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28/09/2007

GABINO (I)

Aurkibidea

1. Dos asesinatos

2. El Valle de La Berrueza 1903

3. Juventud

4. El mayorazgo

5. La caza

 

1. Dos asesinatos

A las 11 de la mañana, Primitivo atropelló a un hombre que circulaba por la carretera recientemente construida. Allí mismo, a un lado de la cuneta quedó el cadáver a consecuencia de un golpe seco en la cabeza.

Pasados seis meses se celebró el juicio en el mismo pueblo. Primitivo, quedó absuelto, ya que el juez de paz y hasta el mismo fiscal consideraron el suceso como un infortunio.

En agosto del mismo año, alrededor de las 2:30 de la tarde, un hombre vestido con una chamarra de invierno salió de casa. No saludó, ni miró a nadie. Ni reparó en su mejor amigo aunque paso por su lado. LLevaba el rostro completamente desencajado. Atravesó el pueblo en un santiamén, tomó el camino de Mataverde.

Cinco minutos después se oyeron dos tiros. Aunque no era época de caza nadie les dio importancia, hasta que apareció la mujer de Primitivo con las manos en el rostro y gritando: !Han matado a mi marido¡ !Han asesinado a mi marido¡

Para cuando llegaron los vecinos el cadáver estaba tendido encima del cereal recién cortado.

El infeliz pasó 22 años en la cárcel de Pamplona hasta que murió a conseccuencia de varias enfermedades, agravadas por la vejez. Abandonado, sin visitas, sin ayuda de amigos, ni familiares.

2. El Valle de La Berrueza 1903

Hermenegildo tomó la senda hacia la Basílica de San Gregorio.
- Arre, arre.
- Vamos, ya falta poco. No tenemos más que llegar antes del anochecer para que el sacristán, familiar lejano, nos prepare una buena cena.
Tal como lo había descrito el padre de Hermenegildo. Se encontraron con un hombre regordete de unos 50 años, de tez blancuzca, que les preparó una buena cena y una buena cama. El día anterior no les había dado tiempo a apreciar el paisaje. La basílica tenía un aspecto majestuoso, resaltada por los rayos del sol que se reflejaban en la cúpula de cerámica de colores.

Se notaba la frescura del verano. Hermenegildo caminó varias horas junto a la yegüa.

- So. Sooo.

Se detuvieron ante un grupo de campesinos.
El único que les hizo caso fue un mocete de 8 años, los demás siguieron con sus trabajos.
- Buenos días.

- ¿El camino para Santa Cruz de Campezo?
Sin dejar la guadaña, tan siquiera sin mirarle el que parecía más viejo del grupo le hizo signos con la cabeza de asentimiento.
- ¿Qué tal la cosecha?
- Bueno, tirando. Parece que venía buena, pero los últimos calores la han apurado. De paja bien, pero al final no ha granado como debía. Bastante peor que la de los años anteriores.
- Arre, arre.
No han dado ni cinco pasos cuando las campanas del pueblo tocan al Ángelus. Todos al unísono dejan la labor y se arrodillan para rezar las oraciones de costumbre.

Acabado los rezos, el que parecía más viejo, una vez que se colocó la boina de nuevo en la cabeza se dirigió a Hermenegildo.

- ¿Ya conoces la historia de San Gregorio Ostiense?
- Sí algo me comentó ayer el sacristán. Se construyó en la Edad Media en honor a un Obispo italiano de la ciudad de Ostia que vino a evangelizar las tierras de La Rioja. Y según cuenta la leyenda, les ordenó a sus seguidores que una vez que muriese lo subiesen a una mula y allí donde se parase por tercera vez le hiciesen una ermita.
- Sí, sí, así es. En el siglo XVII se destruyó la antigua ermita y se construyó la actual,  sin parangón  por estas tierras, la cual no envidia para nada a las mejores catedrales.
- Mientras el agricultor comentaba los prodigios realizados por el santo en beneficio de los agricultores y las alabanzas de la propia construcción, le ofreció la bota y un trozo de chorizo. Fíjate bien ¿No te das cuenta que la basílica parece que está en movimiento, como cabalgando encima de un caballo...?
- Sí, sí, algo de eso también me comentó el sacristán. 

Tras  ofrecerle de nuevo otro trago de la bota Hermenegildo se alejó a través de unos campos de trigo y avena.

Hasta que no oyeron los ladridos de los perros, no se dieron cuenta que se acercaban al pueblo. Las casas no se distinguían del paisaje. Se encontraron ante una población  de color ocre pardo: las calles, los tejados, los muros de las casas, las tapias de las huertas no se distinguían con facilidad de los campos cultivados.  Una vez enfilada la calle principal un grupo de niños les rodean y les acompañan hasta la salida del pueblo. Sin darse cuenta se encontraron fuera de la población. No vieron ni una sola persona aparte de los niños que les acompañaron por las calles, aunque en todo momento tuvieron la sensación de encontrarse bajo las miradas hurañas de los vecinos.

Llegaron a un despoblado en que no quedaban en pie más que cuatro casas viejas y una iglesia medio derruida, alrededor de la cual estaba pastando un rebaño de unas 200 cabezas.

