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02/10/2007

Gabino (II)

 Aurkibidea

6. La huida

7. La vuelta

8. Salida hacía las Américas.

9. En el mar

10. El Tajo

6. La huida

Las discusiones en la taberna se fueron animando. Los jóvenes comentábamos las noticias que llegaban de La Ribera. El ambiente del pueblo se fue enrareciendo.
 
El perro de pintas blancas y negras que usábamos para intercambiar las noticias entre nuestra casa y unos familiares de Azuelo iba y venía de un pueblo al otro más amenudo que de costumbre. La ida y venida del perro era la forma que teníamos para mantenernos al día de lo que ocurría en el valle de la Berrueza y en el Valle de Aguilar de Codés. Desde siempre nuestra familia había mantenido relaciones estrechas y cercanas con unos familiares lejanos de Azuelo.
 
Una tarde, a unas horas bastante poco normales, llegó el perro con la lengua fuera. La madre cogió el mensaje, como no sabía leer, sin perder tiempo envió a mi hermana de 7 años con el mensaje a la pieza del roble donde nos encontrábamos segando habas.
 
Gabino, tienes que huir del pueblo. Cuanto antes, no pierdas tiempo. Tres nombres se han mencionado en la Junta del Valle: el tuyo, el de Marcelino y el de Escolástico, venían escritos en el papel que traía nuestra hermana.
 
No podíamos salir de nuestro asombro. Juramentos que nunca había oído, salieron de la boca del hermano mayor.
 
Sin despedirme de nadie, dejé la hoz, la zoqueta, y el sombrero de paja encima de la mies recién cortada y tomé el camino de casa. Padre mandó al hermano de 12 años a comunicar lo que decía la nota a  Marcelino y Escolástico. 

El kilómetro y medio de vuelta a casa, lo hice preparando la huida. Sin saber con seguridad que camino elegir. Pronto descarté el tren, o el autobús por la falta de dinero. Me decidí a conseguir pasar la frontera por los Pirineos.
 
Llegué a casa en un santiamén, ya estaban en la entrada mi madre, Francisca, mi hijo... Madre nada más verme se santiguó. Se dirigió a la despensa, entramos todos detrás de ella,  me preparó unos calcetines de lana, las botas de monte, cogí un par de navajas, un pasamontañas. Francisca para entonces ya me había preparado un atillo con una hogaza, chorizo, queso y un buen trozo del pernil.
 
Aunque la idea era pasar la frontera lo antes posible, las tres primeras semanas me resguardé en una cueva que conocía en la Sierra de Lokiz. El día anterior de partir hacia Aralar aprovechando la hora de la siesta decidí bajar a Narcúe, a parte de unos niños correteando no vi a nadie,  me hice con unos pantalones y unas camisas oscuras que estaban tendidas. Al dejar atrás el Valle de Lana no pude reprimir unas cuantas lágrimas.
 
Sin grandes sobresaltos llegué a las inmediaciones de la muga. Las patrullas de la Guardia Civil se intensificaron. Según mis cálculos podían faltarme unos 25 kilómetros. Oí un ruido, me agazapé entre los bojes, oculto entre la hojarasca estuve vigilante, sin moverme  durante un largo cuarto de hora.
 
Al día siguiente no tuve mejor suerte, así que decidí volver al refugio que había abandonado anteriormente. Se me hizo imposible avanzar, las patrullas estaban vigilantes.

Dormí a pierna suelta. Me desperté hambriento hacia las 11 de la mañana. Miré en el zurrón, no quedaban más que dos mendrugos más duros que las piedras.  Con la única intención de pasar la mañana me dispuse a sacarle punta a una rama de roble. De repente vi una culebra entre la hojarasca, de un golpe hinqué la navaja en su cabeza. Hacía meses que no me pegaba semejante manjar.
 
La Guardia Civil estaba al acecho, vigilaba todos los caminos del bosque. Oí unos pasos, me quedé inmóvil. A pesar de ser una noche oscura como las fauces del lobo, nada más echar a correr oí cuatro fogonazos de fusil que deslumbró completamente el bosque.  En la huida estuve a punto de caerme, me travé con las raíces de un árbol. Trompicado huí monte abajo. Sentí a los dos Guardias Civiles tras de mí. Cuando ya los tenía encima, a menos de 20 metros, se desató una tormenta de rayos y truenos que fueron mi salvación.
 
Completamente mojado hasta los huesos, cansado, sin fuerzas, sin apenas resuello me tumbé esperando lo peor.  Poco a poco escondido entre los árboles logré volver de nuevo al refugio. Una semana permanecí escondido, intenté cuatro o cinco veces más pasar la frontera. En vano. Tuve que zafarme de dos nuevas emboscadas. Ví la muerte de cerca.
 
Decidí cambiar el rumbo, casi sin darme cuenta me encontré en la Provincia de Santander. De pueblo en pueblo, gracias al “alabado sea Dios” logré conseguir algunos curruscos de pan seco.
 
Pasé los meses pidiendo de casa en casa,  recorriendo las bordas más recónditas de Cantabria. Pobre, sin un duro, muerto de frío pero seguro. ¡Y para los tiempos que corrían, no era poco!
 
En el pueblo de Selaia me abrió la puerta un hombre de unos 50 años.
-         Pasa, pasa.
-         Me acurruqué junto al fuego.
-         Una vez bien aseado, lavado con jabón y abundante agua,  me ofreció un buen plato de potaje caliente. Pasé la noche en un pajar algo alejado de la casa.
-         No era la primera vez que algún alma caritativa se apiadaba de mi situación.
-         A las 6 de la mañana, cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer se personó la pareja de la Guardia Civil. Me había metido en la boca del lobo sin darme cuenta. Bien aseado, bien dormido, rasurada la barba y el pelo arreglado no se me hizo fácil contestar a lo que parecía un inocente interrogatorio.
-         Sin duda, me han atrapado.
-         ¿Qué hacía un hombre de unos 25-30 años, con acento distinto,  pidiendo de puerta en puerta?
-         Me sentí atrapado en la ratonera.
Sin pensarlo dos veces, aprovechando el momento en que apareció el amo, me di de nuevo a la fuga.
Mientras ascendía la montaña me vino a la cabeza pasarme al maquis. Tras una semana recorriendo los pueblos de los Picos de Europa, las dudas se disiparon y decidí volver al pueblo.

