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04/10/2005

El pueblo

Idéntica impresión he sentido al saludar a Felipe y Florencio... al visitar los lugares recorridos en la niñez y especialmente al reencontrarme con los sitios que había compartido con Francisca en los años jóvenes.

¡Qué alegría, encontrar todo tal como lo dejé, tal como lo imaginé durante estos últimos años desde la distancia! Los caminos, los pedruscos, los árboles, las fuentes, los setales. ¡Todo igual!

Florencio. Estás igual.

Si así parece, pero no. Las piernas no me siguen, los pulmones no tienen fuelle. Te acuerdas del viejo matacas, pues así estoy yo.

Tú si que te conservas, bien. Tienes la figura de un cura. ¡Cabrón! Las manos blancas, la piel tersa, el pelo bien cuidado y recortado.

No creas, todos tenemos lo nuestro. De todas maneras no nos podemos quejar. La cabeza, por lo menos, nos funciona de primera.

¡Mira el otro!

Algo tendremos que tener bien. ¿No? Refunfuñó Florencio.

Éste si que es el mismo Florencio de siempre, pensé para mí.

El que no se consuela es porqué no quiere. Siguió refunfuñando.

¿Te apetece un trago de agua?

Vale. Vamos.

¿Qué ha pasado con la vieja fuente?

La tiraron el año pasado. ¿No te gusta o qué?

¿Gustarme, pero es que hay alguien que le pueda gustar?

El Ayuntamiento se ha gastado un dineral.

¿El ayuntamiento dices? Habrá sido dinero del pueblo ¿No?

¡Qué chapuza! ¿Pero si esto se parece más a un depósito de agua?

Junto a la fuente, sentado estaba Benito. Nos quedamos en silencio el uno al frente del otro, serios, nos miramos fijamente a los ojos. Se echó a llorar, bajó la cabeza y se dio la media vuelta, sin decir palabra se alejó.

Físicamente no había cambiado mucho, alto, delgado, elegante. Pero, sin embargo, me ha parecido que tenía la mirada perdida. Mirada de tristeza, diría yo. Sin duda, no es el Benito que conocí.

De hace dos años aquí Benito no anda bien de la cabeza, me ha comentado Florencio, sin preguntarle nada.

La primera sorpresa me llegó al día siguiente. A las 9 de la mañana llegó Don Javier, el cura de Sorlada, en un coche nuevo y reluciente, ni entró en la iglesia sacó el hisopo y en menos de diez minutos esparció el agua bendita de San Gregorio a los cuatro puntos cardinales.

Las campanas de la iglesia se habían quedado mudas. Tan solo daban las horas. Ya no se tocaba al Angelus, a oraciones, a nublado... El grupo de los hombres nos habíamos quedado en las paletejas, delante de la iglesia, comentando el cambio de vida experimentado en el pueblo cuando el reloj de la torre marcó las 10 tac, tac, tac, tac... Benito comenzó a gritar ¡están tocando a muerto! ¡Están tocando a muerto! Nervioso iba de un lugar para otro.
¿Un cigarro?
Se acercó al instante Benito.
Trae, trae.
Consumió la mitad del cigarro en cuatro caladas.
Mejor harías en dejar de fumar. Me dijo Florencio de malas maneras.
¿Cuántas veces te he dicho que he dejado de fumar?
A ti tampoco te hace nada bien, y no digamos a este energúmeno.
Perdona, perdona. Se me había olvidado que habías dejado de fumar. Un día de estos dejaré yo también de fumar.
Benito para entonces ya tenía la colilla del cigarro medio apagada en el labio derecho. Ver en esta situación a Benito me ha impresionado

Gerardo Luzuriaga


 

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