Siguieron el camino y llegaron a un lugar muy similar en apariencia al anterior. A Nazar. Aunque en este pueblo también se sintieron vigilados; barruntaron un ambiente bastante más alegre. Aparte de niños, caballos, pollos y perros, se encontraron con personas  de todas las edades dispuestos a entablar conversación. En un cuarto de hora les pusieron al día de todo lo que ocurría no sólo en el valle, sino también en toda la comarca. Les explicaron las razones de la hurañez de los vecinos de Asarta, según parece les venía el carácter arisco a raíz de los severos castigos impuestos tras la pérdida de la batalla en la Segunda Guerra Carlista. 

No olvidaron tan fácil la liebre en salsa, servida por una sirvienta tan habladora como elegante.  Con gran pena atravesaron el puerto de Nazar, dejando atrás la Basílica de San Gregorio, la Sierra de Cábrega y los picos de Codés  y así abandonaron definitivamente este valle rodeado de bellas y encantadoras montañas.

3. Juventud

3. 1.  Inocente juventud

Recién cumplidos los 8 años deseaba que llegase el fin de semana. Anhelaba con impaciencia que diesen las 8 de la mañana del domingo. A Una con las primeras campanadas salía corriendo hacia la iglesia. Desde el primer toque de campana hasta el segundo preparaba las ropas de celebrar misa y las mías de monaguillo. Nada más tocar el segundo las chicas ocupaban los primeros bancos del lado izquierdo de la iglesia, el que correspondía a las mujeres.

Entre el segundo y el tercer toque, los monaguillos con túnica blanca y cíngulo rojo aprovechábamos para salir una y otra vez de la sacristía al altar, o al coro con cualquier excusa. Todo valía, encender las velas, las luces, cambiar las flores de lugar, llevar las vinajeras, preparar el libro de lecturas. Cualquier pretexto era bueno para cruzar la mirada con Francisca sentada siempre en el primer banco de la izquierda en el lado derecho. Eran momentos especiales, mezclados con el silencio, y la oscuridad de la iglesia.

Estos momentos y los de la comunión se fueron convirtiendo en instantes inolvidables. Sobre todo recuerdo el momento de colocar la patena sobre el pecho. Sin duda fueron estos sencillos guiños, intercambiados semanalmente, los que dieron paso al nacimiento de la  complicidad que duraría en el futuro.

Todavía recuerdo, con 12 años, como noté la mirada de Francisca, fue en el portal de la escuela, medio oscuro y la puerta medio cerrada, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, y no fui capaz ni de mover un solo músculo.-         ¡Gabino, hoy también andas bastante tarde!

- ¡Ya tendrías que estar cuidando los cerdos!

- ¡Si no quieres que te riñan tendrás que marchar cuanto antes!

No me dio tiempo ni a enterarme de lo que me estaba diciendo la maestra, estaba ensimismado en la mirada de Francisca, cuando los gritos de mi hermano me volvieron a la realidad.

- Adiós, Adiós... señorita. Rojo como un tomate es lo único que pude balbucir. Al salir por la puerta me pareció intuir una sonrisa pícara en el rostro de Francisca, que perduró en  la memoria bastante más que aquella tarde, mientras pastaban los cerdos.

- Desde entonces y especialmente desde el día que me di cuenta que a Francisca le comenzaron a crecer los pechos, esas miradas comenzaron a crear nuevas sensaciones en mi cuerpo.

A los 16 años, todavía con pantalón corto, el segundo día de las fiestas, a eso de las 9 de la noche, no sin haber dudado una y otra vez le pedí baile, ante la gran sorpresa de sus amigas. ¡El hijo del carbonero pidiendo baile a una Aranaz!.

- Francisca, bailas?

- Sí.

Sólo con el roce de las manos un suave escalofrío me recorría todo el cuerpo.

- No sé bailar.

- Tranquila, yo tampoco. Mueve las piernas, haz lo que yo haga.

La distancia entre nosotros era grandísima, ya que teníamos los brazos completamente extendidos. Estos segundos que permanecimos juntos bailando todavía los tengo vivos. Uno dos, uno dos, uno dos, vuelta, dos pasos. De nuevo le agarro por la cintura, uno dos, uno dos y se acabó. Los músicos acabaron la pieza para comenzar una nueva.

3.2.  Edad rebelde

Nueve años después, en otro día de fiestas muy semejante se oyó un murmullo en la plaza del baile:

- ¡Gabino se ha licenciado!

- ¡Hace unos minutos ha llegado al pueblo!

- ¿Pero si no se licenciaba hasta Navidades?

- Sí, sí. ¡Pero ha llegado!

Eran las doce y cuarto de la noche, todo el pueblo estaba en la plaza, los músicos se disponían a tocar la segunda pieza de la noche cuando me acerqué al baile entre un gran bullicio, sin pensarlo dos veces fui donde Francisca y le pedí baile.

Sin andarme con rodeos quiero casarme contigo, le dije.

De repente, se armó la de cristo en el baile.

- ¡Has vuelto! ¡Ven aquí! Que haces ahí bailando, ya tendrás tiempo de sobra para bailar en otros momentos.

- ¡Vamos a probar las cubas de las bodegas!

- Se armó un gran griterío. Todos los mozos a la vez abrazándome. De repente me cogieron entre siete morroscos y me soltaron por el aire como una pluma. Hasta que logré librarme de los abrazos y empujones de mis amigos.

Al día siguiente Primitivo se levantó temprano. Se sentó en el sillón de la cocina a esperar que amaneciese. Estuvo sentado en su sillón de paja hasta que se levantó el resto de la familia.