7. La vuelta

Casi sin darme cuenta, inmerso en los recuerdos, me encontré en frente de las mansas aguas del río Ega. Aunque no habían pasado más que unos pocos años, al ver las crestas de la Sierra de Codés tuve la impresión de haber estado fuera un montón de años. El reencuetro con las  mismas fuentes,  los mismos riachuelos, los mismos árboles, los mismos animales  me dio ánimos para seguir adelante.  Me sentí seguro al lado de mis viejos amigos los hayedos, los encinares y los bojarrales. Desde la cima de Costalera divisaba las montañas y los valles de alrededor. Joar, Gorbea, Montejurra, la Sierra de Lokiz, Urbasa, Aitzgorri, Monjardin, La Sierra de la Demanda y hasta los Pirineos se distinguían desde la punta de Costalera.
 
Desde la colina donde me encontraba oi los ladridos de los perros, parecían los de Lur y Beltza.

Nos revolvimos por el suelo en una lucha desigual.

Pasados unos minutos, ya tranquilizados, los perros comenzaron a mover la cola con intención de seguir el combate-juego; el silvido del hermano les hizó desaparecer en un cerrar de ojos.
-         Le devolví el chiflido.
-         Nos abrazamos entre lágrimas.
-         Sin más preámbulos le hice participe del plan. Le comenté punto por punto, con todo tipo de detalles el plan ideado.
-         Gabino, las cosas no se han apacigüado. Sigues en peligro, la Guardia Civil un día si y otro también peina la zona. Lo tienen todo controlado. De vez en cuando se ve algún que otro maqui perdido por estas montañas.
-         En el pueblo, a causa de la presión, no nos podemos fiar de nadie.
-         Tranquilo. Lo tengo todo preparado.
-         Mañana mismo tendrás que vender a Lur y Beltza.
-         Ya, ya me he dado cuenta.
-         Para cuando te fuiste Francisca estaba embarazada. Tienes otro hijo más.  Le hemos bautizado con el nombre de Gabino. Este invierno se ha muerto el abuelo.

-         Escolástico logró huir, marchó el mismo día que tú. Llegó en tren y en autobús hasta donde su tía de Eugi, y de allí en un santiamén pasó la frontera, ahora se encuentra tranquilamente en Méjico.
-         Tu cuñado Felipe y Bernardo el hijo de Teófila, los que se fueron con los falangistas, los trajeron a enterrar al camposanto, dos días antes de acabar la guerra perdieron la vida en el frente de Zaragoza. Los dos juntos. Juntos fueron y juntos los trajeron.
-         ¿Marcelino se quedó en el pueblo? ¿No sería él el chivato, no? Pregunté impaciente.
No, no. No lo mataron por casualidad. Una semana después de iros Marcelino y tú se personó “el Coche de la Muerte ”. Se llevaron a Marcelino con la intención de fusilarlo en la cuneta de Arquijas. Una vez que lo bajaron del coche, se echó la niebla. Logró huir atravesando el río. Anduvo perdido unos cuantos días por los montes de Zúñiga y Orbiso; pero también  logró llegar a América.
- El que os delató por rojos fue tu cuñado Benito. Dos días antes de reunirse la Junta del Valle lo vieron con el Txato de Berbinzana.
-         ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Maldito! ¡Víbora! ¡Mira que atreverse a entregar al padre de sus sobrinos!
-         Adiós Gabino. Hasta la semana que viene.
-         Aquí me tendrás.
-         Ahora los Guardias acechan más que de costumbre. Cuídate.
-         Ya lo sé. No te preocupes. Piensa que sigo fuera. Que no me has visto. Encárgate de dejar dos veces por semana en un recipiente algo de comida en el camposanto viejo.

Cuatro días después me dispuse a llevar adelante el plan. Nevaba copiosamente, me resguardé en un pajar cercano a la iglesia. Después de examinar atentamente los alrededores me encaramé por el tejado a la torre de la iglesia y de allí deslizándome logré entrar por un agujero de la pared al falso techo de la iglesia.
 
En el refugio a falta de otros entretenimientos di rienda suelta a los pensamientos y recuerdos de la niñez y de la juventud. Me vinieron a la memoria las mañanas frías, cuando tenía que encender la vieja estufa con Antonia. No tendríamos más de 8 años,  cuando antes de que viniera Resurre la maestra y el resto de los niños del pueblo teníamos que tener en marcha la vieja estufa de la escuela.
No resultaba fácil encender aquella maldita estufa. Una y otra vez prendíamos el papel, pero en vano. Cuando menos lo esperábamos, la estufa cogía fuego, llenándose todo el edificio de un humo irrespirable. No era extraño que a veces llegase la maestra y no estuviese todavía encendida. Entonces el castigo estaba asegurado.
 
Un día de verano, de calor sofocante, la chavalería, nos juntamos a pasar las horas de la siesta debajo del nogal de la Pinta. Apoyada en la pared encontramos una escopetilla de aire comprimido, no me acuerdo quién fue el que  apretó  el gatillo y ante nuestra sorpresa se oyó el sonido de un tiro, momento en que  Escolástico comenzó a gritar, correr y saltar como un loco por la campa y las calles del pueblo.
¡Mi mano, mi mano! Repetía una y otra vez, corriendo de un lado para otro. El médico de Nazar afincado en Mendaza, Don Antonio le sacó el perdigón de copa que lo tenía incrustado en un hueso de la mano. A la media hora lo teníamos de vuelta entre nosotros.
 
Llevaba dos meses encerrado cuando comencé a notar la falta libertad.
 
Me vinieron a la memoria los días de juventud, también los días, y los juegos compartidos con Benito. Al recordar los momentos vividos con Benito me invadió una sensación de tristeza. Fueron momentos para recordar: Los primeros amoríos, los primeros tortazos y los primeros besos de la chicas; el corte de pelo al tipo franciscano, al cero por la base, y largo por arriba, con la tufa al estilo fraile; las tardes de verano de juegos  en los pajugueros, y las tardes de invierno en los pajares; los primeros escarceos con las mozas del pueblo... Así fueron pasando los días, las semanas, los años escondido en el falso techo de la iglesia.

