Ok

By continuing your visit to this site, you accept the use of cookies. These ensure the smooth running of our services. Learn more.

21/07/2009

ESTELLA

De nuestros amigos y amigas mayores aprendimos todo lo que sabemos hoy. Anduvimos junto a ellos vigilando los pájaros, barruntando donde ponían sus nidos, donde iban a beber agua, conocimos sus costumbres y su forma de volar. Controlábamos todos los árboles, bojarrales y zarzales de los alrededores del pueblo, igualmente de ellos aprendimos a distinguir todos los pájaros tanto por su plumaje, como por su vuelo, como por sus cantos.

La segunda semana de agosto, un martes, Felipe, Pedro y yo recibimos una carta de las Escuelas Pías de Estella. Una carta oficial con el sello de los Escolapios en la cabecera, donde nos anunciaban que habíamos sido admitidos en el colegio para cursar los estudios. Padre leyó en alto para toda la familia aquella carta mecanografiada. Mientras padre leía la carta toda la familia tenía puesta la mirada y la antención en mi, como si de algo importante se tratase. La abuela también tenía clavada la mirada en mi.

Dos semanas más tarde llegó otra carta, en la que se detallaba que es lo que debería llevar para el curso. Dos pares de mudas, dos pantalones, dos camisas, ropa nueva para los días de fiesta, unas zapatillas y zapatos, un jersey y dos batas  de rayas azules y blancas, los cubiertos marcados con mis iniciales. Padre nada más comenzar a leer esta carta me la pasó para que se la leyera a madre, sin darle más importancia.

Una de los últimos párrafos acababa con que el 28 se septiembre, jueves, deberíamos ingresar en el colegio. Cuando llegó el día cogimos la estellesa en Nazar y con nuestros padres llegamos a Estella, fuimos andando y en completo silencio durante los escasos 200 metros que hay de la estación de autobuses a la puerta de rejas de hierro del colegio, en la puerta de los barrotes de hierro nos dio la bienvenida un cura joven con pinta de viejo, que llevaba unas gafas oscuras,  en el pueblo no estabamos acostumbrados a ver este tipo de personas, de piel blanca, de gran frente, el pelo peinado a raya a un lado, mojado como los niños de siete años del pueblo cuando los mandaban las madres a la escuela. Era el padre Félix, el cual nos atendió amablemente.

Una vez cerrada la puerta de rejas atravesamos el patio, lleno de niños de nuestra edad, todos serios y en silencio clavadas sus miradas en los nuevos postulantes, es decir en nosotros tres, Felipe, Pedro y yo. Aunque habría unos 200 niños el silencio era sepulcral, atravesamos por un jardín muy bien cuidado en el que con el seto se habían modelado las figuras de varios animales.

El padre Félix nos acompañó hasta el dormitorio, una habitación corrida para 200 niños, una cama junto a la otra, separada por unas tristes mesillas de noche. El padre Félix nos distribuyó por el dormitorio, a  Felipe lo dejó a la entrada del dormitorio, a Pedro le adjudicó una cama hacía el centro de la sala y a mí me llevó hasta el otro extremo del dormitorio, en un rincón al lado de su habitación cerrada. Cuando me dispuse a hacer la cama, un estruendo removió todo el dormitorio, luego supimos que era la entrada del tren  Vasco-Navarro que unía Malzaga con Estella que tenía las vías junto al colegio.

Le costó llegar la noche a aquel primer día, igualmente costó que amaneciese, casi no pude dormir, en un dormitorio junto a doscientos niños, cabeza con cabeza. Por fin a eso de las seis y media el padre Félix recorrió los pasillos dando palmadas, con lo que nos levantamos todos a la vez, y nos dirijimos a los lavabos con la intención de lavarnos un poco la cara y peinarnos, una vez hecha la cama nos pusimos en fila y nos llevaron a misa.

El siguiente día, y también los siguientes días fueron interminables e insoportables. Felipe, Pedro y yo pasábamos todos los recreos juntos, no nos separábamos para nada, hasta que un padre de los que estaba dando vueltas por el patio se nos acercó y nos prohibió seguir los tres juntos. Con una sonrisa y unas dulces palabras nos recomendó que nos separásemos y nos pusiésemos a jugar con el resto de niños.

Pasados diez días comenzaron a llegar niños algo mayores de los cursos superiores, primero llegaron los de primer curso, luego los de segundo y por fín los mayores de tercer curso. El ambiente cambió por completo. El patio se convirtió en un enjambre de niños ruidosos y gritones. Alrededor de 400 niños de todos los pueblos de alrededor nos juntamos en el Colegio de Estella. Comenzaron también a verse nuevos curas, a cada cual más desagradable.

Felipe desde los primeros días no era el mismo, Pedro y yo tampoco eramos los mismos niños del pueblo, pero el caso de Felipe era distinto. No podía en ningún momento apartar la tristura, la melancolía y la morriña. La tristura se le había metido hasta dentro, había momentos en que no era capaz ni de articular palabra, la depresión le carcomía.  No pensábamos más que en la forma de volver al pueblo, en la familia, en todo lo que habíamos dejado en el pueblo, en los animales, hasta recordar los lugares eran motivos de tristeza. Logramos reunirnos en un recreo en un rincón del patio, con el fin de plantear la huida. Nos pusieron en clases distintas aunque todos estábamos en el curso de ingreso. Felipe cada día podía soportar menos el ambiente enclaustrado del colegio. A la segunda semana, un miércoles,  no lo vimos a la primera hora del recreo, pensamos que se habría quedado castigado sin salir al patio; pero tampoco apareció en el segundo recreo. Y a la hora de la comida como su sitio estaba vacío se me acercó el padre Félix para indagar que sabía sobre Felipe. Inmediatamente nos envío a Pedro y a mi donde el rector, donde el padre Santiago, un cura que justo nos sobrepasaba en estatura. Sin saludarnos nos preguntó donde estaba Felipe. Después de darnos dos sopapos, y de amenazarnos con que al día siguiente estaríamos con Felipe en el pueblo de no ser verdad lo que decíamos nos mandó directamente a barrer la iglesia y la sacristía, mientras el resto de alumnos salían al patio.

Al día siguiente Pedro y yo tuvimos la tentación de coger el mismo camino que había tomado Felipe; pero no nos atrevimos, el panorama que teníamos en casa  a la vuelta no se presentaba nada halagüeño, lo teníamos claro que aunque el ambiente del colegio era insoportable, el miedo a lo que nos dirían nuestros padres, y el castigo que nos iban a poner no nos dejó alternativa alguna. Agradecimos que Felipe no hubiese contado con nosotros para irse, y que no nos hubiera implicado en el plan.  

Gerardo Luzuriaga

Los comentarios son cerrados