- Francisca, tienes tantos pretendientes como quieras, estás en edad de casarte. Hasta ahora he tenido que rechazar a más de 20 pretendientes que podían haber sido de tu condición. No andes en tonterías. Sé prudente. El jueves que viene, día de mercado, a mucho tardar, concertaré tu boda con el padre del Josetxu de Mendaza. La boda se celebrará dentro de tres meses. Me dijo padre.

- Ayer comentaron en la taberna que bailaste con Gabino. No te puedes ni imaginar el hablar que has dado en todo el valle.

- Espero que no vuelva a suceder.

Primitivo conforme iba hablando se iba encendiendo. !Con quién y con el hijo del carbonero¡ ¡Con esos que no tienen ni tres termones dónde caerse muertos! ¡Espero que no vuelva a suceder!

Justo cuando Francisca iba a disculparse y dar alguna explicación se encontró con la mirada compasiva de su madre. Fue suficiente para darse cuenta que era mejor callarse.

La mirada y el rostro desencajado de su padre la dejó petrificada. Mientras tanto la madre intentó encontrar palabras conciliadoras. En realidad no estaba muy segura de lo que podía decir. Por un lado, tampoco ella comprendía como Francisca había podido bailar con uno que no era de su clase, pero por otro lado, se veía en la obligación de mediar de alguna manera ante su hija. Pero el miedo le impidió gesticular palabra, silencio que le pesaría durante el resto de sus días.

Al día siguiente, a pesar del dolor de cabeza, producido por el vino, fui consciente de la nueva situación. Una sensación de ganador y tranquilidad me rondó la cabeza, para convertirse en preocupación e inseguridad nada más salir a la calle.

Gabino.

No hay derecho. Tan cerca y tan lejos, mi amor. En definitiva para vivir lejos, muy lejos. Más lejos imposible. De aquí en adelante no nos veremos más. Entiéndeme. Aunque el corazón me pide lo contrario, la razón manda en este caso. No nos queda más remedio que vivir en soledad. Separados.

Ten siempre presentes estas palabras, estés donde estés, sea el día que sea, siempre te querré, siempre te tendré en el recuerdo. No existirá otro más que tú. El único consuelo que tengo es saber que los dos estamos sufriendo el mismo tormento.

No nos queda otro remedio. Perdóname por no ser más atrevida. Me faltan las fuerzas. Tengo que ceder.

Cariño, llora lo que sea preciso. No puedo más. No te rebeles. Lo primero es lo primero y la palabra del padre es sagrada.

Mi amor.

El paso del tiempo no me consuela, que los dos suframos no me alivia. Todavía sigue viva la llama que se encendió hace años. Cariño. Los dos juntos le haremos frente. Ten presente que yo también siempre te amaré, allá donde estés. Ahora es el momento de ser fuertes, de resistir.

Mantengamos la llama del amor viva. Sigamos el camino que nos marca el corazón.

No puedo vivir de los recuerdos.

¡Qué momentos!

Sueños imborrables. Algún día espero hacerlos realidad. Te he gozado en sueños. Algunas veces desnuda, en bragas con los pechos al aire, uno junto al otro, sin prisa. Francisca solo de recordarlo se me alegran los ojos y se me levanta el ánimo.

Más de una vez me despierto junto a ti, tomando el camino de la era, unidos por la cintura, subiendo sin prisa, para acabar haciendo el amor en el refugio debajo de la encina de al lado de la roca,  en la vieja era encima del pueblo. Tus nalgas encima de mi cuerpo desnudo. Allí medio escondidos, medio al aire libre. Besándonos sin movernos. Las manos de un lugar para otro. Francisca no quiero perderte. Quiero tenerte para siempre. No te vayas. Resiste.

El fuego que encendimos me da ánimo para seguir luchando. Estoy preparado para estar esperándote el tiempo que haga falta. Para hacer frente a 10 hombres como tu padre. Resiste. La  distancia no apagará la llama encendida. No hay nada que sea capaz de apagar la llama de nuestro amor.

Tan pronto como acabó de leer la carta, roto el corazón por la oscuridad y las lágrimas de alegría, empujó la puerta medio abierta del pajar y se retiró a un rincón del pajar donde nadie le pudiese molestar. Las lágrimas vertidas en las cuatro horas que permaneció acurrucada junto a la paja le confortaron para poder seguir adelante.

- Padre, hace tres días que no me he confesado

- Dime hija, cuáles son tus pecados.

- He pecado mortalmente, padre. He pecado contra el cuarto y el sexto o el noveno mandamiento.

- He tenido pensamientos carnales.

- ¿Más de una vez, hija?

- Sí

- ¿Y han sido consentidos?

- Sí

- ¿Cuántas veces?

- Seis o siete veces

- ¿Qué clase de pensamientos han sido?

- Feos, muy feos, padre.

- ¿Tú sola, o aparecen otras personas en esos sueños?

- Sí, padre

- Si, ¿Qué hija?

- Sí, con un hombre, padre.

- ¿Quién es?

El silencio, la oscuridad y la frescura de la iglesia se rompió con el ruido seco de un trueno, el rincón donde estaba colocado el confesionario, y la cara del cura resplandeció por un momento con la luz que entró por la ventana del ábside. El silencio y la oscuridad de la Iglesia reflejo de sosiego, placer y tranquilidad se mezclaron con las palabras del cura y se convirtieron de repente en miedo, intranquilidad y desasosiego.