8. Salida hacía las Américas.

La soledad comenzó a hacerme mella. A veces los recuerdos no eran tan agradables como me hubiesen gustado. Se agolpaban uno tras otro.
 
-         Gabino no te metas en política. La política no trae nada bueno.
-         Tranquila Francisca. Le respondía en sueños.
-         Gabino no te mezcles en asuntos que no te incumben.
-         Tranquila mamá. Le respondía, despertándome sobresaltado sin saber donde me encontraba.
 
Los carteles que colocaron en la pared del pozo de lavar la ropa crearon acaloradas discusiones en la taberna. Se calentó y enrareció el ambiente. Hasta los mayores tomaban parte en las discusiones.
 
Esa misma semana 6 mozos acudieron a la fiesta que la Falange convocó en el Palacio de Cábrega para toda Navarra. A las 6 de la tarde volvieron completamente exaltados, con camisas azules, correajes de cuero negro y con las escopetas colgadas al hombro. Por la noche bien bebidos, insultaron a todo el pueblo por su falta de valentía y coraje. Una y otra vez repetían los cánticos y eslóganes aprendidos aquella misma mañana.
 
Los cuatro hombres del pueblo que no mostramos el debido entusiasmo ante sus brabuconadas lo pagamos caro. El ambiente se fue enrareciendo cada vez más. Las noticias de las detenciones corrían de pueblo en pueblo. Se comentaba que en otros pueblos, algunos fueron donde el alcalde en busca de refugio. En vano. La decisión ya estaba tomada, aunque en el momento de la verdad se arrepintieron de las decisiones tomadas anteriormente. Tampoco para ellos fue fácil ver como se llevaban a los vecinos; pero el alcalde, el cura, y el secretario ya no podían hacer nada. Pues la decisión venía firmada por instancias superiores.

La noticia de los  fusilamientos de los pueblos de alrededor -Mués, Piedramillera, Los Arcos, Acedo, Asarta, Mendaza, Aguilar- se extendieron como la pólvora. Los primeros meses  de la postguerra fueron de una represión atroz. El terror impuesto por los falangistas fue salvaje.
 
Félix, el cabecilla de la revuelta en el pueblo, también fue el primero en dar su nombre para la Armada Nacional , pero todo fue en vano. Llegó el Coche de la Muerte , lo apresaron, y lo llevaron ante los gritos de sus hijos pequeños y su mujer. Le dieron dos  tiros a bocajarro en la cuneta de Arquijas.
 
-Se acabó
-¿Hoy le ha tocado a Félix?
-¿Mañana a quién?
 
La soledad comenzó a hacérseme insoportable. Con el paso de los meses la moral se me iba desgastando. Lo único que rompía la monotonía del día a día eran los toques de las campanas. Para entonces ya distinguía el sonido de todas las campanas de los pueblos del valle: Mendaza, Asarta, Cábrega, Sorlada, Ubago, Mirafuentes, Otiñano...
 
-¿Me estaré volviendo loco, me preguntaba una y otra vez?
-No sé, pues. A veces, no soy capaz de distinguir entre los sueños y la realidad.
-No puedo olvidar la familia, los hijos, la esposa. Tan cerca y a la vez tan lejos.
-No puedo discernir entre los pensamientos y lo verdaderamente vivido. ¿Como distinguirlos cuando se repiten en mi interior las mismas anécdotas una y mil veces?
-Que va, estoy bien, de primera. Tengo todo bajo control, acababa animándome a mí mismo.
 
Desde muy pequeño me corroía la curiosidad por saber qué tipo de animales podrían estar dentro del reloj de muñeca de mi padre. Todo el día tic-tac, tic-tac sin descanso alguno. ¿Qué tipo de animales serían? ¿Sería alguna especie de hormigas enanas? Aprovechando que el padre se quitaba el reloj para echar la siesta, entré de puntillas en la habitación, cogí el reloj y con un martillo y un destornillador intenté abrirlo. Imposible. Lo sacudí, esperando que los animales que estaban dentro se parasen. En vano. Por fin, dí un  un martillazo seco, el cristal y las agujas saltaron por los aires, salieron todas las tripas. ¡Qué desilusión¡ No aparecieron más que ruedas dentadas y muelles.

Otras tardes me daba por recordar los momentos de apuro pasados ante la pareja de bueyes Giputxi y Txiki. Ya con 7 años más de una vez nos tocó a mi hermano y a mí  permanecer delante de los bueyes para que no se moviesen.  Recuerdo los momentos con cierta nostalgia, nerviosos ante la responsabilidad, con una mano apoyada en el yugo, y en la otra una pértiga de un metro más larga que nosotros permanecíamos nerviosos ante los movimientos de los bueyes. Cuando menos lo esperábamos sacudían el rabo contra la tripa, levantaban una pata para golpear fuertemente contra el suelo, o movían la cabeza de un lado para otro para espantarse las moscas de alrededor. Pasados los años nos dimos cuenta que no existían en el pueblo bueyes más leales, y que hasta que no hubiesen oído la voz de aida de nuestro padre, allí habrían permanecido sin moverse ni un solo centímetro.
 
Siendo todavía un chaval una tarde de invierno acompañe a mi padre a Mendaza, fuimos a llevar a Cenizosa al toro. Un toro enorme, negro, con grandes ojos, luego me enteré que lo habían  traído de la zona del Baztán. Aunque para entonces ya estaba acostumbrado a ver  los animales aparearse sentí una sensación no muy agradable al ver a nuestra novilla Cenizosa encajonada en un rectángulo estrecho de madera. Al instante llegó un enorme toro bufando. Se acercó pausadamente. Sentí pena por nuestra joven y débil novilla, tener que soportar semejante animal. No creo que aquel día Cenizosa gozase demasiado.
 
No fue casualidad que los últimos recuerdos fuesen de los animales de casa y estuviesen relacionados con su libertad.  Excepto los perros guardianes de las casas poderosas, que no conocían la luz natural, ni las calles, ni las caricias, ni tampoco hembras. Tal como habían nacido, morían. Presos. Atados con cadenas cortas, recluidos en lo más profundo de los corrales, sin luz natural... el resto de los animales del pueblo correteaban por las calles y los campos como si de niños se tratasen: gallinas, perros,  vacas, cerdos andaban a sus anchas por todo el pueblo.
 
