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30/01/2009

Un cura

En la segunda mitad de febrero, recién cumplidos los ocho años, experimentamos la llegada del inspector a la escuela. La maestra estaba nerviosa, rondaría ya los 68 años, y aunque a pesar de que llevaba como maestra del pueblo más de cuarenta, se le veía muy intranquila. Aquellas dos semanas nos trató con una paciencia, y hasta con un cierto cariño que no era habitual. También nosotros no nos comportamos como de costumbre, sino que había un silencio y una tranquilidad que tampoco era lo habitual. Un martes a las 10 de la semana se presentó un hombre alto de unos 55 años, lo que más nos llamó la atención fue su bigote y el maletín negro que llevaba en la mano. Estuvo unas dos horas en la escuela, nos hizo unas cuantas preguntas, y como vino se fue. El caso es que este año fue el último que dio clase la maestra, ya que no le dejaron continuar al año siguiente, ya que al finalizar el curso, llegó una carta al ayuntamiento notificando su sustitución.

 

Pasados unos dos meses, se acercó por la escuela un cura escolapio. Llegó con un automóvil rojo. Un cura también alto, delgado, de piel blanca, de manos largas y blancas, con una nariz puntiaguda, y de un hablar suave y tranquilo. No tendría más de 35 años. Nos reunió a todos los niños de 8 años hasta los 10 en la iglesia, nos tuvo más de dos horas contando las maravillas del colegio que tenía la Orden en Estella, nos entretuvo con anécdotas, y también mencionó la importancia de la cultura para salir del ambiente cerrado de los pueblos. Nos entusiasmo todo lo oído. Luego pasamos uno por uno a hablar personalmente con él. Salimos con los bolsillos llenos de caramelos, y al despedirse nos regaló tres balones de plástico duro.

 

Nos quedamos tan ilusionados con las maravillas que nos contó y también con su forma de tratarnos, que Pedro, Felipe y yo, los tres a la vez nos comprometimos a ir el año siguiente de postulantes al colegio. Es decir que nos apuntamos al seminario para curas. Contento volvió Julián Lara, que así se llamaba, al colegio una vez que había conseguido convencer a tres niños par convertirse en futuros curas.

 

Desde aquel día en adelante el pueblo, y especialmente nosotros, ya no fuimos los mismos. Este cura con cara de santo, del pueblecito de Madrigal del Monte, de la provincia de Burgos,  consiguió cambiar el pueblo en una sola mañana. Los balones consiguieron separar a las chicas de los chicos. Desde par de mañana los chicos no pensábamos más que en le dichoso balón. Dejamos de jugar y andar todos juntos. Las niñas iban por un lado y nosotros por otro. Hasta el juego de la pelota lo adaptamos como campo de futbol, preparamos dos porterías y todo. Olvidamos a Retegi, Txitxan, Azkarate y comenzamos a idolatrar a Zoko, Gento, Amancio, Pirri. Nos hicimos todos del Madrid.

 

Nuestros hermanos mayores siguieron jugando a la pelota. Los domingos después de misa, una vez jugados los partidos oficiales, seguimos jugando al punto, pero sin el mismo interés que lo hacíamos anteriormente, además de que este era el único momento en que empleamos el juego de pelota para jugar a pelota.

El fútbol fue nuestra pasión, a decir verdad, los únicos que se salvaron y aborrecieron el fútbol desde el primer día fueron: Félix, Jabier, Bego y Balen, que siguieron con las mismas costumbres de siempre, y gracias a ellos sabemos lo que sabemos…

 

Gerardo Luzuriaga

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