- ¿Quién, quién?

- ¿Con quién, con quién cometes actos impuros?

- Gabino. Con Gabino.

- ¿Gabino? ¿El hijo del carbonero?

- Tienes que quitártelo de la cabeza. En verdad, hija. Es un pecado mortal. De aquí en adelante cundo te vengas esos pensamientos imagínate el fuego eterno.

- Tienes que permanecer pura y limpia para tu futuro esposo. Pura y limpia también de pensamiento. Tan pecado es el que se comete realmente como el que se imagina. La imaginación es el mal de este mundo.

- Tienes que acercarte inmaculada al altar.

- Ego te absolvo...

- Pero, cuenta, cuenta cual era el otro pecado.

- Padre, he pecado contra mis padres. Pongo en duda lo que mis padres me ordenan.

- Hija, hija. Este pecado es tan grave como el anterior.

- Es necesario respetar y obedecer a los padres. Los padres nunca yerran, nunca se equivocan. Siempre velan por la seguridad de los hijos. Y siempre quieren lo mejor para ellos. Igual no le entenderás. Esa es una enfermedad de la juventud. Igual que los animales resguardan a sus crías de los enemigos cuidan nuestros padres de nosotros. No tengas duda. Obedece y haz  lo que te dicen los padres. Son buenos cristianos. Lo que ahora se te hace incomprensible con el paso del tiempo lo entenderás y estarás siempre agradecida.

- Ego te absolvo...

Si antes de hablar con el cura no sabía que hacer, ahora mucho menos. Las palabras del cura se agolpaban en la cabeza, mezcladas con los sentimientos y con las últimas letras escritas por Gabino.

A la siguiente semana, una mañana normal, antes de que el gallo cantase salimos para Estella. Con el corazón a punto de explotar, con las manos unidas y sin atrevernos a mirar hacía atrás, nos dirigimos carretera abajo. Unos minutos antes de las 7 ya estábamos en la estación del tren de Acedo.

Para cuando llegamos al Convento de las Clarisas de Estella, ya estaba el cura, Basilio, esperándonos delante de la puerta. De pie, nervioso, no aparentaba más de 30 años. En diez minutos acabó la ceremonia y salimos casados.

Para la una del mediodía, ya estábamos de vuelta en el pueblo. Cada uno en nuestra casa, como si no hubiese ocurrido nada. Dos semanas después los Padres de Francisca nada más conocer la noticia de nuestro casamiento, la deshederaron y la metieron en el Convento de monjas clarisas de Los Arcos.

Aprovechando que el resto de las monjas se encontraban rezando maitines un día de invierno, valiéndose de una escalera escalo el muro y  se escapó por la tapia del huerto.

Gracias a las recomendaciones del padre  Basilio yo ya trabajaba de peón para los Duques de Cábrega. Dos años estuve allí, hasta que una mañana apareció Francisca. Volvimos al pueblo. Alquilamos la única casa que quedaba libre, la peor casa del pueblo. Ubicada en un callejón que no daba el sol en todo el día. Nos vimos en la obligación de vivir en penumbra, no entraba el sol más que por una pequeña ventana que daba a un patio ocupado tanto de noche como de día por cuatro cerdos del vecino. Las 24 horas del día debíamos usar candelas y candiles, excepto en la cocina, la cual daba al citado patio.

4. El mayorazgo

Para Paula esta casa era casi como la suya, en ella pasó la mayoría de las horas de su juventud. Su abuela sirvió en esta casa, su madre todavía permanece de sirvienta, ella misma había nacido en ella. De todas maneras, nunca se acostumbró a la oscuridad y los ruidos de aquella casa.

Los verdaderos quebraderos comenzaron un anochecer de luna llena. Como cualquier otor día cogió el candil que estaba colgado de un gancho detrás de la puerta, encendió la mecha, echó un poco de aceite, y se dirigió hacia el granero en busca de avena para las palomas. Atravesó el pasillo de dos zancadas, en el momento que sintió una sombra que se le acercaba, notó la respiración cercana. Contuvo la respiración todo cuanto pudo. En vano, cada momento sentía más cercano al agresor.

Las llamaradas alargadas del candil se entremezclaban con los suaves rayos de la luna que hacían que los muebles del pasillo pareciesen fantasmas en movimiento. Sintió los dedos agarrándole la punta de la falda, se dio la vuelta y no era otro que Primitivo, el señor de la casa, que venía del cuarto de amasar el pan. Se tranquilizó.

Los anocheceres se fueron haciendo cada día más indeseables, ya que justo se se atrevía a salir de los cuartos del primer piso, y cuando tenía que acudir a la bodega o al resto de las habitaciones siempre lo hacía de forma rápida y sin atreverse a mirar hacía atrás.

Paula no era la única criada ni mucho menos. Había épocas en que convivían 8 peones,  4 criadas y la cocinera.

Aquel día amaneció lloviendo, y así siguió durante todo el día. Benito, el sobrino mayor de Primitivo llegó del monte completamente empapado. Entró directamente a la cocina vieja, allí encontró agachada de espaldas a Paula avivando el fogón. Se le marcaban las formas redondeadas a través de la tela de la falda. Se cruzaron las miradas. Benito no pudo apartar la mirada de las curvas redondeadas del cuerpo joven y esbelto de la criada.

