30/10/2015
Gabino (7)
Huida
Las conversaciones en las tabernas se fueron animando. Los jóvenes comentaban las noticias que llegaban, de la Montaña, de la zona de Estella, de La Ribera… El ambiente del pueblo se fue enrareciendo.
En esta época Beltza, el perro de pintas blancas y negras que usábamos para intercambiar las noticias entre nuestra casa y unos familiares de Azuelo, iba y venía más a menudo que de costumbre. Esta era la forma que teníamos en la familia desde antaño para mantenernos al día de lo que ocurría en el Valle de Aguilar de Codés.
Una tarde, a unas horas bastante poco normales, pasadas las siete de la tarde llegó el perro jadeando, con la lengua fuera. La madre cogió el mensaje, como no sabía leer, sin perder tiempo envió a mi hermana de 7 años con el papel que traía en el collar a la pieza del roble donde nos encontrábamos segando habas.
“Gabino, tienes que huir. Cuanto antes, no pierdas tiempo. Tres nombres se han mencionado en la Junta del Valle: el tuyo, Marcelino y Escolástico”.
No podíamos salir de nuestro asombro. Juramentos que nunca había oído, salieron de la boca del hermano mayor, mientras el resto se quedaron cabizbajos.
Sin despedirme de nadie, dejé la hoz, la zoqueta, y el sombrero de paja encima de la mies y tomé el camino de casa. Padre mandó al hermano de 12 años con la nota recibida al encuentro de Marcelino y Escolástico para que tomasen precauciones.
El kilómetro y medio de vuelta, lo hice preparando la huida. No tenía claro que trayecto elegir. Pronto descarté el tren, o el autobús, por la falta de dinero. Me decidí pasar la frontera por los Pirineos.
Llegué angustiado, ya estaban en la entrada mi madre, Francisca con el hijo en brazos. Madre algo malo se había barruntado y nada más verme se santiguó. Se dirigió a la despensa, entramos todos detrás de ella, me preparó unos calcetines de lana, las botas de monte, cogí un par de navajas, un pasamontañas. Francisca para entonces ya me había preparado un hatillo con una hogaza, chorizo, queso y un buen trozo del pernil.
Aunque la idea era pasar la frontera lo antes posible, las dos primeras semanas me resguardé en una cueva que conocía en la Sierra de Lokiz, allí estaba seguro y protegido. El día anterior a partir hacia la sierra de Aralar bajé a Narcúe, aparte de unos niños correteando no vi a nadie, me hice con unos pantalones y unas camisas oscuras que estaban tendidas en un colgador a las afueras de la población.
Al dejar atrás el Valle de Lana no pude reprimir unas cuantas lágrimas.
Sin grandes dificultades, ni sobresaltos llegué a las inmediaciones de la muga. Las patrullas de la Guardia Civil se intensificaron. Según mis cálculos podían faltarme unos 25 kilómetros. Oí un ruido, me agazapé entre los bojes, oculto entre la hojarasca estuve vigilante, sin moverme, durante un largo cuarto de hora, no me vieron.
Al día siguiente no tuve mejor suerte, así que decidí volver al refugio que había abandonado anteriormente. Se me hizo imposible avanzar, las patrullas estaban por todas partes. Dormí a pierna suelta. Me desperté hambriento alrededor de las 11 de la mañana. Miré en el zurrón, no me quedaban más que dos mendrugos más duros que las piedras. Con la intención de pasar el rato me dispuse a sacarle punta a una rama de roble. Inesperadamente vi moverse una culebra entre la hojarasca, de un golpe hinqué la navaja en su cabeza. Llevaba meses que no me pegaba semejante festín
La Guardia Civil estaba al acecho, vigilaba todos los caminos, y veredas del bosque. Oí unos pasos, me quedé inmóvil. A pesar de ser una noche como las fauces del lobo, eché a correr, oí cuatro fogonazos de fusil que deslumbraron completamente el bosque. Estuve a punto de caerme, me trabé con las raíces de un árbol, trompicado y todo huí monte abajo. Sentí a los dos Guardias Civiles tras de mí. Cuando ya los tenía encima, a menos de 20 metros, se desató una tormenta de rayos y truenos, que me salvaron de morir acribillado.
Completamente mojado hasta los huesos, cansado, sin fuerzas, ni resuello me tumbé esperando lo peor. Poco a poco, escondido entre los árboles logré volver de nuevo al refugio, los días siguientes permanecí escondido, intenté dos veces más pasar la frontera, imposible. Tuve que zafarme de dos nuevas emboscadas. Vi la muerte de cerca.
Decidí cambiar el rumbo, casi sin darme cuenta me encontré en la Provincia de Santander. De aldea en aldea, gracias al “alabado sea Dios” logré conseguir algunos curruscos de pan seco. Pasé los meses pidiendo de puerta en puerta, recorriendo los parajes más recónditos de Cantabria. Pobre, sin un duro, muerto de frío; pero seguro. ¡Y para los tiempos que corrían, no era poco!
En el Valle del Pas me abrió la puerta un hombre viudo de de unos 50 años con varios hijos e hijas.
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Pasa, pasa.
Entrar en una vivienda habitada supuso volver a plantearme cientos de cosas. Me acurruqué junto al fuego. Una vez bien aseado, lavado con jabón y abundante agua, me ofreció un buen plato de potaje caliente, con una botella de vino. Pasé la noche en un pajar algo alejado del vecindario. No era la primera vez que algún alma caritativa se apiadaba de mí, pero nunca había encontrado el calor humano que encontré en esta familia.
A las 6 de la mañana, cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer apareció la pareja de la Guardia Civil. Me había metido en la boca del lobo sin darme cuenta. Bien aseado, bien dormido, rasurada la barba y el pelo arreglado no se me hizo fácil contestar a lo que parecía un inocente interrogatorio.
Sin duda, me han atrapado, pensé, ¿Qué hacía un hombre que aparentaba unos 25-30 años, con acento distinto, pidiendo de puerta en puerta? Me sentí atrapado como un ratón sin salida.
Sin pensarlo dos veces, valiéndome de que en aquel mismo momento apareció el amo, salí corriendo dándome de nuevo a la fuga.
Mientras huía desesperado y ascendía la montaña me vino a la cabeza pasarme al maquis. Tras seis largos meses recorriendo las aldeas de los Picos de Europa, las dudas se disiparon y decidí volver al pueblo.
Gerardo Luzuriaga
15:55 | Permalink | Comentarios (0)
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