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04/11/2015

Gabino (9)

El tajo

 En la entrada  del domicilio de Primitivo encima de la puerta colgaba una copia barata de las espigadoras de Millet, con un marco de gran valor. Cada vez que cruzaba el umbral de la entrada no podía menos que adoptar una sonrisa ante aquella  imagen bucólica, que para nada reflejaba la realidad campesina del valle de La Berueza. La tranquilidad, el sosiego, la paz y las ropas recién planchadas en nada se correspondían con las horas de trabajo que nos esperaban, y mucho menos con nuestra piel curtida, morena y estropeada por el sol, y ni que decir de las ropas con petachos y manchas de grasa.

Lunes, cinco y media de la mañana, allí estábamos todos en fila,  esperando la llegada del amo. Aquel día también se quedaron sin trabajo los mismos, los de siempre, los más necesitados. Me vinieron a la memoria las palabras del abuelo: algún día tendríamos que acabar con este atropello.

  • Tú, tú... y tú.

Igual que todos los días, los más viejos, débiles,  necesitados o comprometidos fueron descartados, de vuelta al  hogar,  sin poder llevar el jornal imprescindible para alimentar a sus numerosos hijos.

El resto un grupo de ocho personas nos dirigimos al tajo.

  • No te pares. Sigue la hilera.  Gritó  Benito al más joven del grupo.

Todavía no habían dado ni las  10 de la mañana, el día no había hecho más que comenzar, aunque ya  llevábamos 4 horas y media sin descanso.

- No puedo más, tengo todas las articulaciones doloridas, me comentó el joven que iba delante mío.

-  Este ritmo es insoportable, comentó un tercero mientras agarraba con la mano izquierda, resguardada con la zoqueta, un manojo de trigo y con la hoz en la otra mano de un golpe cortaba la mies a ras de suelo. Todo ello a la máxima velocidad posible, una y otra vez, durante todo el día, y durante toda la temporada.

- Date más prisa, repitió de nuevo Benito.

- ¿No te das cuenta que hace aire y es necesario dejar bien apelmazadas las manadas?, Le respondió sin mirarle a la cara, con un cierto desprecio.  Sin hacerle el menor caso siguió rodeando cada puñado de trigo con cuatro espigas para que el viento no esparciese la mies. Tal como lo había hecho hasta ahora en todos los lugares en que había estado contratado.

-                No cojas tanta anchura, sé un poco más espabilado, mira la que lleva el nuevo de Los Arcos, le comenté en voz baja.

  • De este año no pasa, me voy para la ciudad, no aguanto más.

     

    Cirilo y Antonio, dos gallegos que venían todos los años para la siega, contratados por  Primitivo, seguían cuchicheando entre ellos.

  • No te fíes de ninguno de los dos, le comenté. Es difícil saber quién es más zalamero y traicionero de los dos.

Martes,  cinco y media de la mañana, ya estábamos todos en la plaza esperando a Primitivo, llegó primero Benito y comenzó a señalar con el dedo uno a uno  los elegidos para el día, nos fue señalando y sacándonos de la hilera. Contrató a todos los reunidos menos a uno.

-                ¿No me digas que no puedes contratar a uno más?

-              Métete en tus asuntos, y sigue a los demás.

-                ¡Te arruinarás por pagar un jornal más!

-                Pero si hay trabajo para diez personas más.

-                Sí es el amo de medio Navarra.

-               ¿Para quién querrán el dinero que les sobra? Se oyó de nuevo.

-                Sólo con la hacienda que ha aportado su mujer al matrimonio tienen para contratar a media Berrueza, sólo con las tierras que tienen en Andosilla a la orilla del Ebro tienen para dar de comer todo el año a toda la Merindad de Estella. 

-                ¡Cuánto más tienen más quieren!

-                ¿Qué pasa aquí? Gritó Primitivo que llegaba al galope.