El fin de semana, la tarde del sábado en la taberna los mozos elogiaron la figura de Paula. Seguro que no era la primera vez que hablaban de Paula ante Benito, pero a éste así le pareció. Todo lo que escuchó le pareció del todo acertado, aunque en cierto modo se sintió ofendido y algo celoso.

No era alta, tampoco pequeña, de estatura media más bien, de espaldas anchas y fuertes. Con brazos regordetes y de carnes duras.

Al día siguiente, a la misma hora de todos los días se encontró con Paula en la cuadra.

-Hace calor hoy. ¡Eh!.

-¿Le has echado pienso a los bueyes?

-Si, si.

-¿Y a las vacas que trajimos ayer del monte?

-También. Y también las he llevado al abrevadero.

-¿Tienes tiempo para ayudarme a llenar unos sacos de cebada para llevar a moler?

Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. El hijo del amo casi pidiendo las cosas por favor. Ya tenía el sí en los labios cuando Benito aprovechó para pasarle el brazo sobre el hombro. Paula con un movimiento rápido, se soltó  para ir en busca de sacos vacíos para llenarlos de cebada. A los dos minutos apareció con 12 sacos sobre el hombro, caminaba delante, moviendo las caderas. Sin prisa, medio en silencio cuando ya habían llenado y atado  6 sacos se oyeron las voces de dos peones que venían a realizar el mismo trabajo.

-Buenas.

- Nos ha mandado Primitivo que preparemos unos sacos de cebada para llevar al molino. Comentaron mientras miraban maliciosamente a Paula.

El mismo día por la tarde coincidieron de nuevo Benito y Paula en la cocina. Hacía un bochorno insoportable. Benito aprovechando la oscuridad, la frescura del lugar y el atontamiento que produce el calor sofocante de un día de verano se acercó a Paula y se sentó a su lado. Consiguió una sonrisa complaciente de la muchacha, a la vez que se levantó del banco corrido en el que estaba remendando un calcetín para dirigirse a la fregadera a lavar unos cacharros que habían quedado en el pozo de la fregadera. 

Un 8 de abril alrededor de las 11 de la mañana Benito volvió del campo en busca de más patatas para sembrar. Nada más atravesar la puerta del patio se encontró con Paula que estaba echándole de comer al perro atado junto al portalón principal. Le pareció más guapa que nunca, Paula llevaba aquel día el pelo suelto que la hacía más esbelta.

Acarició al perro, y agarrando por la cintura a Paula le dio un beso corto en los labios. Paula sintió un escalofrío que  le recorrió todo el cuerpo.

Ayúdame a partir estas patatas. Las tengo que llevar a la pieza lo antes posible. Necesitamos dos sacos más por lo menos. Le comentó Benito.

Paula sin decir nada, se fue en busca de un cuchillo. Benito le siguió con la mirada, gozando con sus andares. Se sentaron enfrente en dos banquetas. De repente Benito animado por lo que había sentido anteriormente, agarrando suavemente a Paula por el hombro la tiró al suelo. Sin perder tiempo le bajó las bragas, le apartó las piernas y se puso encima, con suaves movimientos hacia atrás y adelante se abrazarón y besaron.

Paula oyó unos pasos, suaves como de mujer. Unos segundos después oyó como se retiraba tan suavemente como había llegado.

Los cuerpos se entrelazaron, Benito intensificó los movimientos hacia delante y hacia atrás. Paula tan pronto como sintió la humedad en su cuerpo, extendió los brazos y de un golpe apartó a Benito de encima, para dejarlo tumbado boca arriba.

Se levantó, se subió las bragas y se fue. 

Pasados 5 meses, la madre siguió con la mirada triste los últimos pasos de Paula en el pueblo. Paula salió del pueblo con la cabeza baja, sin mirar para atrás más que una vez para despedirse de su madre que se quedó en el umbral de la puerta las lágrimas le resbalaban por la cara. No se llevó del pueblo más que el recuerdo de las lágrimas de su madre y el llanto desgarrador de su hermana la menor. Fue un viaje sin vuelta, como ella bien lo sabía. El resto de su vida la pasó en el convento de monjas clarisas de Pamplona.

Tan pronto como dio a luz un niño sano y regordete se lo quitaron para ingresarlo en la Inclusa.

5. La caza

Primitivo como la mayoría de los habitantes del pueblo era un cazador empedernido. Especialmente los domingos,  lloviese, nevase o hiciese el tiempo que hiciese, el  mal tiempo  no era impedimento para que pasase el día fuera de casa en busca de cualquier animal salvaje  por los montes de los alrededores. Con el pasamontañas calado hasta los ojos, la escopeta colgada al hombro, la navaja metida en la faja,  y el zurrón bien lleno de comida salía de casa chiflando para no volver hasta bien echada la noche.

Las andanzas de Primitivo eran de sobra conocidas en los pueblos de alrededor. Sus correrías se hicieron famosas en Navarra, Álava y en media Rioja. No era extraño que hasta en los días más duros  del invierno pasase  dos o tres días sin volver a casa, durmiendo  entre la hojarasca y los bojarrales.