¡Quién pudiese tener la libertad de Beltza! Libre. Pero siempre atento a la llamada de nuestro padre. Nada más silvarle allí estaba entre sus piernas. Pero sin embargo, no era extraño encontrarlo en cualquier pueblo intentando conseguir los favores de cualquier perra en celo. A veces llegaba exhausto, sin resuello, sucio, ensangrentado de sus correrías. Pero estuviese donde estuviese siempre oía la llamada del amo.
 
El zumbido de las campanas  retumbaban sin cesar, cada dia que pasaba  se me hacían más insoportables. Especialmente los toques de la noche se hicieron insufribles. No podía conciliar el sueño. Hoy hace cinco años que decidí resguardarme en el techo falso de la iglesia. Estaba pensando en ello cuando comenzó a retumbar la campana grande. Aunque ya lo tenía decidido fue el momento en que resolví salir del escondite y buscar un nuevo modo de vida al otro lado del mar, en las Américas.
No cogí más que una navaja, el resto todavía se encontrará allí, me deslicé por la pared hasta la torre y de allí baje hasta una ventana de la iglesia, salí a la calle; no había andado ni cinco metros cuando me salieron al encuentro dos perros semejantes a Lur y Beltza.
 
Estuve una hora mirando al cielo, estaba precioso estrellado,  con una luna llena grandiosa, en silencio tan solo interrumpido por el canto de los grillos.
 
Como de costumbre la puerta de la calle estaba vuelta, cerrada, pero sin echar la palanca. La empuje con cuidado y pase a la cuadra, subí las escaleras, antes de pasar a la habitación de los hermanos bebí un gran trago de la lechera de la alacena, mis hermanos no podían creer lo que veían. Para no  despertar a toda la familia bajamos de nuevo a la cuadra, en unos minutos me pusieron al día de todo lo ocurrido en estos últimos años.
-         ¿Pero no vendisteis a Lur y Beltza?
-         No los vamos a vender.
-         Al día siguiente los llevé al tío de Antoñana. Esos perros eran capaces de no haberse movido durante días de donde has estado, y aunque la Guardia Civil no es que tenga muchas luces, no se puede decir lo mismo de algunos vecinos.
-         Hace dos años, fui donde el tío y me traje dos cachorros de Lur. Nada más traerlos tus hijos le pusieron por nombre Lur y Beltza.
-         ¿Ha sucedido algo en la familia?
-         El abuelo se murió a los pocos meses de irte.
-         Ya, ya lo sé. Tú mismo me lo dijiste hace cinco años en Costalera.
-         No, no me contéis, seguro que acierto todo lo que ha pasado.
-         ¿Qué niño se ha muerto hace tres meses?
-         Sucedió una desgracia. Mari Jose, de cinco años, la hija del alcalde se ahogó en el pilón.
-         Ha habido cuatro muertos más. ¿No?

- ¿Puede que hayan sido: Generoso, Dionisio, Sebastiana y Romana?
- No, no. Romana anda también o mejor que nosotros. Hace tres años trajeron el cadáver de Daniel del hospital de Zaragoza. Parece que cuando estaba a punto de acabar la guerra una bala perdida se le incrusto en la cabeza. Después de estar unos años en el hospital cuando parecía que se estaba recuperando se murió de repente.
 
Bueno hermanos, no tengo mucho tiempo, voy a ver a Francisca, mañana a la mañana saldré para América, espero no tener muchas dificultades, ya no creo que nadie se acuerde de mí.  
 
Subí las escaleras de dos en dos, pronto reconocí el olor peculiar de nuestra casa.  Tantos años sin haberlo sentido, abrí la puerta y me precipité a los brazos de Francisca. Nos acercamos a la habitación de los niños, no los despertamos, pero si estuve cinco minutos mirándolos de cerca. Francisca preparó agua caliente, vertió la mitad del agua en la palangana. Bien jabonado con la navaja de afeitar bien afilada me corté la barba y Francisca hizo lo propio con el pelo. Por lo menos rejuvenecí 20 años. Nos fuimos juntos a la cama, sin darnos cuenta y sin haber dormido ni un solo momento amaneció. Oí los ladridos de los perros, padre apareció detrás de madre, lo encontré completamente envejecido, justo podía seguir el paso de madre. Fui consciente que esta era la última vez que nos veríamos. Hasta al padre le salieron las lágrimas al despedirse. 
 
Me puse una camisa de color oscuro, y con los primeros rayos del amanecer, sin despedirme de los hijos tomé de nuevo el camino del extranjero. En este caso el definitivo. Al salir  de la casa leí en El Pensamiento Navarro que estaba encima de una silla del portal: Caen en una emboscada los maquis el tuerto y el Perico en las inmediaciones de Caín. De buena me he librado pense para mí.
 
Animado y  con la sensación de haberme salvado de nuevo inicié el camino en busca de la frontera.
 
Me costó acostumbrarme a la claridad del día. El valle estaba precioso, los árboles en flor. A lo lejos divisé un grupo de gente, me dio tiempo justo para esconderme detrás de unos chaparros. Don Secundino llevaba en las manos la cabeza de plata de San Gregorio, a un lado iba un monaguillo con el hisopo, un poco más adelantados dos monaguillos con sendas cruces que justo las podían levantar, -Como ya me había tocado de pequeño cargar con aquellas cruces, ya sabía lo que era tener que llevarlas levantadas  durante los 3 kilómetros largos de procesión- detrás unos 20 feligreses. Me dio una gran alegría ver las caras de mis vecinos. De repente al pasar por mi lado se pararon, el cura tomó el hisopo y esparció el agua bendita a los cuatro vientos: "Quisdam sanctus episcopus, Gregorius nomine..." líbranos de todas las plagas, especialmente de la langosta.
 
Me quedé ensimismado durante varios minutos mirando los campos de cultivo. La infinidad de colores y parcelas, bien diferenciada cada una por los verdes ribazos de hierbas y matas.  Mil colores productos de los diversos cultivos: avena, cebada, yero... mezclados con las mil especies de hierbas y plantas silvestres: avena mala, cardos, amapolas, girasoles... Infinidad de árboles frutales salteados entre los cultivos: pomales, cerezos, manzanos, nogales y también fresnos, olmos, olivos...
 
