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17/11/2015

Gabino (13)

  1. Engracia y Crescencio, el hermano menor de Gabino

 -      Hola muchachas

-      Buenas tardes

-      Bailas

-      Bueno

-      ¿De dónde eres?

-      Del otro lado de Codés

-      ¿De Álava?

-      No, no navarro, como tú. Del otro lado de Codés, pero navarro.

-      ¿De dónde?

-      De Nazar

- Ah de Nazar, ahí tenemos parientes, los pimporretes... Los conoces.

- No los voy a conocer...

-      ¿Ha venido mucha gente,  eh?

-      Sí, sí como siempre, las fiestas de esta localidad  son famosas.

-      ¿Cómo te llamas?

-      Engracia

-      ¿Y tú?

-      Crescencio

-      Bueno, ha acabado el baile.

-      Encantado, hasta luego Engracia.

 Había un gran ambiente. Hasta la hora de la cena anduvimos en grupo tomando tragos de casa en casa, de vez en cuando nos acercamos al baile. Al llegar la hora de la cena nos dividimos de dos en dos, para que fuese más fácil que nos convidasen, ese día a Crescencio le tocó hacer pareja con Benito.

 -      Se puede

-      Adelante

 

La mesa casi estaba llena, unos 20 comensales. Había cinco platos más preparados. Esperaron cinco minutos y allí apareció el amo con otros tres invitados de su edad. La primera mujer que entró con la bebida fue Engracia, la qué quedó tan sorprendida como Crescencio  al verle allí.

Engracia le echó dos o tres miradas risueñas, casi sin mirarle. El amo les saludó atentamente a los invitados, en especial a Benito, le preguntó por sus padres. Se quitó la boina y comenzó una oración antes de la cena:  “Bendice Señor estos alimentos, que vamos a tomar… “

 Una cena especial. De todo. Conejo, cordero, cabrito. Cenaron sin prisa. Dos copas de anís y con el puro en la boca salieron  a la calle.

 Cuando aparecieron  por el baile, ya estaba para acabar. Le pidió  baile a Engracia. Bailaron dos piezas lentas seguidas.

-      Dentro de tres semanas son las fiestas de Cabredo. ¿Irás?

-      Sí. Todos los años vamos.

-      Allí nos veremos.

-      ¿Ya te vas o qué?

-      Sí ya tengo la hora.

 A finales de agosto en las fiestas de Murieta se encontró con las amigas de Engracia. Unos metros detrás de ellas apareció Engracia con otra chica algo más joven que ella.

-      Hola Engracia

-      ¿Qué  tal Crescencio?

-      ¿Dónde has andado durante todo el verano?

-      En el pueblo, como siempre

-      ¿Porqué no apareciste en Cabredo?

-      Ah, ah, al final no pude. Se atrasó la cosecha y no pudimos ir.

-      ¿Bailas?

 Dos horas estuvieron  juntos, bailando, hablando. Le pidió  casamiento.

 El 12 de octubre nuestros padres  y él mismo,  vestido con el único traje que tenía fueron a Azuelo a la petición de mano de Engracia. La boda se celebró la primera semana de mayo.

 -      Crescencio estoy nerviosa

-      Tranquila mujer, es normal. Ya verás que bien te llevas con los de casa.

-      No sé. No sé. Igual tiene razón mi hermana, que no para últimamente de repetirme : “La boda no es una cosa de bromas. Lo que se hace en una hora dura para toda la vida”.

-      No te preocupes, mujer.

-      Piensa en el viaje de novios. Iremos a San Sebastián, mejor dicho a Lasarte y Hernani donde nuestras tías. Así gastaremos menos; pero tendremos oportunidad de visitar San Sebastián.

-      Tira, bien me parece.

- Me han comentado que la ciudad de San Sebastián es preciosa.

 A la semana ya estaban de vuelta. Engracia subió la cuesta que llevaba al domicilio  detrás de Crescencio.  Tipi-tapa, tipi-tapa. Empujaron la puerta de la calle, agradecieron la temperatura  del portal, pero la  nube de moscas revoloteando con que se encontraron nada más llegar a la escalera no se le hizo muy agradable. Crescencio dio la luz, al lado, en la cuadra había dos vacas royas, y un caballo.

 Subieron  las escaleras a oscuras, pasaron  al salón. Estaban todos esperándoles, excepto el padre de Crescencio. Una multitud. El tío soltero, dos tías solteras viejas, dos hermanos de Crescencio, la tía viuda...

 -      Hola

-      Hola

-      ¿Qué tal en San Sebastián? ¿Habéis visto el mar? ¿Os lo habéis pasado bien? Les preguntó la madre de Crescencio toda nerviosa.