Famosas se hicieron sus cacerías de jabalies y zorros. La comandancia de Los Arcos le acechaba de cerca, pero a pesar del celo de los guardias civiles, no era extraño ver a Primitivo regresar con jabalies de gran tamaño que había dado muerte con su navaja, sin haber hecho uso de la escopeta para no atraer la atención de los guardias.
 
En una ocasión todo el vecindario nos vimos obligados a salir en su busca. Llevaba 7 días sin volver a casa con una nevada de metro y medio. Cuando ya todos pensabamos lo peor, cuando ya la mayoría habíamos decidido abandonar la búsqueda, pues la noche se echaba encima, apareció Primitivo que subia por el camino de Costalera, junto a Fuentes Altas chiflando y cantando como si nada hubiese ocurrido. Había pasado toda la semana bien comido y bien caliente en casa de unos familiares de Orbiso.
 
Como todos los domingos, éste también salió después de misa a cazar perdices con su perro. Cargó la escopeta con dos cartuchos de mostacilla del 8 de la marca “el gamo”, tomó el camino del prado, a la altura de Disiñana oyó el vuelo de una bandada de  perdices, descolgó la escopeta del hombro, se dio la vuelta y tiró los dos tiros casi sin apuntar hacia el maizal donde habían ido a refugiarse las perdices. Al instante se oyeron los gritos de una joven que estaba por lo que parece haciendo sus necesidades en el maizal.  
 
Con tan mala suerte que algunos perdigones sin fuerza se incrustaron en el culo de la recién licenciada maestra en la Universidad de Zaragoza.
 
Se reunió el ayuntamiento y como no podía ser de otra manera, el pueblo acabó pagando el infortunio de Primitivo. Entre el alcalde, el secretario y el cura lo arreglaron todo. Nombraron a Resurre maestra perpetua del pueblo, 50 años estuvo de maestra. Maestra sin vocación. La única filosofía que conocía era la de la letra con sangre entra, y bien que la puso en práctica. Ningún niño, ni niña logró aprender a dividir; sin embargo los castigos, y los malos tratos con las varas de mimbre y la regla en las palmas de la mano y la cabeza fue la única filosofía que fue capaz de enseñar. Con ella se acabó la educación oficial en varias generaciones.

Gerardo Luzuriaga

14/09/2007

Las mujeres de nuestro pueblo (II)

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María  recoge y frega los cacharros. Barre la cocina. Prepara de nuevo la alforja con la merienda. Los hombres vuelven de nuevo al tajo. María levanta al abuelo, le ayuda a sentarse en el sillon de mimbres del patio junto a su mujer. Salen los hombres para el campo. María les grita hacia las seis llegare al terreno. No le contesta desde lejos Fortunato, no hoy no vengas que no haces falta todavía, el trigo no está del todo seco. Sale de nuevo a la calle con la escoba de biércol y le da una pasada a lo mayor.  Coge del patio un pozal y echa unos cuantos pozales de agua a las flores del patio y a las de la calle.

 

Echa al fuego dos astillas grandes y arrima una cacerola grande con agua que ya casi estaba hirviendo, echa unos tronchos de berza y unas cuantos kilos de patatas del año pasado, ya arrugadas. Mira el montón de ropa para planchar, desecha la idea, y se dirige al corral con un balde lleno de salvado para los cerdos. Lo mezcla con agua en el cocino. Los cerdos se acercan apresuradamente  y acaban inmediatamente  con la comida. María coge dos berzas y se las echa a la pocilga por encima de la puerta.  Vuelve al patio, se pone un sombrero de paja, coge dos calderos y un azadón y se dirige al huerto, que está a un kilómetro de la casa, aprovecha el agua que se ha filtrado en la poza, unos 30 calderos que los emplea en las berzas que habían plantado la semana pasada. Saca tres potes de patatas, elige 5 tomates grandes, rojos y maduros, tres leguchas, unas cebollas, y unos pimientos con los que llena completamente los dos cubos.

 

De nuevo en casa, lo primero que hace es preparar dos tazones grandes de leche, con unas galletas para los abuelos. Le pone bien la boina y le suena los mocos con el pañyuelo que guarda en el bolsillo del chaleco. Aparta la cazuela grande con comida para el cerdo que matarán en el invierno  del fuego. Unos minutos después ayuda al abuelo a subir al pajar, lo coloca a la sombra, junto a las higueras, coge los huevos que han puesto las gallinas.  Coloca a la abuela al lado de su marido. Baja de nuevo a la casa y sale con una cazuela con las sobras de la comida que las echa cerca del nogal. Las gallinas se alboratan y acuden todas a la vez a picotear los desperdicios.

 

Sube la comida al cerdo que se encuntra en el pajar.  Sin darse cuenta, ya comienza a anochecer.  Por la cuesta suben las dos cabras solas. María se mete la mano al bolsillo y saca un currusco de pan, lo parte en dos y se los acerca a las cabras, mientras le abre la puerta del pajar y las guarda. Llama a las gallinas y una a una van entrando por la puerta hasta que llega la última de siempre. Cierra la puerta.  Ayuda al abuelo a bajar a casa y vuelve a por la abuela.

