23/04/2022
LA TABERNERA DE LA BERRUEZA
Una historia real acaecida en pleno siglo XX en un pueblo del Valle de la Berrueza.
Teófilo Lacalle contrajó matrimonio con Valentina Cigales, la castellana. Valentina, aunque había nacido en Los Arcos, su padre llegó de un pueblo de la provincia de Valladolid, de Alaejos. Y tanto él, como sus hijos e hijas tuvieron el apodo de los castellanos. Y a Valentina desde chiquitina se le conoció como la castellana, y especialmente cuando se trasladó a la Berrueza.
El padre de la castellana llegó con 16 años de pastor a Los Arcos, se casó con una moza de Los Arcos, y como todos los pastores, especialmente los llegados de fuera, justo tenían para subsistir, vivían en una casa a las afueras del pueblo, si a eso se le podía llamar casa, ya que se asemejaba mucho más a una choza que a una casa. Muchas de las cabañas del campo tenían más comodidades que aquella casa.
Valentina se casó con Teófilo, hijo único de una casa normal del pueblo, sin mucha tierra, pero la suficiente para poder sacar una familia adelante. Vivía en una casa que en alguna época debió pertenecer a una familia de mejores condiciones económicas y sociales. Como lo demostraba el escudo encima del dintel de la puerta principal y el muro de más de dos metros que rodeaba la casa, de las pocas en que la puerta de entrada no daba a la calle, sino a un patio interior amplio, con dos olmos que eran la envidia de todos los que visitaban el patio y un árbol frutal que solo existía en ese lugar, que daba unos frutos anaranjados de un sabor especial y agradable. Desconocidos en aquellos años, y que parecía como algo tropical y que todo el pueblo, cuando entrábamos en el patio los admirábamos como algo especial. La casa contaba con una cuadra amplia y un pajar en la parte superior. Lo dicho una casa señorial y elegante.
Valentina y Teófilo vivieron unos años tranquilos, sin sobrarles mucho, sin penurias, pero con todo lo necesario. Teófilo trabaja la poca tierra que tenía, durante unos meses se ajustaba como carbonero en los montes de los alrededores, y alguna que otra jornada de peón para las haciendas grandes del pueblo hacía que tuviesen lo necesario para vivir. Tuvieron dos hijos, Nicolás y Lucía.
Pero un día Teófilo enfermó, justo podía levantarse de la cama. La enfermedad fue agravándose día a día.
Estalló la guerra y Nicolás junto a otros mozos del pueblo se alistó con los requetés. Lucía se quedó embarazada. Madre e hija intentaron que el pueblo pensase que el niño que iba a nacer en la casa era de Valentina; durante los primeros meses no fue difícil pasar desapercibida; y todo iba tal como lo habían planeado. Teófilo empeoró y murió. Parecía que todo el mundo creía que Valentina iba a dar a luz; pero unas semanas antes de dar a luz no sabemos muy bien como se extendió la noticia, pero todo el valle supo que la embarazada era Lucía, la hija. Según se comenta el padre fue un secretario que estuvo unos años en el valle y que unos meses antes de que Lucía diese a luz se fue del pueblo con toda su familia.
Lucía dio a luz un niño sano y robusto, de nombre Gervasio. No habían pasado ni dos meses cuando llegó la noticia de que Nicolás había fallecido en el frente. A las pocas semanas trajeron su cadáver para ser enterrado en un lugar destacado del Camposanto. Las honras fúnebres se realizaron sobriamente.
Madre e hija resistieron más mal que bien los primeros años, ya en el segundo año tuvieron que vender las pocas tierras que Teófilo les había dejado. Muy pocas eran las posibilidades económicas de madre e hija. Se quedaron tan sólo con dos cabras y un cerdo que alimentaban para sacrificarlo por San Martín. Se comentaba que el niño de Lucia era de un secretario que había venido a sustituir al titular. Nunca se supo la paternidad concreta. Lucía le dio su apellido, y lo quiso y lo cuidó como nada en el mundo, e hizo todo lo posible porque no le faltase de nada, aunque para ello tuviesen que pasar necesidades madre e hija.
La vida en un pueblo, para el que nada tiene es dura, mucho más de lo que nadie puede imaginarse. Un pueblo tiene el campo cerca, los frutos cerca; pero el que nada tiene, aunque los vea no los puede aprovechar. Un pueblo para la gente pobre no tiene nada de utópico. De una forma u otra la familia iba resistiendo, pero había épocas en que no era fácil subsistir, hasta el punto que Lucia y su madre tuvieron que agudizar los sentidos para conseguir los alimentos necesarios para subsitir. No era extraño encontrarlas por los caminos recogiendo las espigas que los carros habían dejado en los caminos enganchadas en las zarzas o espigando en los campos una vez recogida la cosecha por los dueños de las fincas.