Al entrar en el bosque me encontré con las enormes encinas de toda la vida, alguna  que podían cobijar hasta rebaños de 500 cabezas, al seguir el camino hacia arriba tuve que evitar  tres grupos de carboneros, y  los pastores que estaban cuidando el ganado en la sierra de Codés. A pesar de haber estado durante bastante tiempo escondido, solo por los andares me hubiesen reconocido.

9. En el mar

Sin darme cuenta me encontré en mitad del Océano. Rodeado de extraños, de todo tipo de gentes. Sus miradas se clavaban en mi. No me atrevía a intercambiar con los viajeros más allá de las palabras imprescindibles. Medio mareado, sin poder olvidar  la mirada triste de mis padres, entre los recuerdos familiares llegué a las Américas. Acurrucado en un rincón del barco pasaba las horas recordando las tardes invernales reunidos junto al fuego, rememorando los cuentos relatados por los mayores, o me imaginaba los aterdeceres rezando el rosario, a los niños alrededor del padre removiendo los pocos pelos de la cabeza mientras recitaba la inacabable letania:
 
Kyrie eleison
          Kyrie eleison
Christe, eleison
          Christe, eleison
Kyrie eleison
         Kyrie eleison
Christe, audi nos
         Christe, audi nos
Christe, exaudi nos
         Christe, exaudi nos
Pater de Coelis Deus
         Miserere nobis
Fili Redemtor mundi Deus
         Miserere nobis...
Sancta Maria
         Ora pro nobis
Sancta Dei Genitrix
         Ora pro nobis...
Mater Creatoris
         Ora pro nobis
Mater Salvatoris
         Ora pro nobis...
Virgo clemens
         Ora pro nobis
Virgo fidelis
         Ora pro nobis...
Vas insigne devotionis
         Ora pro nobis...
Turris eburnea
         Ora pro nobis...
Stella matutina
         Ora pro nobis...
Regina Sacramentissimi Rosarii
         Ora pro nobis
Regina Pacis
         Ora pro nobis
Agnus Dei, qui tollis peccata mundi
         Parce nobis Domini...
Ora pro nobis Sancta Dei genitrix
         Ut digni officiamur promissionibus Christi.
 
Los recuerdos de las noches desgranando maíz en la casa de Primitivo, familias enteras en amena conversación, a veces acompañados de una acordeón que tocaba un peón venido del norte de Navarra, hacía que los largos días en que no tenía ante mis ojos más que agua y más agua fuesen desgranándose poco a poco como las mazorcas en las invernales noches en la casa de Primitivo bajo la mirada agradable y sosegada de Francisca.
No fueron de menos ayuda los recuerdos de los días pasados con el rebaño de vacas en la vertiente que da a  Campezo y Zúñiga. Días de invierno, con niebla que parecía imposible dar dos pasos; pero que con la inestimable ayuda de Beltza y Lur   dejaba pastando las vacas en una vaguada, para adentrarme con la escopeta y la cartuchera bien repleta en la Dormida , volviendo al atardecer con el zurrón lleno de palomas. No fueron pocas las veces que había anochecido de lleno y todavía las vacas no habían llegado al pueblo ante la sorpresa del vecindario, y especialmente de mi padre. Sin duda fueron días duros, de mojaduras, resfriados, pero llenos de libertad. Todo lo contrario a los días de hoy, bien comido, pero sin más aliciente que contemplar el Océano.

10. El Tajo

En la entrada de la casa de Primitivo encima de la puerta destacaba una copia barata de las espigadoras de Millet, con un marco de época de gran valor. Cada vez que cruzaba el umbral no podía menos que apartar la mirada. Imagen bucólica, que para nada tenía que ver con la realidad. La tranquilidad, el sosiego, la paz y las ropas recién planchadas en nada se correspondían con las horas de trabajo que nos esperaban.
 

Contrato por un día

Viernes, cinco y media de la mañana, allí estábamos todos en fila, delante de la fuente, esperando la llegada del amo. Aquel día también se quedaron sin trabajo los mismos, los de siempre. Los más necesitados. Me vinieron a la memoria las palabras del abuelo: algún día tendríamos que acabar con este atropello.
-                Tú, tú... y tú.
-                Igual que todos los días, los más viejos, débiles y necesitados descartados.
  
La siega.
 
-No te pares. Sigue la renque.
- Le reprendió agriamente Benito al más joven del grupo.
Todavía no habían dado ni las  10 de la mañana, el día no había hecho más que comenzar, aunque ya  llevábamos 4 horas y media sin descanso.
- No puedo más, tengo todas las articulaciones doloridas, me comentó el joven que iba delante de mí, aprovechando que el amo había llegado ya al final de la hilera.
- Este ritmo es insoportable, comentó un tercero mientras agarraba con la mano izquierda, resguardada con la zoqueta, un manojo de trigo y con la hoz en la otra mano de un golpe cortaba la mies a ras de suelo. Todo ello a la máxima velocidad posible, para no quedarse atrás de los compañeros.
- Date más prisa, le reprendió de nuevo Benito.
-                Sin hacerle caso siguió rodeando cada puñado de trigo con cuatro espigas para que el viento no esparciese la mies. Tal como lo había hecho hasta ahora en todos los lugares en que había estado contratado.
-                No cojas tanta anchura, sé un poco espabilado. Mira la anchura de la renque que lleva el nuevo de Los Arcos, le comenté por lo bajo al joven que segaba la mies delante de mí.
De este año no pasa, me voy para la ciudad. Diga padre lo que diga. No aguanto más.
 
El  único momento de descanso eran los escasos segundo que teníamos para tomar un trago de agua, y de vez en cuando de vino, las menos.

No sé que es peor si cuando va tirando del grupo Benito, o cuando van a la cabeza esos dos esbirros: Cirilo y Antonio. Dos gallegos que venían todos los años para la siega a casa de Primitivo. No te fies de ninguno de los dos, le comenté. Es difícil saber quiés es más zalamero y traicionero de los dos.
 
