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06/11/2015

Gabino (10)

 Las Américas

La soledad comenzó a hacerme mella.

  • Gabino, no te metas en política, la política no trae nada bueno.

  • Tranquila, Francisca le respondía en sueños.

  • Gabino, no te mezcles en asuntos que no te incumben.

  • Tranquila mamá, le respondía despertándome sobresaltado, sin saber dónde me encontraba.

Los carteles colocados en el pozo de lavar la ropa crearon acaloradas discusiones, se calentó y se enrareció el ambiente, hasta los mayores tomaron parte en los debates y  discusiones, muy pocos fueron los que se quedaron al margen.

Lo vivido durante esos meses se me venía incesantemente, sin orden alguno a la cabeza.  Se celebró una gran fiesta en Cábrega, donde unos meses antes al Alzamiento la Falange convocó una reunión,  a la que acudieron jóvenes de todo Navarra. Vinieron falangistas de toda la provincia, de la Villa de Nazar  bajaron 6 mozos, volvieron a las 6 de la tarde, completamente exaltados, con camisas azules, correajes de cuero negro y con las escopetas colgadas al hombro, entonando los himnos recién aprendidos por la mañana !Cuánto mal les hizo ese día! Dos de ellos perdieron la vida en el frente y sólo volvieron  para ser enterrados.

Los que no mostramos el debido entusiasmo ante sus bravuconadas lo pagamos caro. El ambiente se fue enrareciendo cada vez más, las noticias de detenciones y fusilamientos corrían de población en población. En algunos pueblos ante el cariz que comenzaba a tomar el asunto,  no fueron pocos los que acudieron  donde los alcaldes en busca de refugio, en balde. La decisión ya estaba tomada, aunque en el instante mismo de las detenciones y fusilamientos se arrepintiesen  de las decisiones adoptadas anteriormente en caliente, ya no podían hacer nada. Tampoco para ellos fue fácil ver como se llevaban a los vecinos; pero los alcaldes, los curas y los secretarios ya no podían hacer nada, pues llegado a estas alturas las resoluciones venían firmadas por instancias superiores.

La noticia de los fusilamientos de las localidades de los alrededores – Mués, Piedramillera, Los Arcos, Acedo, Asarta, Mendaza, Aguilar…- se extendieron como la pólvora. Los primeros meses de la postguerra fueron de una represión atroz, el terror impuesto por los falangistas fue salvaje.

Félix, uno de los más destacados de las izquierdas, fue también uno de los primeros en alistarse en el Frente Nacional, pero no le valió. Una noche llegó el Coche de la Muerte, lo apresaron, y se lo llevaron entre los gritos de sus hijos pequeños y la mirada afligida de su mujer. Esa misma noche, media hora más tarde,  le dieron dos tiros a bocajarro en una cuneta de Arquijas.

  • Se acabó

  • ¿Hoy se han llevado a Félix?

  • ¿Mañana a quién le tocará?

Muchas eran las noches que me sobresaltaba y me despertaba gritando entre sueños.

La soledad cada día se me hacía más insoportable. Con el paso de los meses la moral se me iba desgastando. Lo único que rompía la monotonía del día a día era el sonido atronador de las campanas de la Iglesia de Nazar, que las tenía pared con pared.  Para entonces ya distinguía el sonido de todas las campanas de los alrededores: Mendaza, Acedo, Asarta, Mirafuentes Otiñano, Cábrega, Ubago… A veces hasta creía oír las de los lugares más lejanos, Santuario de Codés, Espronceda, Desojo…

  • ¿Acaso me estaré volviendo loco?

  • No sé, pues.

  • La mayor parte de las veces no era capaz de distinguir entre los sueños y la realidad.

  • Ya no podía soportar la soledad, y no podía olvidar la familia, los hijos, la esposa. Tan cercanos, y a la vez tan lejanos.

  • Ya no era capaz de discernir entre los pensamientos, los sueños,  lo verdaderamente vivido hace unos años y la realidad. ¿Cómo distinguirlos cuando se repiten en mi interior las mismas anécdotas, las mismas secuencias tanto en sueños, como despierto una y mil veces?

  • Qué va, estoy bien, tengo todo bajo control, acababa animándome a mí mismo.