-                Nada, nada comentó Benito. Sin decir ni palabra nos dirigimos al tajo, mientras el padre de Félix cabizbajo se dirigió a su pieza, aunque no tenía nada especial que hacer, pero de alguna manera tenía que pasar el día.

No se sabe si la avaricia le venía  a raíz de la compra del primer tractor que se conoció en el valle, o como se decía aquí, le venía de familia. Primitivo no tuvo suerte con la compra de aquel  tractor, el primer día que lo pusieron en marcha se dieron cuenta del fracaso, nada más entrar en la finca las ruedas se entorcaron  en la tierra mojada y no había manera de avanzar. Toda la vida lo conocimos aparcado en el cobertizo de la era, allí permaneció abandonado durante décadas, todo él era de hierro, desde las ruedas hasta el volante.

Miércoles, 6 de la mañana, salió  un día caluroso, bochorno  de los que hace historia, el calor pegajoso se mezclaba con el sudor. El  polvo de la mies recién triturada envolvía  todos los rincones del municipio, especialmente en la era y sus alrededores el aire era irrespirable.

Los caballos habían acabado de dar las primeras vueltas sobre la parva. Todos los presentes tomábamos parte en la trilla, era preciso darle vuelta a la parva lo más rápido posible. Entonces comenzaba el ajetreo, la era se convertía en un hormiguero en que todas las manos eran pocas,  el movimiento, la  prisa, el correr, el ruido, el polvo, el calor, el sudor y en cierto modo también el nerviosismo se apoderaba del ambiente.

Los caballos con el trillo seguían dando y dando vueltas, en torno a la una y media se le daba  por última vez la vuelta a la mies, mientras el  resto comíamos, padre se quedaba rematando la tarea,  hasta que la paja  fuerte y rígida de las habas se quedaba completamente triturada.

Con la comida en la boca, bajo un sol sofocante volvíamos todos a la era a recoger  la parva. Los hombres con las horcas iban recogiendo la parte principal, detrás los niños con los rastros, detrás las mujeres con las escobas, hasta que  por fin se pasaba  la plegadera para  reunir la parva en un extremo de la era. Llegaba el momento crucial, la espera del aire. No siempre movía el aire, y cuando andaba no siempre era el apropiado.

Todavía recuerdo el día en que entré a formar parte de los aventadores. No tendría más de 15 años. 6 hombres en hilera, encima de la parva, tirando las paladas de mies al aire con la altura y dirección apropiada. Zas, zas, zas, seguían las paladas sin interrupción. Pasada tras pasada, comenzaban a diferenciarse los dos montones,  el de la paja y el del grano. Era preciso darlea las paladas  la altura y la fuerza necesaria, para que el viento llevase a un montón la paja y al otro el grano. Una vez que se había formado el montón de grano las mujeres iban detrás de nosotros escobando por  encima separando las gardajas, piedras, trozos de tierra, trozos de palos. Por último los niños cribaban las gardajas, hasta dejar el montón reluciente como el oro. 

Jueves, 6 de la mañana, ya estamos preparados con las hoces en el tajo. Nos encontramos ante otro día de bochorno infernal. Hoy hemos venido sin Primitivo. Los gallegos marcan el ritmo, un  ritmo irresistible. Para las 7:30 el muchacho que el día anterior resistió más mal que bien la jornada, está ya rendido.

- ¿Cuándo traen el almuerzo?, nos preguntábamos  una y otra vez.  

A eso de las 11, por fin aparecieron dos niños con sendas cestas con el almuerzo.  Un cuarto de hora corto de descanso  y de nuevo a la faena, dale que te pego, sin parar, la cintura para arriba y para abajo, cortando las espigas de trigo.

A las 12, el Ángelus. Un poco después llegó Primitivo montado a caballo. Cuarenta grados, toda la mañana bajo el sol, doblando una y otra vez  la cintura, segando a un ritmo infernal, sin embargo nadie se quedaba atrás, parecía una competición a ver quién segaba más y más rápido.

