás venían todos, también los de nuestra edad. Estuvimos con ellos la media hora de recreo, y una vez que volvieron a subir las escaleras oscuras de la escuela,  los cinco fuimos a intentar buscar los gatos recién nacidos a la casa de Pedro.

 

La casa de Pedro era grandísima. En la fachada principal tenía dos puertas de entrada, una para la casa y otra para el corral. Tenía tres pajares y otro corral contiguos a la vivienda, con puertas exteriores; pero que a su vez se comunicaban todas las dependencias desde la propia vivienda.  A decir verdad, no sabíamos por donde empezar a buscar; ya que los gatos aunque normalmente vivían entre nosotros en las dependencias habitadas, a la hora de tener las crías buscaban los lugares más escondidos y fuera de nuestro alcance.


Probemos en el pajar donde se guarda la trilladora, dijo Pedro.  Una vez atravesada toda la casa llegamos al otro extremo de la vivienda, tras una búsqueda de más de una hora por todos los rincones, nos dimos por vencidos, ya que antes de que nuestros hermanos llegasen a casa lo debíamos de hacer nosotros.  Al salir a la calle nos dimos cuenta que nuestra ropa estaba completamente sucia, aunque intentamos sacudirnos los unos a los otros, a más de uno nos castigaron sin salir por la tarde.

 

 

 

Por lo menos llegamos a casa antes que nuestros hermanos. Nada más llegar comenzamos a realizar las labores cotidianas que teníamos asignadas antes de que llegase padre,  llevar las vacas al abrevadero, limpiar las cuadras, bajar agua fresca de la fuente, traer la paja para las camas de las vacas, subir las berzas del huerto para los cerdos, a mí tocó poner la mesa. Para cuando llegó nuestro padre, ya estábamos todos en la mesa, también los abuelos, ya que nuestra madre los había traido de la sombra donde habían estado sentados casi toda la mañana.

Salimos todos de casa, bien peinados. Salí el tercero detrás del hermano mayor, a ver  si pasaba desapercibido, y a la madre se le olvidaba el castigo que me había puesto antes de comer. Para entonces nuestra madre ya tenía la cabeza en otros asuntos.


Felipe, Gerardo, Pedro, Alfredo y yo seguimos buscando los gatitos. He andado vigilando a la gata, nos dijo Pedro, pero que sepáis que los gatos son bastante más inteligentes que las personas. Ya sabéis que como barrunten algo, son capaces de llevarse los cachorros al monte, me ha dicho mi padre que no es la primera vez que lo ha hecho.  ¿Bueno, que os parece si miramos en el granero?

 

Era una gozada andar revolviendo en el granero de Pedro. Todos los graneros guardaban los secretos de las casas. Allí estaban bien guardadas las ropas viejas, camas antiguas, utensilios pequeños en desuso de la labranza, cencerros, collares... los chorizos y las morcillas colgadas en las latas, las tinajas de lomo y chorizo en aceite... allí también se guardaba el grano... También estaba el horno... Para cuando nos quisimos dar cuenta,  los hermanos de Pedro ya habían llegado de la escuela, con lo que cada uno nos fuimos lo antes posible hacía nuestras casas.

 


Cuando llegué a casa,  mi madre le dijo al hermano mayor, me ha parecido oír maullar a unos gatos recién nacidos en el rincón de la cocina vieja donde se guardan los sacos vacíos, al lado de la vieja alacena. Muy bien mama, le respondió nuestro hermano, en cuanto traiga la paja para los caballos  me encargo de ello. Pasado un cuarto de hora, apareció mi hermano con un saco vacío de trigo. Cogió los gatitos, los metió en el scao y salió de casa. Le seguí de cerca, sin que me viese, siguió hasta el cementerio, dio la vuelta por fuera, se escondió en la parte de atrás del muro, para volver de nuevo cinco minutos después con el saco vacío de nuevo.


A las ocho y media de la mañana nos despertó nuestra madre.  El que no vale para nada siempre dispuesto y el resto duerme que te duerme, murmuró mi madre al verme aparecer en la cocina. Venga, vete ahora mismo a la cama. !Qué vas hacer toda la mañana con este frío! Lavada la cara en la fregadera, el pelo bien remojado, y después de haber tomado un buen tazón de leche de cabra con sopas, y el pelo bien repeinado por nuestra madre salieron para la escuela todos los hermanos y hermanas. 

 

¿Mamá cuando podré ir a la escuela?

El año que viene, cuando cumplas seis años.

¿Tienes muchas ganas, O qué?

No, no, que va.