 

Otro día

Ya estábamos todos en la plaza esperando a Primitivo, llegó primero su sobrino Benito y comenzó a señalar con el dedo uno a uno  los elegidos para el día. Este día contrató a todos los reunidos menos a uno.
-                ¿No me digas que no puedes contratar a uno más?.
-                Gabino, métete en tus asuntos, y sigue a los demás.
-                ¡Te arruinarás por pagar un jornal más!
-                Pero si hay trabajo para diez personas más.
-                Se oyó un murmullo. Pero si es el amo de medio Navarra. Será cabrón.
               ¿Para quién querrán el dinero que les sobra? Se oyó de nuevo.
-                Solo con la hacienda de su mujer, en Andosilla tienen para contratar a media Berrueza.
-                ¡Cuánto más tienen más quieren!
-                ¿Qué pasa aquí? Gritó Primitivo que llegaba al galope.
-                Nada, nada comentó Benito. Sin decir ni palabra nos dirigimos al tajo, mientras el padre de Félix tomó el camino de casa.
No se sabe si la avaricia y la racanería surgió a raíz de la compra del primer tractor que se conoció en el valle, o como se decía en el pueblo, le venía de familia. Primitivo no tuvo suerte con la compra del tractor. Con lo que se gastó en aquel tractor podía haber comprado la otra mitad de Navarra. El primer día que lo usaron se dieron cuenta del fracaso. Nada más entrar en la finca las ruedas se metieron en la tierra y no había manera de andar. Tuvieron que sacarlo con la ayuda de dos parejas de bueyes. A partir de aquel día estuvo abandonado en el cobertizo de la era.  

La trilla

Hacía un día caluroso, el calor pegajoso se mezclaba con el abundante sudor. El  polvo de la mies recién triturada invadía todos los rincones del pueblo, especialmente la era y los alrededores estaba cubierta de una canícula asfixiante.
Los caballos habían acabado de dar las primeras vueltas sobre la parva. Era el momento de poner manos a la obra. Todos los presentes tomábamos parte para  dar vuelta a la parva lo más rápido posible. Entonces comenzaba el ajetreo. La era se convertía en un hormiguero en que todas las manos eran pocas:  el movimiento, la  prisa, el correr, el ruido, el polvo, el calor, el sudor y en cierto modo también el nerviosismo se apoderaba del ambiente.
Dada la vuelta a la mies, los caballos hasta este momento atados a algún árbol a la sombra comenzaban de nuevo a dar vueltas y más vueltas sobre la mies esparcida por la era. Hacía la una y media llegaba el momento de dar la última vuelta a la mies. Mientras los demás comíamos, padre se quedaba dando las últimas vueltas con la caballería, hasta convertir la paja fuerte y rígida de las habas casi en polvo.
Con la comida en la boca, bajo un sol sofocante recogíamos la parva en un extremo de la era. Los hombres con las horcas iban recogiendo la parte principal, detrás los niños con los rastros, detrás las mujeres con las escobas, hasta por fin recoger lo que quedaba con la plegadera. Llegaba el momento crucial, la espera del aire. No siempre movía el aire, y cuando andaba no siempre era el apropiado.
Todavía recuerdo el día que entré a formar parte de los aventadores. No tendría más de 15 años. 6 hombres en hilera, encima de la parva, tirando las paladas de mies al aire con la altura y dirección apropiada. Zas, zas, zas, seguían las paladas sin interrupción. Pasada tras pasada, comenzaban a diferenciarse los dos montones el de la paja y el del grano. Una vez que se había formado el montón de grano las mujeres ibán detrás de nosotros escobeando por  encima separando las gardajas, piedras, trozos de tierra, trozos de palos.
Por último los niños cribaban las gardajas, hasta dejar el montón reluciente como el oro. 
 
 

Otro día de siega

 Sábado, las 6 de la mañana, ya estamos preparados con las hoces en el tajo. Nos encontramos ante otro día de bochorno infernal. Hoy hemos venido sin los amos, ni Primitivo, ni Benito han aparecido. Los gallegos marcan el ritmo, un  ritmo irresistible. Para las 7:30 el muchacho que el día anterior resistió más mal que bien la jornada, está ya rendido.
Hacía las 11 comenzaron a quedarse rezagados dos peones que rondaban los 50 años.
-    Por fin aparecieron dos niños con sendas cestas con el almuerzo. Lo tomamos en un santiamén y de nuevo a la faena. Dale que te pego.

-    A las 12, el  Ángelus. Un poco después llegó Benito montado a caballo. Ya casi nadie les podía seguir. Pero nadie se quedaba  atrás.
-    Cuarenta grados, toda la mañana bajo el sol, doblando una y otra vez  la cintura.
-    Dos horas para comer y echar la siesta.
-    A las 3 en punto arriba de nuevo. El calor de las primeras horas de la tarde se hacía inaguantable, cuando más calentaba de nuevo a la faena y toda la tarde sin descanso. Las horas no avanzaban, por más que mirábamos el sol siempre parecía estar en el mismo lugar.
-    ¿Ya es hora de que traigan la merienda no?  Preguntaba insistentemente el joven, que no tenía mucha experiencia en la siega.
-    No te fíes hay días en que no se merienda.
-    hoy tiene pinta de ser uno de esos. Pasaban las horas y por la senda no se acercaba nadie.
-    A las 7:30, Benito dio permiso para echar un trago de vino, y sentarnos un rato. La tarde iba hacia delante pero el calor no aflojaba.
-    Hoy también parece que seremos los últimos en marchar para casa, comentó uno del grupo.
No lo pongas en duda.
- Por fin se escondió el sol entre los montes, pero alli seguimos segando dos renques más.
-    ¿Es que no es hora de marchar para casa? Dijo completamente enfadado uno de los peones más viejos.
-    Todavía se ve, le respondió Cirilo el gallego, mirándo a Benito, que se había añadido al grupo unas horas antes.
Para Benito, y mucho menos todavía para Primitivo nunca era hora de dejar la tarea. Hoy también llegaremos a casa de noche ciego.
No te quepa la menor duda, le contesté.
 
