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27/09/2017

Pequeñeces (XI)

Aquella misma tarde nos enteramos de que Tere y su familia se iban del pueblo para siempre;  nadie volvía si no era por  vacaciones. La tristeza y la pena nos invadieron. Yo no me quiero ir, nos comentó Tere con las lágrimas en las mejillas, pero nuestra madre nos ha dicho que en este pueblo no tenemos porvenir alguno, que en la ciudad estudiaremos y seremos alguien en la vida. ¿Pero qué nos falta aquí? Tenemos de todo, somos felices... Todavía recuerdo ese día, estábamos jugando a médicos. Dejamos las vendas, las tijeras, el alcohol y el resto del material que teníamos entre manos para sentarnos alrededor de Tere e intentar consolarla.

La despedida y la marcha de Tere y su familia fue un gran golpe, y no creo que solo para nosotros. Recientemente seis niños de la misma familia habían dejado  la escuela.  El pueblo se iba despoblando, su ida nos dejó un gran vacío. Aquel día marcó nuestras vidas,  aunque no fuese más que porque todos teníamos presentes que un día u otro nos podía ocurrir lo mismo, ese miedo vivió con muchos de nosotros durante la niñez.

¿Mamá, también nosotros nos iremos del pueblo?, le pregunté al día siguiente.

¿Tú también quieres irte, o qué?

No, no.

Tranquilo, hijo, por lo menos hasta que vivan tus abuelos no nos moveremos de aquí. Si hasta aquel día había querido a los abuelos, y los había cuidado, de aquel momento en adelante sus molestias y sus quejas fueron mi preocupación. Todos los días en las oraciones de la noche rezaba por ellos y por su salud. Y especialmente cuando rezábamos el rosario, siempre pedía a Dios por la salud de los abuelos. De todas maneras, la abuela presentaba una salud de roble, aunque de la cabeza no andaba bien; pero el abuelo además de tener una edad muy avanzada, pasaba de los 85, su salud estaba bastante resquebrajada.
 
La despedida de Tere fue muy triste, se acercaron los  tratantes, se llevaron los cerdos, los primales y el caballo, a Ceferino le vendieron las dos vacas, y el burro. La mayor parte de las herramientas de labranza las compró el padre de Pedro, que también se llamaba Pedro, las gallinas y los conejos se las regalaron a un tío soltero que se quedó en el pueblo, las dos cabras se las quedó el pastor. Las camas y los muebles de valor los medio regalaron a un gitano de Logroño.

Tere cogió el autobús entre sollozos, la hermana pequeña ni se enteró,  no parecía que estuviese tan triste. No se llevaron más que cuatro cajas de cartón y dos maletas llenas a rebosar,  atadas con cuerdas de atadora. Por lo que se ve todo lo que tiene valor en el pueblo en la ciudad no vale para nada, o algo así le quise entender a mi padre en una conversación con Ceferino. A Tere, le regalamos una pequeña piedra de yeso que cogimos en la yesera. Se la guardó en la mano, mientras se le resbalaban unos lagrimones por la cara. Nos hizo prometer que cuidaríamos de Lur, su perro blanco. Desde aquel día no se separó de nosotros, nos seguía a todos los lugares donde íbamos. Sin embargo, por las noches desaparecía para ir a dormir donde lo había hecho hasta entonces, en un cobertizo delante de lo que fue su casa.

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