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24/11/2015

Gabino (15)

El pueblo

Idéntica impresión he sentido al saludar a  los vecinos, especialmente cuando me he encontrado con Felipe y Fulgencio, junto con Benito, únicos supervivientes de  mi edad. Visitar los lugares recorridos en  la niñez y especialmente al reencontrarme con los sitios que había compartido con Francisca en los años jóvenes ha sido una sensación difícil de expresar.

¡Qué alegría, encontrar todo tal como lo dejé, tal como lo imaginé durante estos últimos años desde la distancia! La sierra, las calles, los pedruscos, los árboles, las fuentes, los setales. ¡Todo igual!

  • Fulgencio. Estás igual.
  • Sí, sí, así parece, pero no. Las piernas no me siguen, los pulmones no tienen fuelle. Te acuerdas del viejo matacas, pues así estoy yo.
  • Tú sí que te conservas, bien. Tienes la figura de un cura. Las manos blancas, la piel tersa, el pelo bien cuidado y recortado.
  • No creas, todos tenemos lo nuestro. De todas maneras no nos podemos quejar. La cabeza, por lo menos, nos funciona de primera.
  • ¡Mira el otro! Algo tendremos que tener bien. ¿No? Siguió murmurando Fulgencio.

Éste sí que es el mismo Fulgencio de siempre, pensé para mí.

Junto a la fuente, sentado estaba Benito. Nos quedamos en silencio el uno al frente del otro, serios, nos miramos fijamente a los ojos. Se echó a llorar, bajó la cabeza y se dio media vuelta, sin decir palabra se alejó.

Físicamente no había cambiado mucho, alto, delgado, elegante. Pero, sin embargo, me ha parecido que tenía la mirada perdida. Mirada de tristeza, diría yo. Sin duda, no es el Benito de la juventud que conocí.

  • De hace dos años aquí Benito no anda bien de la cabeza, me ha comentado Fulgencio, sin decirle nada, dicen que tiene Alzheimer, comenzó hace dos años a perder la memoria de lo cotidiano, no de lo que sucedió hace cuarenta, cincuenta años, es el que mejor recuerda aquellos años. ¡Pobre Benito! La bocina de Cecilio, el carnicero interrumpió la conversación.

Al día siguiente, a las 9 de la mañana llegó Don Javier, el  párroco  de Sorlada, en un coche nuevo y reluciente, ni entró en la iglesia, el monaguillo salió con el  hisopo de la sacristía y en menos de diez minutos esparció el agua bendita de San Gregorio a los cuatro puntos cardinales en las mismas paletejas, y acabó con la ceremonia que hace cuarenta años hubiese durado hora y media, y a la que habría acudido todo el pueblo con sus mejores ropas.

Las campanas de la iglesia se han  quedado mudas. Tan solo dan  las horas. Ya no se toca al Ángelus, a oraciones, a nublado... El grupo de los hombres nos quedamos  en las paletejas, delante de la iglesia, comentando anécdotas de la juventud, y yo respondiendo a las preguntas que me hacían sobre Chile, en estas estábamos  cuando el reloj de la torre marcó las 10 tac, tac, tac, tac... 

Benito comenzó a gritar ¡Están tocando a muerto! ¡Están tocando a muerto! Nervioso iba de un lugar para otro.

  • Le ofrecí un cigarro, con la intención de que se calmase.  En aquel mismo momento se oyó la bocina del panadero, Carrasco el de Mendaza, venía todos los días con un camión a repartir el pan de pueblo en pueblo.

Benito se acercó al instante.

  • Trae, trae.

Consumió la mitad del cigarro en cuatro caladas. 

  • Mejor harías en dejar de fumar. Me dijo Fulgencio de malas maneras.

Benito para entonces ya tenía la colilla del cigarro consumido, medio apagada en el labio derecho. Ver en esta situación a Benito, completamente enajenado  me ha impresionado.

Gerardo Luzuriaga

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