No fue casualidad que los recuerdos que más se repetían fuesen sobre los animales domésticos y estuviesen directamente relacionados con su libertad. No podía quitar de la cabeza los primeros bueyes que tuvimos, Giputxi y Txiki, y el respeto que nos daban, especialmente cuando tenía que  colocarme delante de ellos para que no se moviesen, con apenas 7 años de edad, no llegaba al yugo y los bueyes no paraban de dar fuertes  golpes con el rabo  contra la tripa, o levantar  una pata para golpear bruscamente  contra el suelo, o girar la cabeza de un lado para otro para espantar las moscas de alrededor…

Excepto los perros guardianes de los  hacendados, que no veían  la luz natural, ni las calles, atados con cadenas cortas, recluidos en lo más profundo de los corrales;  el resto de los animales correteaban por las calles y los campos, en  plena libertad. Gallinas, perros, vacas, cerdos andaban a sus anchas.

¡Ya me gustaría  tener la libertad de cualquier de esos animales!

El sonido atronador de las campanas era aturdidor. Cada día me costaba más conciliar el sueño, hoy se cumplen cinco años desde que decidí resguardarme en el techo falso de la iglesia. Estaba pensando en esto, cuando comenzó a tañer la campana grande, con la que retumbaban las paredes y el suelo;   aunque ya lo tenía decidido de antemano, fue entonces mismo  cuando resolví  salir del escondite y buscar una nueva forma de vida al otro lado del mar, en las Américas, seguramente en Chile.

No cogí más que una navaja, el resto de materiales todavía se encontrarán allí, me deslicé con la ayuda de una soga por la pared hasta la calle, no había andado ni cinco metros cuando me salieron al encuentro dos perros semejantes a Lur y Beltza. Estuve alrededor de una hora contemplando el firmamento, con una luna llena grandiosa y estrellado, el silencio solo era interrumpido por el canto incesante de los grillos, y algún que otro ladrido de los perros.

Llegué a casa, como siempre  la puerta de la calle estaba vuelta, la empujé con cuidado y pasé a la cuadra, subí las escaleras, antes de entrar a la habitación de los hermanos bebí un trago de la lechera que estaba guardada en la fresquera. Mis hermanos no podían dar crédito a lo que estaban contemplando, pensaron que se les había aparecido un fantasma. Para no despertar a toda la familia, bajamos de nuevo a la cuadra. Fue una situación imborrable.  En unos minutos me pusieron al día de todo lo ocurrido en estos cinco años.

  • ¿Pero no vendisteis a Lur y Beltza?

  • ¡pues claro, que los vendimos! Al día siguiente de verte se los regalé al tío de Antoñana. Esos perros eran capaces de no haberse movido durante días del escondite, y aunque la Guardia Civil no es que tenga muchas luces, no se puede decir lo mismo de algunos vecinos. Lo que ocurre, es que hace dos años fui donde el tío y me traje dos cachorros de Lur. Nada más llegar fueron tus hijos los que le pusieron los mismos nombres.

  • ¿Ha sucedido algo en la familia?

  • El abuelo se murió a los pocos meses de irte.

  • Ya, ya lo sé, fuiste tú mismo el que me lo dijiste el día que nos vimos en Costalera.

  • ¿Qué niño se murió hace tres meses?

  • Se ahogó en el pilón Mari José la hija de cuatro años del alcalde, la familia está desolada, todo el vecindario  quedó afligido. Fue un gran golpe.

  • No, no me contéis todo, dejadme adivinar que es lo que ha ocurrido durante estos años.

  • ¿Ha habido cuatro muertos más, no? Pueden que hayan sido Generoso, Dionisio, Sebastiana y Romana. ¿No?

  • No, no. Dionisio y Romana andan están bien de salud. Los otros dos han sido Daniel, que lo trajeron a enterrar del Hospital de Zaragoza, cuando estaba a punto de acabar la guerra una bala perdida se le incrustó en la cabeza, después de pasar lo peor cuando parecía que ya estaba curado e iba a coger el alta del hospital se murió repentinamente. También se ha muerto Donato el de la Joselita.

Me despedí  como pude de mis hermanos, no tengo mucho tiempo, voy a ver a Francisca y los niños, mañana a la mañana saldré para las Américas, espero no tener muchas dificultades, ya nadie se acuerda de mí, además todos me siguen ubicando en Francia.