 

Pone la mesa de prisa y corriendo. Nueve platos. Llegan los hombres. Ya se oyen los perros. Le quitan el capazo, y los aperos  al caballlo. Los cuñados se lavan las manos y se van un rato a sentarse en el poyato de la calle, mientras Fortunato echa de comer al caballo y a la vaca. Fortunato se entretiene en exceso. Manda a un niño a avisarle que ya está la comida. Todavía esperan unos minutos. Ya se encuentran todos sentados en la mesa para cuando sube Fortunato.  María pone el perol con la sopa de ajo encima de la mesa, va sirviendo uno a uno. También deja unas guindillas y el salero al lado de su marido. ¡Fortunato grita donde está el pan y el vino!. María abre el cajón de la mesa y saca un pan redondo, que se lo da a cortar a Fortunato. Coge el porron medio vacío y lo llena de la cuba que se encuentra en la bodega.  Para cuando vuelve la jarra de agua estaba vacía, la llena y le sirve dos vasos llenos hasta arriba a los abuelos. Los hombres ya casi han acabado la sopa. Pone encima la mesa la bandeja con huevos fritos y patatas fritas que ya tiene preparada. Va sirviendo dos huevos conforme van acabando la sopa.  Fortunato grita de nuevo, chica, ponle los huevos a padre. María deja la cuchara medio llena en el plato, se levanta y sin replicar le sirve dos huevos con patatas fritas al abuelo.  Los hombres, incluidos los niños salen todos a la fresca.

 

Prepara la comida del día siguiente, prepara también la comida del cerdo. Lava los platos, y dos cazuelas que están en el pozo de la fregadera. Hala niños a la cama, grita María desde la cocina. Acuesta a los abuelos.  Barre la cocina. Lava en la fregadera unas prendas que tiene en el cubo.  Los hombres ya marchan para la cama.  Mira a ver si los niños están bien tapados. Al pasar por el lado de  la puerta de su cuarto oye los ronquidos de su marido. Llama  a los perros, les echa las pocas sobras de la cena y  les pasa la mano por el lomo. Cierra la puerta del patio y pasa la tranca de la del corral.  Se desnuda y se acurruca junto a Fortunato sin meter ruido para no despertarlo. 

 

Gerardo Luzuriaga

 

 

09/09/2007

Emakumea (I) / La mujer (I)

d1b700e46bb4ff6754a403a14dea11cc.jpgAniceta, Gregoria, Josefa, Patrocinio, Hermenegilda, Seberiana, Julia... Puy, Josefina, Teresa, Felisa, Lucía, Paz, Pilar, Nieves, Ángeles... Dos generaciones de mujeres del pueblo distintas que coincidieron en llevar el mismo modo de vida.
Cirila, María, María Paz, Concha, Antonia... mujeres de José, Fortunado. Pedro Mari, Màximo, Miguel... mujeres de labradores y pastores del pueblo.

La jornada de todas estas mujeres (y las del resto del pueblo) comienza muy de mañana, antes del amanecer, cuando menos a las seis de la mañana, y siempre media hora antes que sus maridos se pongan en marcha.
María (como cualquier mujer del pueblo), la mujer de Fortunato, nada más levantarse acude a la gavillera en busca de abarras, ramas secas y delgadas que conservan las hojas secas, muy útiles para prender el fuego. Sube al pajar a por un buen montón de astillas, que deja al lado del fogón. Se lava la cara y se peina. Prepara los tazones para el desayuno de los dos cuñados solteros y de su marido, a la vez que arrima a la chapa del fuego los pucheros de la comida ya casi preparados la noche anterior.

Para cuando Fortunato se despierta ya le tiene preparado un perol con agua caliente, el jabón y la brocha de afeitar, pues hoy es jueves y Fortunato tiene la costumbre de rasurarse la barba todos los jueves y domingos, especialmente los jueves que va a Estella a vender las escobas de biércol. Esta semana hará una excepción y no acudirá al mercado de Estella.

María coge un puchero vacío , se calza las albarcas, se pone por encima un abrigo que se encuentra colgado de un clavo junto a la puerta de salida de la casa y sale hacía el pajar donde guardan las gallinas, los conejos, una cerda y las dos cabras. Ordeña en un periquete las dos cabras. Vuelve de nuevo a casa y pone a cocer la leche recién ordeñada. Los hombres desayunan en los tazones café con leche con sopas.

María echa tres astillas grandes al fuego, aparta la cazuela principal del fuego, cierra el tiro y se dirige de nuevo al pajar. Ya ha amanecido. Parece que el día será bueno, caluroso. Abre la puerta del pajar, por las que salen el gallo y las gallinas a picotear por los alrededores del pajar. Se acerca a las conejeras, les echa un puñado de lechocinos que había recogido la semana anterior junto al camino de mataverde. Llena los bebederos y por fin suelta las cabras que bajan ellas solas a la picota donde espera el pastor de las cabras, ya casi con el rebaño completo.

Vuelve de nuevo a casa. Se calza unas zapatillas viejas, cuelga el abrigo en el clavo de junto a la puerta, y coloca las albarcas encima del mueble en el que los hombres tienen algunos utensilios de tamaño no muy grande, como el hacha pequeña, dos hoces para cortar la maleza de alrededor de la casa, una caja con puntas, clavos y el martillo.
Da una vuelta por los cuartos de los padres de Fortunato y de los niños. Sigilosamente mira desde la puerta, la madre duerme plácidamente, el padre ya hace horas que carraspea y se le oye dar vueltas en la cama. Los niños duermen apaciblemente.