 
La trilladora
 
Domingo, las 5 de la mañana, en casa ya estábamos todos levantados. Los hombres nos dirigimos al campo con los bueyes para acarrear la mies.  Para la hora de misa se trilló un carro de mies del Ceferino que había quedado del día anterior, se barrió hasta el último grano de la era, dejamos ya todo preparado para trillar lo que le correspondía al carbonero y acudimos todos a misa, bien nos vino el  descanso de media hora .
 
El ruido era insoportable. Se hacía imposible comunicarse hasta con el compañero más cercano. Todo era ruido. Una vez puesto en marcha el motor, el ruido era inaguantable. Pun, pun, pun, pun…
 
El sonido que sacaba la trilladora también era ensordecedor. No había una sola pieza que no estuviese en movimiento. Aunque parecía que de un momento a otro iban a saltar por los aires todos los tornillos, las ruedas, las poleas… nunca ocurrió ninguna desgracia, todo estaba bajo control.
 
A media mañana el estruendo, el calor, el sudor, el polvo, el picor comenzaba a hacer mella.

El motor, para nosotros conocido como el  “matakas” era el corazón. Las poleas eran las venas,  la polea mayor era la aorta, de 12 metros de largo. La trilladora tenía unas 20 poleas más de distintos tamaños, como si fuesen las diferentes venas del cuerpo. De todos los tamaños, algunas pequeñas, de medio metro o menos, otras de 2, 3 ó 4 metros.
Ruedas de metal que estaban unidas por maderas, que hacían funcionar a un gran número de piezas, algunas de suaves desplazamientos y otras de bruscas vibraciones. Dientes de hierro que trituraban las espigas, las cribas de ritmos suaves y horizontales.
 
Se trataba de un maremágnum en movimiento anárquico. Hasta la tierra misma parecía moverse, como si estuviésemos encima de una masa flotante. Todo estaba en movimiento.
 
En este hormiguero todos teníamos nuestro cometido. Los acarreadores, los alimentadores, los que recogían los sacos del grano, los niños que reunían  los líos, los que amontonaban la paja, los que barrían la era…
Bastante entrada la noche, llegaba la paz. Parado el motor de gasoil, poco a poco todos los demás aparatos se iban apagando tenuamente, con lo que la calma se adueñaba de nuevo del pueblo. 

Gerardo Luzuriaga Santxez

28/09/2007

GABINO (I)

Aurkibidea

1. Dos asesinatos

2. El Valle de La Berrueza 1903

3. Juventud

4. El mayorazgo

5. La caza

 

1. Dos asesinatos

A las 11 de la mañana, Primitivo atropelló a un hombre que circulaba por la carretera recientemente construida. Allí mismo, a un lado de la cuneta quedó el cadáver a consecuencia de un golpe seco en la cabeza.

Pasados seis meses se celebró el juicio en el mismo pueblo. Primitivo, quedó absuelto, ya que el juez de paz y hasta el mismo fiscal consideraron el suceso como un infortunio.

En agosto del mismo año, alrededor de las 2:30 de la tarde, un hombre vestido con una chamarra de invierno salió de casa. No saludó, ni miró a nadie. Ni reparó en su mejor amigo aunque paso por su lado. LLevaba el rostro completamente desencajado. Atravesó el pueblo en un santiamén, tomó el camino de Mataverde.

Cinco minutos después se oyeron dos tiros. Aunque no era época de caza nadie les dio importancia, hasta que apareció la mujer de Primitivo con las manos en el rostro y gritando: !Han matado a mi marido¡ !Han asesinado a mi marido¡

Para cuando llegaron los vecinos el cadáver estaba tendido encima del cereal recién cortado.

El infeliz pasó 22 años en la cárcel de Pamplona hasta que murió a conseccuencia de varias enfermedades, agravadas por la vejez. Abandonado, sin visitas, sin ayuda de amigos, ni familiares.

2. El Valle de La Berrueza 1903

Hermenegildo tomó la senda hacia la Basílica de San Gregorio.
- Arre, arre.
- Vamos, ya falta poco. No tenemos más que llegar antes del anochecer para que el sacristán, familiar lejano, nos prepare una buena cena.
Tal como lo había descrito el padre de Hermenegildo. Se encontraron con un hombre regordete de unos 50 años, de tez blancuzca, que les preparó una buena cena y una buena cama. El día anterior no les había dado tiempo a apreciar el paisaje. La basílica tenía un aspecto majestuoso, resaltada por los rayos del sol que se reflejaban en la cúpula de cerámica de colores.

Se notaba la frescura del verano. Hermenegildo caminó varias horas junto a la yegüa.

- So. Sooo.

Se detuvieron ante un grupo de campesinos.
El único que les hizo caso fue un mocete de 8 años, los demás siguieron con sus trabajos.
- Buenos días.

- ¿El camino para Santa Cruz de Campezo?
Sin dejar la guadaña, tan siquiera sin mirarle el que parecía más viejo del grupo le hizo signos con la cabeza de asentimiento.
- ¿Qué tal la cosecha?
- Bueno, tirando. Parece que venía buena, pero los últimos calores la han apurado. De paja bien, pero al final no ha granado como debía. Bastante peor que la de los años anteriores.
- Arre, arre.
No han dado ni cinco pasos cuando las campanas del pueblo tocan al Ángelus. Todos al unísono dejan la labor y se arrodillan para rezar las oraciones de costumbre.

Acabado los rezos, el que parecía más viejo, una vez que se colocó la boina de nuevo en la cabeza se dirigió a Hermenegildo.

- ¿Ya conoces la historia de San Gregorio Ostiense?
- Sí algo me comentó ayer el sacristán. Se construyó en la Edad Media en honor a un Obispo italiano de la ciudad de Ostia que vino a evangelizar las tierras de La Rioja. Y según cuenta la leyenda, les ordenó a sus seguidores que una vez que muriese lo subiesen a una mula y allí donde se parase por tercera vez le hiciesen una ermita.
- Sí, sí, así es. En el siglo XVII se destruyó la antigua ermita y se construyó la actual,  sin parangón  por estas tierras, la cual no envidia para nada a las mejores catedrales.
- Mientras el agricultor comentaba los prodigios realizados por el santo en beneficio de los agricultores y las alabanzas de la propia construcción, le ofreció la bota y un trozo de chorizo. Fíjate bien ¿No te das cuenta que la basílica parece que está en movimiento, como cabalgando encima de un caballo...?
- Sí, sí, algo de eso también me comentó el sacristán. 

