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01/09/2009

Escuelas Pías

Todos los momentos del día vivíamos bajo el estricto control de los padres, verdaderos controladores. No existía ni un solo momento de libertad o tranquilidad, hasta por las noches se paseaban entre las camas hasta que nos dormíamos. Todos los actos del día estaban organizados de antemano. Veinte minutos para lavarnos la cara, los dientes y hacer la cama. Los tres cuartos de hora de la misa cotidiana, el desayuno, dos clases, recreo, otra clase, la comida, recreo de hora y media, otras dos clases, recreo de tres cuartos de hora, las oraciones de la tarde, estudio de una hora, el rosario, la cena, media hora de recreo, diez minutos para limpiarnos los dientes, las oraciones de la noche y a dormir.

 

Las clases se convirtieron en un infierno, debido a la escasa formación que traía del pueblo, con la primera evaluación llegaron los problemas. Los que no habíamos aprobado, las tardes del domingo nos las pasábamos castigados estudiando y limpiando las letrinas. La metodología tampoco me ayudó en exceso, ya que lo único que se potenciaba era la memoria, en detrimento de la lógica y el razonamiento. Las notas se asignaban  de acuerdo al puesto que se ocupaba en el círculo que se formaba para tomar las lecciones, con lo que la competitividad entre los alumnos era un arma potenciada  por los profesores.

 

Echábamos en falta el canto de los pájaros y los árboles del bosque. El paisaje del patio se parecía más a los patios de las cárceles que a un patio de colegio, con grandes muros de cemento que nos aislaban completamente  del mundo exterior. El único contacto que teníamos con la naturaleza era el paseo que cada dos semanas aproximadamente realizábamos por los alrededores, todos los alumnos en fila de a dos, sin poder salirnos para nada de la formación, algunas de las veces llegábamos carretera arriba hasta Bearin, los cursos mayores en contadas ocasiones iban a los Llanos a pasear entre los pinos, donde se les permitía correr durante unos minutos en libertad entre los pinos.  

Por fin llegaron  las vacaciones de Navidad, ya no faltaban más que tres semanas; para entonces ya conocíamos a todos los curas que nos rodeaban, también sus gustos y sus manías.  Con la llegada de las vacaciones se comenzo a agudizar la tensión, por el  miedo a ser expulsados del colegio. Nadie estaba seguro. La noche anterior pocos fueron los que pudimos dormir. Dos de nuestra clase fueron despedidos, uno el compañero de pupitre.  

 

El año seguía su curso, llegó Semana Santa con sus misas y sermones en los que no dejaban de recordarnos de la existencia del mal y del infierno, con lo que nos tenían en  vilo y en un estado de incertidumbre donde a todos nos parecía que estabamos en pecado. Llegaron los exámenes finales, por aquellos tiempos los realizábamos en el Instituto Principe de Viana de Iruñea. Sin problema alguno aprobamos la mayoría con notas increíbles, para el 7 de junio ya estábamos en el pueblo.

 

Para entonces los curas ya nos habían moldeado a su gusto. La mayoría ya habíamos interiorizado los consejos y las palabras mil veces oídas a los curas. Habíamos sido elegidos por el Señor para ser los salvadores del mundo, el Señor había echado las redes al mar y nosotros habíamos sido los elegidos. No podíamos fallar al Señor, no existía pecado más grave que contradecir los designios del Señor.

 

Sin darnos cuenta llegó el 3 de octubre. De nuevo atravesamos la puerta de barrotes de hierro. Así pasamos los años, sin cambios reseñables, a excepción de dos detalles, la desaparición del  tren que unía Estella con  Malzaga, y que de año en año el número de alumnos de clase iba disminuyendo, bien porque alguno se iba o más  bien porque eran expulsados.

 

Gerardo

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