Dos horas cortas para comer y echar la siesta.

A las 3 en punto arriba de nuevo. El calor después de la siesta se hacía inaguantable, cuando más calentaba de nuevo a la faena. Las horas no avanzaban, por más que mirábamos al sol siempre parecía estar en el mismo lugar.

-  ¿Ya es hora de que traigan la merienda no? 

-    No te fíes hay días en que no se merienda.

Este día tenía pinta de ser uno de esos. Pasaban las horas y por mucho que mirábamos a la senda, no se acercaba nadie. A eso de  las 7:30, Benito dio permiso para echar un trago de vino, y sentarnos un rato. La tarde avanzaba  pero el calor no aflojaba.

-    ¿Hoy también seremos los últimos en acabar?

- No lo pongas en duda.

Por fin se escondió el sol entre los montes, pero allí seguimos segando y segando.

-    ¿Es que no es hora de marchar para casa?

-    Todavía se ve, respondió Cirilo,  el gallego.

- Hoy también llegaremos de noche ciega.

- No te quepa la menor duda.

 

Viernes, 5 de la mañana día de fiesta, ya estábamos todos levantados, tras tomarnos unas galletas y un vasito de anís, los hombres nos dirigimos al campo con los bueyes para acarrear la mies.  Para la hora de misa trillamos un carro de trigo del Ceferino que había quedado del día anterior, barrimos  hasta el último grano de la era, dejamos ya todo preparado para trillar lo que le correspondía al Furris y acudimos todos a misa, bien nos vino el  descanso de media hora, eran de los pocos días donde se agradecía que el cura se extendiese en el sermón, cosa que nunca ocurría.

 De nuevo en la era, el ruido era insoportable, era imposible comunicarse hasta con el de alado.  Una vez puesto en marcha el motor, el ruido era inaguantable. Pun, pun, pun, pun…

 El sonido que sacaba la trilladora también era ensordecedor. No había una sola pieza que no estuviese en movimiento. Daba la impresión que de un momento a otro iban a saltar por los aires todos los tornillos,  ruedas,  poleas… nunca ocurrió nada, todo estaba bajo control, no en vano todos los días antes de ponerla en marcha el Romero la revisaba a conciencia y engrasaba todos los engranajes durante media hora.

 A media mañana el estruendo, el calor, el sudor, el polvo, el picor comenzaba a afectarnos, el único consuelo era que  de vez en cuando tenía la oportunidad de cruzar alguna mirada, y alguna palabra suelta con Francisca, aunque debido al ruido era imposible entendernos.  

El motor, el  “matakas” era el corazón. Las poleas eran las venas,  la polea mayor era la aorta. La trilladora tenía unas 20 poleas más de distintos tamaños, como si fuesen las diferentes venas del cuerpo, poleas de todos los tamaños, algunas pequeñas, de medio metro o menos, otras de 2, 3 ó 4 metros.

A esto se unían las ruedas de metal que estaban unidas por maderas, que hacían funcionar a un gran número de piezas, algunas de suaves desplazamientos y otras de bruscas vibraciones, aparte de los dientes de hierro que trituraban las espigas, las cribas de ritmos suaves y horizontales.

Se trataba de un maremágnum en movimiento anárquico. Hasta la tierra misma se movía,  como si estuviésemos encima de una masa flotante. Todo era un puro  movimiento, mezclado con polvo, sudor y ruido ensordecedor.

 

En este hormiguero todos teníamos nuestro cometido. Los acarreadores, los alimentadores, los que recogían los sacos del grano, los niños que reunían  los líos, los que amontonaban la paja, los que barrían la era, los que se encargaban del pajuguero…

Bastante entrada la noche, llegaba la paz. Parado el motor de gasoil, poco a poco todos los demás aparatos se iban apagando tenuemente, con lo que la calma se adueñaba de nuevo del ambiente hasta la mañana siguiente.   

Gerardo Luzuriaga

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