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20/01/2010

Nevadas (II)

Recién cumplidos los ocho años, a primeros de noviembre  comenzó a nevar desde el amanecer, ya por la mañana a la salida de la escuela tuvo que venir nuestro hermano Juanantonio a por Javi y a por mí. Para las doce de la mañana ya había unos 15 centímetros de espesor. A pesar de que la casa más distante no se encuentra ni a 150 metros, a la tarde no fuimos nadie a la escuela, ya que la maestra “la Resure” era de edad avanzada y decidió darnos fiesta.

 

Siguió nevando y nevando todo el día, el día siguiente, el siguiente y el siguiente, y también el siguiente. Según decían nunca se había visto una nevada semejante.

 

Para desilusión de los niños y niñas desde el primer día, no sé a quién se le pudo ocurrir hacer  una senda desde la casa de la maestra a la escuela, pero el caso es que al día siguiente allí apareció la Resure sin problema alguno, con lo que no nos quedó más remedio que acudir todos los días al calvario de la escuela.  La nieve nos llegaba hasta la cintura, era divertido andar por las calles. Fueron unos días especiales. El temporal duró por lo menos diez días.  Fueron unos días especiales, como lo eran todos los días que nevaba. Se respiraba un aire de sosiego y tranquilidad. La blancura, la claridad y brillantez que causaba la nieve, unido al silencio y el frío nos hacía imaginarnos en un espacio extraño y a la vez encantado.

 

Mi hermano y yo, por aquellos días inventamos un artilugio para cazar los gorriones que pululaban por los alrededores.  Con una criba, un palo, un puñado de trigo y un lazo largo construímos una trampa. El artilugio estaba bien pensado, aunque no tuvimos el éxito esperado.  El primer paso consistía en echar unos cuantos granos de trigo en el cemoral del huerto del tío Epi, luego colocar el palo que sostuviese medio cerrada medio abierta la criba, y luego esperar a que viniesen el máximo número de gorriones a picotear los granos de trigo, cosa que si ocurría, pues ya a los cinco minutos había alrededor del montón de trigo una veintena de  pajarillos picoteando. Otra cosa muy distinta es que una vez que estirábamos del lazo desde la ventana de nuestra casa, debajo de la criba quedase algún pajarillo, ya que al mínimo ruído huían despavoridos, y las primeras veces siempre nos fallaba alguna cosa o el palo no bajaba lo suficiente y entonces los pocos gorriones que habían quedado atrapados escapaban para cuando bajabamos, o unos segundos antes de estirar de la cuerda levantaban el vuelo por arte de magia, o, o… El caso es que pasábamos horas en este y otros entretenimientos similares, pero no lográbamos cazar ninguno. Ya que si las primeras veces fallabas, ya podías estar toda la tarde que los pajarillos comían los granos, pero al menor resquicio de peligro desaparecían del femoral, para volver eso sí, a los dos minutos.

No había un solo lugar donde no estuviese helado. Los churros de hielo que se habían formado en los aleros de los tejados sobrepasaban el metro de largo y algunos de una anchura considerable, el abrevadero y los pozos de regar estaban helados, al igual que una pila grande donde se recogía el agua de los canales, que ni con el pico éramos capaces de atravesar. Tuvieron que pasar unos cuantos días para poder romperlo, cuando por fin fuímos capaces de hacer un  boquete los trozos de hielo tenían por lo menos 7 centímetros de grosor.

Se trataba de días especiales, en que la nieve se veía como un rey provecho para el resto del año. No sólo los niños vivíamos estos largos días con ilusión, también los mayores agradecían estos días de menor ritmo laboral. Se veían como días provechosos para la salud, las cosechas y también como una necesidad para que las abundantes fuentes repartidas por los campos no se agostasen en verano.

No existía necesidad de salir del pueblo, nadie estaba preocupado por las carreteras, era otro ritmo de vida, difícil de entenderlo hoy día. En estos días se aprovechaba para realizar las labores de casa que no se llevaban a cabo durante el resto del año. Estas nevadas daba ocasión para ver a los hombres merodeando por la casa, de un sitio para otro sin rumbo fijo, de la cocina al granero, del granero a la cuadra, de la cuadra al pajar, del pajar a la bodega. La mayoría buscaba chapuzas en que matar el día. Pocas eran las ocasiones en que toda la familia se encontraba en casa, especialmente los hombres.

Las labores se realizaban sin prisa, como si se hiciesen por hacer, en las que los niños éramos tan protagonistas como los mayores. Bien fuese encalar la simiente para la siembra, preparar los sacos para la molienda, limpiar algún alhorín del granero, arreglar alguna puerta de las porcigas o algún pesebre de los ganados. Siempre había algo que reparar.

Ell echar de comer a los animales se convertía en una tarea especial, lo que habitualmente se hacía en unos segundos, en estos días de nevadas, se convertía en un ritual, en el que tanto los mayores como los niños permanecíamos horas viendo como las cabras se comían la manada de alholva, los conejos el puño de lechocinos, o los cerdos las berzas.

Los niños y niñas también disfrutabamos de lo lindo, concretamente en esta nevada que duró días y días, después de pasar horas jugando con la nieve, tirándonos bolas, echándonos por las cuestas, que no haciendo muñecos, no recuerdo nunca haber hecho ningún muñeco en los tiempos de juventud, nos reuníamos la mayoría de los niños y niñas en un pajar a contar historietas y otras cosas.

Gerardo Luzuriaga

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