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20/10/2015

Gabino (3)

  1. Adolescencia (en este capítulo se cuenta una época de la adolescencia de los dos protagonistas Gabino y Francisca, dos jóvenes de un pueblo pequeño y rural)

Recién cumplidos los 8 años esperaba con impaciencia que diesen las 8 de la mañana, para con las primeras campanadas salir corriendo para la parroquia. Entre el primer toque y el segundo preparábamos las ropas de celebrar misa del párroco, y las nuestras de los monaguillos. Coincidiendo con el segundo toque de campanas las chicas ya se habían sentado en  los primeros bancos del lado derecho de la iglesia, el que correspondía a las mujeres.

Entre el segundo y el tercer toque los monaguillos ya vestidos con la túnica blanca y el cíngulo rojo salíamos una y otra vez de la sacristía al altar, o al coro con cualquier excusa. Todo valía con tal de intercambiar una mirada con las chicas, salíamos a encender las velas, o  las luces, cambiar las flores del lugar, llevar las vinajeras, preparar el libro de lecturas, alisar un paño… Cualquier pretexto era buena disculpa para cruzar la mirada con Francisca, sentada siempre en la esquina más de la derecha del primer banco de la derecha, el lugar más cercano de la sacristía. Eran momentos especiales.

Estos momentos antes de la misa, y especialmente los de la comunión se fueron convirtiendo en instantes sagrados e inolvidables. Sobre todo, en el momento de colocar la patena sobre el pecho de Francisca. Sin duda fueron estos pequeños guiños de juventud, repetidos  semanalmente los que crearon un halo de mutua complicidad.

Fue con 12 años, cuando noté que estos coqueteos con Francisca, también eran  correspondidos por ella, la primera vez ocurrió  en el portal de la escuela, medio oscuro y la puerta medio cerrada,  un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, estaba ensimismado con la presencia y la mirada de Francisca, que ni reparé que llegaba la  maestra. Al despedirnos  me pareció intuir una sonrisa pícara en el rostro de Francisca, que perduró en la memoria bastante más que aquella tarde.

Desde aquel día esas miradas comenzaron a crear nuevas sensaciones.

Tendría unos 16 años, todavía con pantalón corto, cuando le pedí baile por primera vez, no sin dudarlo varias veces y la extrañeza de sus amigas. ¡Pues no era normal que una Aranaz bailase con un hijo del Carbonero!

  • ¿Francisca, bailas?

  • Sí.

Sólo el simple roce de las manos me hizo recorrer un suave escalofrío de arriba abajo.

  • No sé bailar, me comentó.

  • Tranquila, yo tampoco. Mueve las piernas, haz lo que yo haga.

El baile no duró mucho, pero fueron momentos inolvidables. Uno-dos, uno-dos, vuelta, dos pasos.

Gerardo Luzuriaga


 

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