-      Sí, ha sido muy agradable. Nos han tratado muy bien. El ambiente de la ciudad nos ha gustado mucho. El mar nos ha encantado.

-      ¡ San Sebastián, San Sebastián! ¡Qué tiempos aquellos!

-      Nosotros también hace 40 años estuvimos en San Sebastián de luna de miel. Todavía recuerdo Igueldo, La Concha, la iglesia de Santa María.

-      Bueno siéntate. Me callaré. Seguro que estáis cansados. ¿Os apetece un café con leche?

Tomaron  un vaso de leche, y enseguida se fueron a la cama, aunque estaban desechos Engracia no logró conciliar el sueño tan fácil, serían las 4 de la mañana cuando logró dormirse, Crescencio nada más apoyar la cabeza quedó completamente dormido.

-      ¿Qué te ha parecido la familia?

-      Está bien.

- Lo que más me ha llamado la atención ha sido la  puerta labrada del salón.

-      ¿Y la familia?

-      Bien.

 Se  despertaron cerca de las 8 de la mañana, ya estaban en la comedor el tío Tomás, las tías Felicitas y Cirila. No había luz eléctrica más que en el salón y en la cuadra. La vida se hacía  en la cocina vieja al lado del fogón. Los demás estaban sentados en el banco corrido. La cocina era una habitación pequeña, sin ventanas, interna, en la vivienda, oscura, ennegrecida por el humo. La chimenea estaba en el centro de la habitación.

Crescencio se bebió de un trago el tazón de café con leche y sin decir ni palabra salió de la casa. Engracia estuvo todo el día esperando la llegada de su esposo. Barruntó la llegada de Crescencio y bajó las escaleras. Era de noche, no le preguntó nada. Cerró la puerta, la abrazó y le dio dos besos, estuvieron unos diez minutos contemplando los animales, ella subió a la cocina, mientras Crescencio se quedó media hora más.

 Pasaron dos, tres semanas y no cambiaba nada. Los días eran copia uno del otro. La media hora que Crescencio se quedaba en la cuadra junto a los animales se convirtió en una hora.

Las miradas cariñosas de Crescencio seguían siendo como el primer día; pero pronto se dio cuenta que se había casado con un hombre de pocas palabras, que de nada serviría intentar explicarle sus preocupaciones, no las entendería.

Las discusiones entre Crescencio y su padre fueron en aumento. Cualquier contratiempo era causa de polémica.

El colmo fue cuando al padre de Crescencio se le ocurrió echarle en cara el comportamiento de Engracia: “La mujer que has traído va a arruinar la hacienda”. ¿A quién se le puede ocurrir en un domingo cualquiera matar una gallina?

No estoy preparada para llevar esta vida de matrimonio, se repetía una y otra vez Engracia. Al principio ella misma se consolaba, tranquila, no tienes más que 20 años, con el tiempo todo cambiará. Pero pasaban los meses y la situación no mejoraba.

Pasaron los meses y nada cambió.

La hermana solía venir de vez en cuando a pasar el día con ella. Por fin un día se decidió a comentarle sus preocupaciones.

- Cuando llegó la hora de casarse se sentí la mujer más feliz del mundo. Logró lo que aspiraba toda mujer. Un hombre, una familia, una hacienda, una vivienda y un hogar.

- No sé cómo explicarte, no es fácil. No vivo contenta, siento una gran tristeza.  Creo que lo voy a dejar todo, no me queda ilusión.  No sabes cuantas noches cuando se duerme Crescencio echo a llorar como una niña.

- No te preocupes, es pronto. Deja pasar unos meses. A todas nos ha pasado lo mismo.

- La soledad se me hace insoportable.

Gracias a las visitas de sus familiares y el cariño de su marido, los meses pasaban más mal que bien.

El padre acostumbraba a visitar a su hija una vez al mes por lo menos. El perro comenzó a ladrar de una forma especial, señal de que se acercaba su padre por el camino de Otiñano. Salió a su encuentro. Cinco minutos después apareció con una cesta de fruta en una mano y el bastón en la otra. Sin dejar el bastón se sacó el papel de fumar del chaleco y se puso a liar un cigarro, le dio unas cuantas veces a la rueda de la chispa, una vez encendido el cigarro rodeo el agujero del mechero con la mecha y de nuevo se metió el mechero en el bolsillo pequeño del chaleco.

  • ¿Qué tal hija?
  • Tirando.

Estuvo en un trance de decirle la verdad. ¿Pero cómo le podía preocupar con sus tonterías, sí ni ella misma sabía  a qué se debía su preocupación? El padre se fue al otro día por la mañana contento y orgulloso de las obras  hechas en el domicilio de su hija: se había construido una nueva cocina, con luz natural y eléctrica, con un armario blanco en medio de la habitación y una cocina económica que no la había visto ni en las casas más pudientes.