Cogí las zapatillas, y sin atar salí corriendo a la calle, a la vez que le decía adiós a la madre. ¿Pero a donde vas tan temprano? Me gritó mi madre, cuando ya estaba en la otra esquina de la calle. Voy a llamar a Pedro. Ven aquí, todavía no estará ni despierto. En balde, ya no oía los gritos de mi madre, ya que para entonces había dado la vuelta a la esquina y había comenzado a subir la cuesta hacía casa Pedro.

 

Cinco minutos después ya estabamos compitiendo con los corronchos y los ganchos por las calles.  Cualquier obstáculo – una piedra, un palo, una huella de caballo, vaca o cabra- era suficiente para que el aro se fuese al suelo, y tuviesemos que enganchar de nuevo el aro.

 

Por aquellos tiempos no pensábamos más que en nuestra chabola, todo el día andábamos de un lado para otro buscando aparejos para construirla.  Aquel día también, como otros muchos se quedó al mando de la casa nuestra hermana mayor, y aunque no tenía más que 12 años y tenía que ir a la escuela, eran muchos los días que no podía hacerlo. Aquel día también siguió al pie de la letra lo ordenado por nuestra madre.  Ayudado por el bastón y por nuestro hermano mayor sacó al abuelo al cobertizo, desde donde controlaba todo lo que ocurría en la calle. La abuela, como si notase la falta de su hija, aquel día andaba mucho más nerviosa que de costumbre, iba de un lugar para otro, repitiendo una y otra vez la misma frase. De vez en cuando se acercaba hasta la puerta del granero, la abría y ante la gran oscuridad que aparecía ante ella, volvía medio asustada de nuevo a la cocina.

 

Aquella misma tarde nos enteramao de que Tere y su familia se iban del pueblo para siempre a la ciudad. Aquel día la tristeza y la pena nos invadió.  Yo no me quiero ir, nos comentó Tere con las lagrimas en las mejillas, pero nuestra madre nos ha dicho que en este pueblo no tenemos porvenir alguno, que en la ciudad estudiaremos y seremos alguien en la vida. ¿Pero qué nos falta aquí? Tenemos de todo, somos felices... Los cinco dejamos las vendas, las tijeras, el alcohol y el resto del material que teniamos entre manos para sentarnos alrededor de Tere e intentar consolarla.

 

La despedida y la marcha de Tere y su familia fue un gran golpe, y no creo que solo para nosotros. De un día para otro dejaron la escuela 6 niños de la misma familia. Anque no fue esta la  primera familia que se iba del pueblo, nos  dejó un gran vacío, que nunca se llenó. De aquel día en adelante, por lo menos para nosotros, el pueblo no fue lo mismo, aunque no fuese más que por que todos teníamos presentes que un día u otro nos podía ocurrir lo mismo, y desde aquel día vivimos y tuvimos que soportar ese miedo.

 

¿Mamá, también nosotros nos iremos del pueblo?, le pregunté al día siguiente.

¿Tú también quieres irte, o qué?

No, no.

Tranquilo, hijo, por lo menos hasta que vivan tus abuelos no nos moveremos de aquí.  Si hasta aquel día había querido a los abuelos, y los había cuidado, de  aquel momento en adelante sus molestias y su quejas fueron mi mayor preocupación. Todos los días en las oraciones de la noche rezaba por ellos y por su salud. De todas maneras, la abuela teía una salud de roble, aunque de la cabeza no andaba bien; pero el abuelo además de tener una edad muy avanzada, pasaba de los 85, su salud estaba bastante resquebrajada.

 

La despedida de Tere fue muy triste, en aquellos días se acercaron una gran cantidad de tratantes, se llevaron los cerdos, los primales y el caballo, a Feliciano le vendieron las dos vacas, el burro y la mayoría de las herramientas de labranza las compró el padre de Pedro, las gallinas y los conejos se las regalaron a un tío soltero que se quedó en el pueblo, las dos cabras se las quedó el pastor. Las camas y los muebles de valor los medio  regalaron a un gitano de Logroño.

 

Tere cogió el autobús entre sollozos, el resto de los hermanos no parecía que estuviesen tan tristes. No se llevaron más que cuatro cajas de cartón y dos maletas hasta arriba atadas con cuerdas de atadora. Por lo que se ve todo lo que tiene valor en el pueblo en la ciudad no vale para nada,  o algo así le quise entender a mi padre en una conversación con Feliciano. A tere, le regalamos una pequeña piedra de yeso que cogimos en la yesera de Ceferino.  Se la guardó en la mano, mientras se le resbalaban unos lagrimones por la cara. Nos hizo prometer que cuidaríamos de Lur, su perro blanco.  Desde aquel día no se separó de nosotros, nos seguía a todos los lugares donde íbamos. Sin embargo, por las noches desaparecía para ir a dormir donde lo había hecho hasta entonces, en un cobertizo delante de la casa de Tere.

 


Gerardo Luzuriaga

Los comentarios son cerrados