Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

22/01/2009

Niñerías (IV)

Con el comienzo del nuevo curso los tres amigos inseparables y de la misma edad – Felipe, Pedro y Alfredo- con Encar, Maria Jesús, Alfonso y Mikel, un año o dos años más jóvenes que nosotros nos preparamos para la primera comunión. Aquel día se acabó la libertad e independencia. La ilusión con que comenzamos, no duró más que los cuatro primeros días, al quinto no resistíamos más, especialmente Felipe y yo. No Había manera de aprenderse de memoria lo que el cura nos repetía una y otra vez. Después de la escuela, debíamos de estar en el pórtico esperando a don Javier con la ropa y las manos limpias. Y con la doctrina del día anterior bien aprendida, ya que el menor despiste, o algún olvido equivalía a recibir un pellizco difícil de olvidar. Por fin llegó mayo, e hicimos la primera comunión. Y más tarde las vacaciones. Y algo más tarde, casi de seguido la vuelta a la escuela.

 

Con la llegada de las lluvias, a primeros de octubre cruzamos de nuevo la puerta chapeada de hierro de la escuela. Un día lluvioso de aquel octubre a Felipe y a mí se nos ocurrió no aparecer por el catecismo. El cura mandó al resto de los chavales en nuestra busca, en vano, no fueron capaces de dar con nosotros, aunque recorrieron todos los rincones del pueblo. Don  Javier furioso  llamó a nuestras madres, para ponerlas al tanto de nuestra trastada. A la hora de cenar, nuestro padre me mandó a la cama sin cenar, no antes de echarme una gran bronca y darme dos buenos sopapos. A la vez que me dijo espero que sea la última queja por parte del maestro o del cura. Llorando me fui a la cama.

 

El siguiente día don Javier ya estaba esperándonos en la puerta de la iglesia, nada más llegar, sin mediar palabra, me dio una bofetada con la mano abierta, que me tiró al suelo, me levantó de las orejas, y así me llevó hasta la sacristía, donde estaba sentado, blanco como la pared y sollozando Felipe. La doctrina con sangre entra. Y bien que nos entró de aquel momento en adelante.

 

Por aquellos días, la abuela estaba más alterada que de costumbre, desde que se puso la electricidad en el granero, subía a todas las horas a dejar comida y a charlar con su hijo que solo existía en su mente. A veces le seguía agazapado detrás de ella, medio escondido para escuchar sus conversaciones. Manuel, sal que no hay nadie en casa, es de noche, en la calle tampoco anda nadie, y la puerta de la calle está bien cerrada, decía en voz baja para que nadie le escuchase. Come este jamón y bebe un trago de vino. Sal tranquilo, y siéntate un rato a mi lado. ¡Pero que delgado estás!, toma come y bebe un poco.

 

Me faltó el tiempo para preguntar a mi madre a ver quién era el tal Manuel. Me dijo que así se llamaba el hermano menor de mi padre, que había sido asesinado en la guerra civil.

 

¿Dónde lo mataron?

Es mejor no revolver esos asuntos. Me dijo seriamente. Un día, te enterarás de  todo. Pero todavía eres un niño. ¿Te han dicho algo tus amigos, oh?

No, no. Esta tarde le he oído a la abuela en el granero, llamar una y otra vez a Manuel.

Pobre abuela.

 

Al día siguiente intenté sonsacarle algo a la abuela. Imposible. ¿Abuela, donde está Manuel?

¿Manuel?, ¿Qué Manuel?

Manuel, Manuel repitió, siguiendo la misma retaíla de siempre, para seguir repitiendo una y otra vez las mismas frases de siempre sin sentido aparente alguno, sin callar ni un solo momento, era capaz de hablar y hablar durante horas y horas cosas incongruentes y sin relación alguna.

Gerardo Luzuriaga

Los comentarios son cerrados