Los hombres ya han desaparecido de la cocina. María lleva los cacharros del desayuno a la fregadera. Prepara las alforjas que llevarán al campo. Hoy vendrán a comer, abre el cajón del armario y mete medio pan , un buen casco de chorizo y medio queso blando en una tartera y coloca todo en las alfojas. Mete una botella de vino y otra de agua cada una en un lado de las alforjas, las deja colgads de una punta que sobresale de la viga del pasillo, al lado de la alacena donde se guardan las hachas. Coge una cebolla, unos pimientos y cinco guindillas verdes, un puño pequeño de sal gorda que la envuelve en un trozo de papel de periódico y coloca todo dentro de las alforjas.
Ya se oyen los perros en la calle de abajo, María se asoma a la ventana y ve como los cuñados están ya ajustando la cincha al caballo. Ya están listos para marchar al tajo. Fortunato sube las escaleras, coge las alforjas, y con un hasta luego desde el pasillo se despide de María.
María retira del fuego la leche, que como de costumbre ya se ha sobrado. Mira por la ventana como se van los hombres al campo, los despide con la mano, pero ellos no se dan cuenta. Arrima a la chapa un cacillo con un poco de café y mucha leche , hace unas sopas con el pan duro y se sienta a desayunar. Retira el tazón usado a la fregadera.

Coge el cubo de la leche vacío y baja las escaleras que dan al corral. Se calza unas botas viejas y limpia la cama de la vaca y el caballo. La vaca agradece la paja limpia, arrima el morro al suelo,  da dos bocados a la paja nueva de debajo de las patas. María coge el taburete de tres patas de un hueco de al lado de la puerta y se dispone a ordeñar a la vaca. Poco a poco el caldero se va llenando de leche. María sube la leche a la cocina, la pasa por un colador grande y la separa en 12 botellas de litro y otras nueve las rellena con medio litro.

Entra en la habitación de los suegros, abre un poco los ventanillos, por donde entra la luz de la mañana. Levanta al abuelo. Le ayuda a vestirse y poco a poco llegan hasta la fregadera donde se lava la cara con abundante agua. Le ayuda a sentarse junto a la mesa de la cocina. Vacía los orinales del cuarto de los cuñados, y de los abuelos. Hace las camas de los cuñados y la suya propia. Entra en el cuarto de los niños y los va despertando suavemente. Les deja encima de la mesilla la misma ropa que habían usado el día anterior. Se dirige de nuevo al cuarto de la abuela, le habla y la despierta cariñosamente. Le comenta que hoy toca baño. Llena un cuenco de metal con agua hirviendo que tiene en la chapa del fuego, la mezcla con agua del grifo hasta dejarla tibia. Levanta a la abuela, la limpia con una esponja desde los pies a la cabeza. Hoy no le lava la cabeza.

Prepara cinco tazones con café con leche y sopas. Desayunan los cinco, sin prisas. Recoge los tazones y las cucharas de los cinco últimos que han desayunado. Friega los cacharros amontonados en el pozo izquierdo de la fregadera.
Pasa un trapo mojado por encima de la mesa, y un trapo seco por encima del armario, barre la cocina y el pasillo, saca toda la porquería al patio, donde cambia la escoba de casa por la de biércol. Barre por encima el patio, y lo mayor de la calle, entra al patio y esparce cuatro calderos de agua por el patio y la calle. Aprovecha para echar otros dos calderos a las plantas.

Abre las ventanas de los cuartos, quita las sábanas de los abuelos y las saca a airear a la ventana. Comienza a hacer las camas y los cuartos de los niños, recoge las sábanas y hace la cama de los abuelos, quita el polvo por encima y de vez en cuando atiende alguna vecina que llega en busca de la leche que tiene ajustada.
Ayuda al abuelo a salir al poyato de la calle, donde se sienta. Coloca a su lado a la abuela sentada en una silla de ruedas. Allí estarán hasta la hora de comer que coincide con el momento que el sol invade el rincón donde están sentados los abuelos.
María reúne la ropa para lavar. Hoy no es día de colada. Todavía no hay suficiente ropa, esperará a mañana o pasado para bajar al pozo a hacer la colada. Se da una vuelta por el pajar, recoge los huevos que han puesto las gallinas, les pone pienso y agua a los conejos, en el momento que se acuerda que tiene que subir al palomar a poner agua a los pichones. Deja los huevos en casa. Sin quitarse la bata atraviesa todo el pueblo para ir a casa de Celes en busca del pan, charlan un rato y Celes le pone los cuatro panes redondos que tiene concertados para ese día. Se tropieza con unos cuantos vecinos a los que saluda y vuelve deprisa a casa. Les saca a los abuelos un vaso de agua fresca y le coloca bien el vestido y el pañuelo de la cabeza a la abuela. Le comenta si tiene frío, pues están en un lugar en que la sombra no deja penetrar los rayos del sol radiante. Echa de nuevo una astilla al fuego.

Pone la mesa con los nueve platos, cucharas, tenedores y cinco vasos. Los hombres beben del porrón. Llegan los hombres del campo. Los dos niños mayores bajan la vaca a beber agua al pilón. Los hombres sin mediar palabra se sientan a la mesa. María saca el porrón lleno de la fresquera. El niño pequeño sube con el barril lleno de agua fresca de la fuente. Los hombres, incluidos el abuelo, después de comer se van directos a la siesta.

Gerardo Luzuriaga