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26/10/2015

Gabino (5)

  1. Mayorazgo (Benito)

Paula, hermana de Gabino, siguió los pasos de su abuela y su madre, anteriores sirvientas en casa de Primitivo. A pesar, de que pasaba más tiempo en ella que en la suya propia, nunca tuvo la confianza suficiente y hasta le daba cierto respeto andar por ciertas zonas. Paula nunca se acostumbró a la oscuridad, los ruidos y los misterios de aquella mansión;  por lo menos contaba con diez habitaciones, aparte de bodega, y horno de pan, varios corrales, pajares y graneros anexos a la vivienda.

Un día como cualquier otro cualquiera cogió el candil que estaba colgado del gancho detrás de la puerta, encendió la mecha, echó un poco de aceite y se dirigió a un granero en busca de avena para el ganado. Atravesó el oscuro y largo pasillo en dos zancadas, sintió una sombra tras ella, contuvo la respiración todo cuanto pudo; en balde, cada vez sentía más cercana la presencia  de aquel extraño.

Las llamaradas alargadas del candil se entremezclaban con los suaves rayos de la luna que hacían que los muebles del pasillo pareciesen fantasmas en movimiento. Sintió los dedos sujetándole el extremo de la falda, se dio la vuelta y no era otro que Primitivo, el señor. Se tranquilizó.

Los anocheceres se fueron haciendo cada día más largos, tan solo en contadas ocasiones se alejaba de las habitaciones habitadas, aunque a veces se le hacía imprescindible salir a los corrales, bodega o graneros adosados a la vivienda principal, lo cual lo hacía siempre a regañadientes, e iba por los pasillos corriendo y sin atreverse a mirar hacia atrás.

Paula no era la única criada. Había épocas en que hasta 8 peones,  dos criadas y la cocinera trabajaban  en la casa.

Un día de febrero en que amaneció lloviendo, y no paró en todo el día, Benito, el hijo de Primitivo llegó del monte completamente empapado, se dirigió directamente a la cocina vieja con la intención de calentarse y secarse la ropa mojada, allí encontró agachada de espaldas a Paula avivando el fogón.  Se le marcaban las formas redondeadas a través de la tela de la falda. Benito no pudo apartar la mirada a las curvas redondeadas del cuerpo joven y esbelto de la criada.

Justo ese fin de semana, en la tarde-noche del sábado los mozos hicieron mención a la belleza espectacular de Paula, seguro que no era la primera vez que hablaban en la taberna de Paula ante Benito, pero a éste así le pareció, hasta el punto que la conversación le hizo sentirse en cierto modo celoso. 

 Al día siguiente se encontró con Paula en la cuadra. 

-Hace calor hoy.  ¿Eh?

-¿A dónde vas?

- Al tendedero a colgar la ropa.

-¿Has lavado el buzo azul?

-Sí, ahora voy a tenderlo.

-¿Tendrás  tiempo para ayudarme a llenar unos sacos de cebada para llevar a moler?

 Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Ya tenía el sí en los labios cuando Benito aprovechó para pasarle el brazo sobre el hombro. Paula con un movimiento rápido, se soltó  para ir en busca de sacos vacíos. A los dos minutos apareció con 12 sacos sobre el hombro, caminaba delante, moviendo las caderas. Sin prisa, medio en silencio.

Ya habíamos llenado y atado  6 sacos cuando se oyeron voces de dos peones que venían a realizar el mismo trabajo.

     -Buenos días, Benito.

     - Nos ha mandado Primitivo a preparar unos sacos para moler. Comentaron mientras miraban maliciosamente a la pareja.

La tarde del mismo día coincidieron de nuevo  en el salón. Hacía un bochorno insoportable, en el salón  semi oscuro  se sentía la frescura que no había en el exterior. Benito se acercó a Paula y se sentó a su lado, con lo que consiguió una sonrisa complaciente de la muchacha, aunque al instante se levantó del banco corrido en que estaba remendando un calcetín para dirigirse a la fregadera a lavar unos cacharros que habían quedado  de la comida en el pozo de la fregadera.

8 de abril, serían las 11 de la mañana cuando Benito volvió del campo en busca de más patatas para sembrar. Nada más atravesar la puerta del patio se encontró con Paula que estaba echándole de comer al perro atado junto al portalón principal. Le pareció más guapa que nunca, Paula llevaba aquel día el pelo negro suelto que la hacía más juvenil.  

Acarició al perro, y agarrando por la cintura a Paula le acercó su cara. Paula sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de arriba abajo.

  • Ayúdame a partir estas patatas. Las tengo que llevar a la pieza lo antes posible. Necesitamos unos veinte kilos  más por lo menos.

 Paula sin decir nada, se fue en busca de un cuchillo. Benito le siguió con la mirada. Se sentaron frente a frente en dos taburetes pequeños. Benito agarró  suavemente a Paula por el hombro y la tiró al suelo. Sin perder tiempo le bajó las bragas, le apartó las piernas y se puso encima. Se abrazaron  y besaron.

 Paula oyó unos pasos de mujer. Unos instantes después le pareció oír cómo se alejaban, tan suavemente como había llegado. 

Benito intensificó los movimientos hacia adelante y hacia atrás. Paula tan pronto como sintió la humedad en su cuerpo, extendió los brazos y de un golpe apartó a Benito de encima, para dejarlo tumbado boca arriba.

Se levantó, se alisó la falda  y se fue.

Pasados 5 meses, la madre siguió con la mirada triste los últimos pasos   de Paula en el pueblo. Salió del municipio con la cabeza baja, sin mirar hacia atrás más que una vez para despedirse de su madre que se quedó en el umbral de la puerta con las lágrimas resbalándole por la mejilla. No se llevó más que el recuerdo de las lágrimas y el llanto desgarrador de su hermana. Era consciente de que era un  viaje sin vuelta. El resto de su vida la pasó en el convento de monjas clarisas de Pamplona.

 Tan pronto como dio a luz un niño sano y regordete se lo quitaron para ingresarlo en la inclusa.

Gerardo Luzuriaga

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