Engracia intentó hablar con su marido. Total para nada. Era hombre y de pueblo. Pronto se dio cuenta que el hablar sería en balde, pues aparte de no entenderlo tampoco  tenía muchas oportunidades de conversar con su esposo a solas.

Se trataba de un hombre especial, nunca tenía la menor duda, tomaba las decisiones en un abrir y cerrar de ojos. Me da la impresión que nunca  se enteró de mi soledad y melancolía. No tenía en la cabeza más que el trabajo, el ganado y el sexo, especialmente el sexo.

Un domingo después de misa decidí comentarle:

  • Crescencio, no puedo más, el ambiente de esta casa, de este pueblo se me hace insoportable.

Se quedó pensativo: Mirándome fijamente a los ojos me dijo:

  • Tranquila, ya verás como todo se pasa con el niño que está por llegar. Y se quedó tan tranquilo. No le dio ninguna importancia. Descolgó la escopeta, llamó a los perros y se fue a cazar como si nada hubiese ocurrido.

Una semana más tarde llegó mi hermana.

  • Hermana, no puedo más. Tengo que volver a Azuelo, este modo de vivir no es vida.
  • ¿Te arreglas mal con Crescencio o qué?
  • No. No, no es eso. Lo quiero y me corresponde como el primer día.

Todas las noches viene donde mí como si fuese el primer día. Por ese lado no me puedo quejar. Aunque han pasado algunos meses, no se ha apagado la ilusión sobre todo para eso.

  • Todo no se puede tener. Ya te lo advertí. Somos mujeres, hemos nacido para sufrir. Sé fuerte. Sé inteligente. Hazlo por lo menos por el niño que llevas dentro. El padre de Crescencio es ya mayor, pronto todo será tuyo.

Piensa que no te ha tocado la peor casa, ni mucho menos, ni tampoco el peor lugar para vivir. ¿Cuántas quisieran para sí tu situación?

  • Eso no me consuela.

Bueno. Prepararé el almuerzo.

  • ¿Qué quieres? Te parece bien ¿Unas magras?
  • Es un poco tarde, pero tira.

La mesa estaba preparada. Todos esperando. Por fin llegó el padre de Crescencio. Apareció con un puño de espigas en la mano.

  • ¡Mira Crescencio! ¡Me cagüen Dios!¡Me cagüen la Virgen Santa!
  • Las espigan no han granado. ¡Están huecas!
  • Les ha entrado la niebla.
  • ¡Qué simiente habéis usado!
  • Ya sabes que simiente hemos usado. La que nos agenció ese maldito explotador. La que te vendió Primitivo. A él es al que te tienes que enfrentar y no con los más cercanos.

La comida no fue  tranquila, se entabló una fuerte discusión entre los hombres. Crescencio una y otra vez mencionó las injusticias y abusos de Primitivo.

  • Padre, esto es insoportable. Primitivo cada año nos roba un trozo de terreno, este año ha movido los mojones por lo menos 20 centímetros. ¡Y tú lo sabes!
  • Padre, de seguir así, nos dejará sin hacienda. Este año nos quedaremos sin cosecha.
  • ¿Qué nos pedirá este año, a cambio de nueva simiente?
  • Algo tenemos que hacer.

Nos quedamos preocupados, en el reloj de la torre de la iglesia daban las dos y media de la tarde, cuando vimos a Crescencio marcharse enojado con la escopeta al hombro bajar las escaleras del granero. No reparó en nadie, ni en el vecino que estaba picando la guadaña debajo de un nogal. En un instante atravesó las calles de la localidad. Aunque no era tiempo de caza nadie le dio importancia a los dos tiros que se oyeron. El cuerpo de Primitivo cayó junto a la mies recién segada.

La desgracia entró en la familia. La mujer amaba a Crescencio. Él la hacía feliz. De ese día en adelante la vida de la familia cambió por completo. ¿Cómo vivir sin sus caricias, sin su sudor, sin su fuerza? Lo llevaron preso a  la cárcel de Pamplona.

Pasado un mes, nació el niño. Le pusieron de nombre Jesús. Aunque parecía normal a medida que pasaron los años las taras quedaron a la vista. Aquel mismo invierno murieron el padre y la madre de Crescencio. Uno detrás del otro.  Los ciudadanos fueron crueles  con la familia, hasta les prohibieron espigar las plantas  que se quedaban en los campos y en los caminos después de recogida la cosecha. Les robaron  las tierras. Quedaron en la pobreza total, hasta que tuvieron que ir de aldea en aldea, de puerta  en puerta en busca de caridad. En toda la tierra de Estella se les conoció como el tonto de Nazar y su madre.

Gerardo Luzuriaga

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