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02/11/2015

Gabino (8)

La vuelta

Inmerso en los recuerdos, sin darme cuenta, me encontré frente a  las mansas aguas del río Ega. Aunque no habían pasado más que unos pocos años, justamente hacía seis años y dos meses que había huido, al ver las crestas de la Sierra de Codés y Joar tan cercanos tuve la impresión de haber estado fuera una eternidad. El reencuentro con las  mismas fuentes,  los mismos riachuelos, los mismos árboles, los mismos animales  me dio ánimos para seguir adelante.  Me sentí seguro al lado de mis viejos amigos los hayedos, los encinares y los bojarrales. Desde la cima de Costalera divisaba las montañas y los valles de alrededor:  Joar, Gorbea, Montejurra, la Sierra de Lokiz, Urbasa, Aitzgorri, Monjardin, La Sierra de la Demanda y hasta los Pirineos se divisaba desde la punta de Costalera.

 

 Unos instantes antes del amanecer desde la colina donde me encontraba me pareció oír los ladridos de  Lur y Beltza.  Nos revolvimos en el suelo en una lucha desigual. Pasados unos minutos, ya tranquilizados, nos separamos, los perros seguían moviendo  la cola con intención de seguir el juego; el silbido del hermano les hizo desaparecer en un cerrar de ojos.  Le devolví el chiflido. Nos abrazamos entre lágrimas.

 

Le  hice participe del plan, nos acercamos hasta Joar. Le comenté punto por punto, con todo tipo de detalles el plan ideado.

 

-         Gabino, las cosas no se han apaciguado, me dijo con tono serio y preocupado. Sigues en peligro, la Guardia Civil un día sí y otro también registra la zona. Lo tienen todo controlado. De vez en cuando se ve algún que otro maqui perdido por estas montañas.

 

  • En el pueblo, a causa de la presión, no nos podemos fiar de nadie.

  • Tranquilo. Lo tengo todo pensado.

  • Mañana mismo tendrás que vender a Lur y Beltza.

  • Ya, ya me he dado cuenta.

  • Francisca estaba embarazada cuando te fuiste. Tienes otro hijo más.  Le hemos bautizado con el nombre de Javier.

  • Este invierno se ha muerto el abuelo Anastasio. El resto como siempre.

  • Escolástico logró huir, marchó el mismo día que tú. Llegó en tren y en autobús hasta donde su tía de Eugi, y de allí pasó la frontera, ahora se encuentra tranquilamente en Méjico. Parece que le han ido las cosas muy bien.

  • Tu cuñado Felipe y Bernardo el hijo de la Teófila, los que se alistaron al frente con los falangistas, los trajeron a enterrar al camposanto, perdieron la vida en el frente de Teruel. Los dos juntos. Juntos fueron y juntos los trajeron.

  • ¿Marcelino huyó? ¿No sería ese el chivato, no?

  • No, no. No lo mataron por casualidad. Una semana después de iros Escolástico y tú se personó “el Coche de la Muerte”. Se llevaron a Marcelino con la intención de fusilarlo en la cuneta de Arquijas, una vez que lo bajaron del coche, se echó la niebla. Logró huir atravesando el río Ega. Anduvo perdido unos cuantos días por los montes de Zúñiga y Orbiso; pero también  logró llegar a América. No se sabe nada de él.

  • En el pueblo todos piensan que tú te encuentras en Francia, eso es lo que hemos hecho creer.

 

  • El que os delató por rojos fue tu cuñado Benito. Dos días antes de reunirse la Junta del Valle lo vieron con el Txato de Berbinzana, y aunque aquí  nadie dice nada, todos lo sabemos.

  • ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Maldito!

  • ¡Víbora! ¡Mira que atreverse a entregar al padre de sus sobrinos!

  • Adiós Gabino. Hasta la vista.

  • Ahora los Guardias acechan más que anteriormente, más que cuando tuvisteis que huir. Cuídate.

  • Ya lo sé. No te preocupes. Piensa que sigo fuera, que no me has visto. Encárgate de dejar dos veces por semana en un recipiente algo de comida en el camposanto viejo. Y no te preocupes por nada.

 

Al día siguiente me dispuse a llevar adelante el plan, no convenía andar por aquellos montes, cualquier vecino me podría ver, aunque seguramente pasaría por algún maqui perdido. Nevaba copiosamente, me resguardé en un pajar. Después de examinar atentamente los alrededores me encaramé por el tejado a la torre de la iglesia y de allí deslizándome logré entrar por un agujero de la pared al falso techo de la parroquia.

 

 El refugio fue tal como lo había pensado, acogedor, un lugar ideal para dar rienda suelta a los pensamientos y a los recuerdos vividos. 

 

Me vinieron a la memoria las mañanas frías, cuando había que  encender la vieja estufa, no tendríamos más de 8 años, lo hacíamos por parejas,  antes de que viniera Resurre la maestra y el resto de los niños tenía que estar  en marcha la estufa. No resultaba fácil encender aquella maldita estufa. Una y otra vez prendíamos el papel, pero en vano, no había manera de que el fuego prendiese. Cuando menos lo esperábamos, cogía fuego, la mayoría de las veces llenándose todo el edificio de un humo irrespirable. No era extraño que a veces llegase la maestra y el resto de niños y niñas y  no estuviese todavía encendida. 

 

O los días calurosos del  verano, de calor sofocante, como aquel día que los chavales, nos juntamos a pasar las horas de la siesta debajo del nogal de Lucio. Apoyada en la pared encontramos una escopetilla de aire comprimido, no se me ocurrió más que apretar el gatillo cuando Escolástico tenía la mano delante del caño,  ante nuestra sorpresa se oyó el sonido de un tiro, Escolástico comenzó a gritar, correr y saltar como un loco por la campa y las calles. ¡Mi mano, mi mano! Repetía una y otra vez, corriendo de un lado para otro como un loco. El médico de Nazar afincado en Mendaza, Don Antonio le sacó el perdigón de copa que lo tenía incrustado en un hueso de la mano. A la media hora lo teníamos de vuelta con nosotros.

 

 Pasados los seis  meses encerrado es cuando comencé a notar la falta libertad.

 

 No podía quitarme de encima los días de juventud, especialmente los días, y los juegos compartidos con Benito. Una sensación de tristeza y de odio me recorrió el cuerpo. Los primeros amoríos, los primeros tortazos, los primeros besos en los pajugueros de las eras, los primeros escarceos con las mozas... se me acumulaban uno detrás de otro, así fueron pasando los días, las semanas, los años escondido en el falso techo de la iglesia.

 

 Gerardo Luzuriaga

 

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