Lucia era una muchacha fuerte, de espaldas anchas, caderas y piernas fuertes, de grandes pechos. Una muchacha atractiva. En muchas ocasiones se vio obligada a ajustarse como peón de labranza, como si fuera un muchacho más, al tiempo que hacía las coladas y otras labores para las casas más pudientes. Pero a pesar de ello, había épocas en que no tenían una chaucha en casa, ni tampoco grano para poder convertirlo en pan, comida básica para poder alimentarse.
Por estos años los robos se hicieron bastante habituales por estos pueblos del Valle de la Berrueza. Coincidiendo con la llegada de los carromatos de los gitanos, habituales en varias épocas del año, los robos en los pueblos aumentaban. Los gitanos pasaban temporadas en el pueblo, arreglando cazuelas, vendiendo cestas de mimbre esquilando a los burros y mulos o ajustándose como peones.
Según cuentan Lucía se hizo experta en el robo de hortalizas, frutas, y también hachas, azadones, y otro tipo de aperos. Y fuese vedad o no, pero se le cargó con el sanbenito de ladrona.
Cualquier cosa que faltaba, fuese cierto o no se le imputaba a estas dos mujeres. En una ocasión una familia del pueblo, que ya en otras ocasiones había echado en falta grano del conservado en un granero, algo alejado de la vivienda, estuvo al acecho y pillaron a Lucía dentro del granero. Se dio parte al juez de paz, que le impuso una multa y la encerró para una semana en la cárcel del pueblo. No sabemos como, pero a los dos días consiguió escaparse de la cárcel. Pasados unos meses se llevó a cabo el juicio en el juzgado de Estella, pero no se pudo comprobar nada, pues Lucía testificó que no estaba robando.
En otra ocasión, también el pueblo se vio revolucionado, pues en una casa durante la misa del domingo, faltó una gran cantidad de dinero, todo el que un hijo había ganado durante una temporada de carbonero en el monte. La cantidad era muy importante. Tanto como para poder comprar una yunta de bueyes. Tampoco este caso se aclaró, pues además de no haber prueba alguna el caso acabó en el juzgado de paz y no llegó al de primera instancia a Estella, aunque todas las miradas y algo más señalaron a la madre e hija.
Lucía tuvo algún que otro pretendiente, era una muchacha joven, elegante, e intelectual. Trabajadora y especialmente lista. En una ocasión tuvo un novio del valle de Aguilar, con el que estuvo saliendo durante meses, hasta el punto que se vino a vivir a casa de Lucía y su madre con los pocos bienes que poseía tres cabras, unas gallinas y un cerdo. Tras dos meses de convivencia, parece que el amor no fraguó y tuvo que marcharse de nuevo para el Valle de Aguilar sin las cabras y las gallinas, y al cerdo ya le había llegado su San Martín.
Enfermó Valentina, recuerdo al cura del pueblo con dos monaguillos tocando la campanilla llevando el Viático por las calles hasta su casa. Al día siguiente falleció.
Gervasio creció como el resto de niños del pueblo, acudió a la escuela hasta los 14 años, en la que como la mayoría de los niños y niñas salían justo sabiendo leer y poco más. Cuando cumplió 15 años por conociencias de otra familia se trasladó a Legazpia, allí trabajó en un taller durante varios años. De vez en cuando volvía al pueblo, con gran alegría de su madre. Siguió siendo durante toda su vida su niño.
Lucía, mujer alegre, inteligente y echada para adelante puso una tienda de ultramarinos y regentó la taberna del pueblo. No le faltaron clientes. Era una gran cocinera, y preparaba suculentas comidas con las piezas de caza que los clientes le llevaban para que las guisase. Durante unos años todo fue sencillo, en el pueblo había gente, y tan solo con la taberna sacaba para vivir plácidamente; pero llegó el momento en que el pueblo se fue quedando vacío, cada vez se iba menos a la taberna, y cada vez había menos gente para acudir a la taberna. Lucía resolutiva, como había sido durante toda la vida, vendió las cabras que era lo único que poseía aparte de la preciosa casa y se fue a servir a una casa de un intelectual de Pamplona, siguió acudiendo a su casa todos los años por vacaciones.
Esta es la vida de una mujer atrevida y fuerte, a la que le tocó sacar adelante la familia en momentos críticos, haciéndole frente a la vida, en épocas difíciles para las madres solteras.
08:30 | Permalink | Comentarios (1)
Comentarios
Muy buen relato, Gerardo. Historias que se llevaría el viento si no son plasmadas en libros, webs, o en el legado oral de generación en generación...
Anotado por: pierola | 26/04/2022
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