Ya desde la calle sentí  el olor peculiar de nuestro hogar, subí  las escaleras de dos en dos. Abrí la puerta y me precipité a los brazos de Francisca. Permanecimos abrazados más de cinco minutos. Francisca no creía lo que estaba sintiendo, cerraba y abría los ojos para podérselo creer. Ella también creía que me encontraba en Francia. Nos acercamos a la habitación de los niños, no los despertamos, mientras Francisca preparaba agua caliente estuve más de cinco minutos contemplándolos,  vertió la mitad del agua en la palangana, bien jabonado y con la navaja bien afilada me rasuré la barba y Francisca me cortó el pelo. Por lo menos rejuvenecí 20 años. Nos fuimos juntos a la cama, no dormimos ni un solo segundo. Amaneció en un abrir y cerrar de ojos. Sentí  los ladridos de los perros, de un salto me escondí en un alorín, padre apareció detrás de madre, los encontré muy envejecidos. Fuimos  conscientes que esta era la última vez que nos veríamos, a padre y madre les brotaron las lágrimas en el último abrazo de despedida.

Me puse una camisa blanca, Francisca me preparó la  maleta con ropa limpia,  y con los primeros rayos del amanecer, sin despedirme tomé de nuevo viaje al  extranjero. En este caso esperando que fuese el definitivo. Al salir reparé en la portada del Pensamiento Navarro, que estaba encima de una silla del portal: “Caen en una emboscada los maquis el Tuerto  y el Perico en las inmediaciones de Caín”, titular con grandes letras e ilustrado con una gran fotografía de los dos maquis abatidos. De buena me he librado pensé.

Animado y con la sensación de haber salvado la vida de nuevo, inicié el trayecto hacia Barcelona, con la intención de tomar un barco  lo antes posible para las Américas, todavía no había decido a qué país iría.

No me resultó sencillo acostumbrarme a la luz del día. El valle estaba precioso, los árboles en flor. A lo lejos divisé un grupo de gente, tuve tiempo suficiente para esconderme detrás de unos chaparros. Don Secundino llevaba en las manos la cabeza de plata de San Gregorio, a un lado le acompañaba un monaguillo con el hisopo, un poco más adelantados iban otros dos monaguillos con sendas cruces, mal andaban para llevarlas verticales, -bien sabía yo, lo que pesaban esas dos cruces, en más de una ocasión me había tocado llevarlas- , detrás venían unos veinte feligreses, la mayoría mujeres vestidas de negro y con velos por la cabeza. Al único que no reconocí  era el monaguillo que portaba el hisopo. ¿Habría venido alguna familia nueva a vivir aquí? No lo creo, aunque sí que se me hacía raro no sacarle por los rasgos físicos a qué familia  podría pertenecer. Me quedé con la duda.

Sentí una sensación nueva e indescriptible al ver a los vecinos, cuando se habían alejado unos diez metros de donde yo estaba se pararon repentinamente, el párroco tomó el hisopo y esparció el agua bendita a los cuatro vientos: “Quisdam sanctus episcopus, Gregorius nomine… líbranos de todas las plagas, especialmente de la langosta”.

Estuve un cuarto de hora ensimismado contemplando los campos de cultivo, e imaginándome las personas que podrían componer los  grupos de segadores  que se divisaban en los campos lejanos. Había una infinidad de colores y parcelas, bien diferenciadas cada una por los verdes ribazos de hierbas y matas. Mil colores producto de los diversos cultivos: avena, cebada, trigo, yero… mezclados y salpicados con los cientos de especies de hierbas y plantas silvestres: cardos, amapolas, girasoles, avena mala… Infinidad de árboles frutales salteados entre los cultivos: pomales, cerezos, manzanos, olivos, nogales, todo ello surcados por los ríos del valle con sus hileras de chopos.

Me adentré en el monte, ahí seguían las enormes encinas, la mayoría de las cuales podría cobijar hasta rebaños de 200 cabezas, seguí vereda arriba, no sin evitar a duras penas tropezarme con las cuadrillas de carboneros que estaban cociendo carbón, y los pastores que cuidaban los ganados en la Sierra de Codés. Cualquiera que me hubiese visto, sólo por los andares me hubiese reconocido, es por ello que tuve que hacer estos primeros kilómetros hasta  el puerto de Santa Cruz de Campezo con todo el cuidado posible, decidí pasar la noche en San Cueva, desde donde se divisa los campos y montes del valle de La Berrueza a las mil maravillas.

Gerardo Luzuriaga

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