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03/12/2015

Gabino (18)

Antiguos amigos

Son las 12 y media. Tocan a la puerta. Es el cartero, Epi, que como todos los días en torno a esta hora suele pasarse con la correspondencia. Un enamorado de la caza. La destreza de sus cachorros, y el ciclismo son sus temas favoritos. Desde que ha cambiado su vieja bicicleta por la Lambreta no tiene prisa para volver a Acedo.

Otro tema de conversación es el ciclismo. En la época del Tour, aunque no sabe leer, para cuando llega a donde mí, se sabe de pe a pa lo que traen el Diario de Navarra y el Pensamiento Navarro. Nos pasamos la mañana comentando las hazañas de Carlos Echeverria, Francisco Javier Galdeano, Gabica...

Desde que Fulgencio no me visita tan a menudo, la llamada de Epifanio, se ha hecho imprescindible y necesaria. Es un hombre de pueblo de toda la vida, un hombre avispado e inteligente, nunca fue a la escuela, pero capaz de amoldarse a cualquier oficio y circunstancia. Es cartero sin saber leer. No hay nada que él no sepa de este valle.

Especialmente los días de invierno  pasamos horas y horas comentando los acontecimientos del pasado. De él he conocido los nombres de los delatores en tiempos de la postguerra, los detalles de los fusilamientos. Los lugares y los participantes en las reuniones secretas. Quienes fueron los verdaderos instigadores de las decisiones más comprometidas y los autores de las tropelías.

Sábado,  cinco de la tarde, pasaban los minutos y no llegaba nadie. Se avecinaba una tormenta, era un día de esos en que las moscas estaban pesadas, se posaban en los brazos y picaban. Llegó Felipe, no dejó mosca en paz, con golpes certeros con la boina acababa con seis o siete moscas cada viaje, y dejaba otras tantas atontadas revoloteando por los alrededores.

Fulgencio y Benito llegan a la vez, sudorosos. No sé si se debía al viento sur, pero Benito parecía más nervioso que de costumbre y tenía la mirada perdida. Toda la tarde la pasamos sentados a la sombra comentando nuestros temas.

Vosotros sí que vivís bien, nos comentó Fulgencio sin venir excesivamente a cuento. Tú con los negocios de Chile, Benito con su hacienda, y este, dos meses con  los Nacionales, y mira le ha quedado una pensión de general para toda la vida.

Al atardecer, nos acercamos al altillo desde donde se divisa  todo el valle, a lo lejos se ven seis cosechadoras y otros tantos tractores faenando en los campos. Allí, permanecimos las horas muertas, sentados, siguiendo el vuelo de las mariposas y los gaviones, oyendo de lejos el piar de los pájaros y de vez en cuando observando el vuelo de una babuta de colores vivos y diversos.

Pasan las horas,  tranquilamente, no ha movido ni pizca de aire. No apartamos la vista de las cosechadoras rojas Laverda, que poco a poco van acabando con los terrenos de  cereal como si de una plaga langostas se tratase. 

¿Fulgencio recuerdas  lo que nos ocurrió ya ni me acuerdo un jueves en Estella?, tendríamos unos 20 años. Entramos a una bodega a comprar dos botellas de anís las cadenas. Una vieja de Bearin estaba contando una historia bastante desgraciada. Cuándo acaba la mujer de contar la historia, no se le ocurre a Fulgencio más que decir ¡qué triste, qué triste! Y todos los que estaban en la tienda entendieron ¡que chiste, que chiste!.

Fulgencio repetía y repetía triste y ellos entendían chiste. Y cuánto más lo repetía más se mosqueaban. La cara de los allí presentes  se iba encendiendo más y más.

¿Pero qué os ocurre? Se enfadó Fulgencio. Pero si lo que estoy diciendo es lo más normal.

Normal, normal,  eso no es normal.

Al final por fin a Fulgencio se le ocurrió cambiar la frase y en vez de usar la palabra triste, usó la palabra pena, yo tampoco entendía el enfado de los presentes. ¿Pero no me digáis que no os da pena a vosotros qué aquélla pobre mujer se tuviese que ir del pueblo porque lo mandase el cura? ¿No me digáis que no os parece triste? Se acabó la discusión. Se acabó el enfado. La frase tuvo sentido y todos la entendieron. Entonces nos dimos cuenta que nuestra tr no era como la del resto de Tierra Estella, o por lo menos  la de los clientes que en ese momento estaban en la tienda.  Y con esta anécdota nos despedimos hasta el día siguiente, aunque hacía una temperatura que invitaba a quedarse al fresco toda la noche.

Al  día siguiente Fulgencio no aparecía, a pesar de que la hora que teníamos para reunirnos había pasado de sobra.  Poco a poco comienzo a impacientarme. Normalmente él es el primero que llega. Ya pasaba media hora, cuando me pareció ver el 127 blanco del médico aparcado enfrente de la vivienda  de Fulgencio. Bajé preocupado, pensando que le habría ocurrido algo serio. Nada más empujar el ventanillo de la puerta me encuentro con Fulgencio sentado tranquilamente en la  mecedora de caña medio adormilado.

  • ¿No sales hoy o qué?
  • No, que no hay nadie en casa y el nieto tiene fiebre, y ha venido el médico.

Como en la calle hacía un  sol sofocante, decidimos quedarnos charlando en el portal.


 

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