Tras  ofrecerle de nuevo otro trago de la bota Hermenegildo se alejó a través de unos campos de trigo y avena.

Hasta que no oyeron los ladridos de los perros, no se dieron cuenta que se acercaban al pueblo. Las casas no se distinguían del paisaje. Se encontraron ante una población  de color ocre pardo: las calles, los tejados, los muros de las casas, las tapias de las huertas no se distinguían con facilidad de los campos cultivados.  Una vez enfilada la calle principal un grupo de niños les rodean y les acompañan hasta la salida del pueblo. Sin darse cuenta se encontraron fuera de la población. No vieron ni una sola persona aparte de los niños que les acompañaron por las calles, aunque en todo momento tuvieron la sensación de encontrarse bajo las miradas hurañas de los vecinos.

Llegaron a un despoblado en que no quedaban en pie más que cuatro casas viejas y una iglesia medio derruida, alrededor de la cual estaba pastando un rebaño de unas 200 cabezas.

Siguieron el camino y llegaron a un lugar muy similar en apariencia al anterior. A Nazar. Aunque en este pueblo también se sintieron vigilados; barruntaron un ambiente bastante más alegre. Aparte de niños, caballos, pollos y perros, se encontraron con personas  de todas las edades dispuestos a entablar conversación. En un cuarto de hora les pusieron al día de todo lo que ocurría no sólo en el valle, sino también en toda la comarca. Les explicaron las razones de la hurañez de los vecinos de Asarta, según parece les venía el carácter arisco a raíz de los severos castigos impuestos tras la pérdida de la batalla en la Segunda Guerra Carlista. 

No olvidaron tan fácil la liebre en salsa, servida por una sirvienta tan habladora como elegante.  Con gran pena atravesaron el puerto de Nazar, dejando atrás la Basílica de San Gregorio, la Sierra de Cábrega y los picos de Codés  y así abandonaron definitivamente este valle rodeado de bellas y encantadoras montañas.

3. Juventud

3. 1.  Inocente juventud

Recién cumplidos los 8 años deseaba que llegase el fin de semana. Anhelaba con impaciencia que diesen las 8 de la mañana del domingo. A Una con las primeras campanadas salía corriendo hacia la iglesia. Desde el primer toque de campana hasta el segundo preparaba las ropas de celebrar misa y las mías de monaguillo. Nada más tocar el segundo las chicas ocupaban los primeros bancos del lado izquierdo de la iglesia, el que correspondía a las mujeres.

Entre el segundo y el tercer toque, los monaguillos con túnica blanca y cíngulo rojo aprovechábamos para salir una y otra vez de la sacristía al altar, o al coro con cualquier excusa. Todo valía, encender las velas, las luces, cambiar las flores de lugar, llevar las vinajeras, preparar el libro de lecturas. Cualquier pretexto era bueno para cruzar la mirada con Francisca sentada siempre en el primer banco de la izquierda en el lado derecho. Eran momentos especiales, mezclados con el silencio, y la oscuridad de la iglesia.

Estos momentos y los de la comunión se fueron convirtiendo en instantes inolvidables. Sobre todo recuerdo el momento de colocar la patena sobre el pecho. Sin duda fueron estos sencillos guiños, intercambiados semanalmente, los que dieron paso al nacimiento de la  complicidad que duraría en el futuro.

Todavía recuerdo, con 12 años, como noté la mirada de Francisca, fue en el portal de la escuela, medio oscuro y la puerta medio cerrada, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, y no fui capaz ni de mover un solo músculo.-         ¡Gabino, hoy también andas bastante tarde!

- ¡Ya tendrías que estar cuidando los cerdos!

- ¡Si no quieres que te riñan tendrás que marchar cuanto antes!

No me dio tiempo ni a enterarme de lo que me estaba diciendo la maestra, estaba ensimismado en la mirada de Francisca, cuando los gritos de mi hermano me volvieron a la realidad.

- Adiós, Adiós... señorita. Rojo como un tomate es lo único que pude balbucir. Al salir por la puerta me pareció intuir una sonrisa pícara en el rostro de Francisca, que perduró en  la memoria bastante más que aquella tarde, mientras pastaban los cerdos.

- Desde entonces y especialmente desde el día que me di cuenta que a Francisca le comenzaron a crecer los pechos, esas miradas comenzaron a crear nuevas sensaciones en mi cuerpo.

A los 16 años, todavía con pantalón corto, el segundo día de las fiestas, a eso de las 9 de la noche, no sin haber dudado una y otra vez le pedí baile, ante la gran sorpresa de sus amigas. ¡El hijo del carbonero pidiendo baile a una Aranaz!.

- Francisca, bailas?

- Sí.

Sólo con el roce de las manos un suave escalofrío me recorría todo el cuerpo.

- No sé bailar.

- Tranquila, yo tampoco. Mueve las piernas, haz lo que yo haga.

La distancia entre nosotros era grandísima, ya que teníamos los brazos completamente extendidos. Estos segundos que permanecimos juntos bailando todavía los tengo vivos. Uno dos, uno dos, uno dos, vuelta, dos pasos. De nuevo le agarro por la cintura, uno dos, uno dos y se acabó. Los músicos acabaron la pieza para comenzar una nueva.

3.2.  Edad rebelde

Nueve años después, en otro día de fiestas muy semejante se oyó un murmullo en la plaza del baile:

- ¡Gabino se ha licenciado!

- ¡Hace unos minutos ha llegado al pueblo!

- ¿Pero si no se licenciaba hasta Navidades?

- Sí, sí. ¡Pero ha llegado!

Eran las doce y cuarto de la noche, todo el pueblo estaba en la plaza, los músicos se disponían a tocar la segunda pieza de la noche cuando me acerqué al baile entre un gran bullicio, sin pensarlo dos veces fui donde Francisca y le pedí baile.

Sin andarme con rodeos quiero casarme contigo, le dije.

De repente, se armó la de cristo en el baile.

- ¡Has vuelto! ¡Ven aquí! Que haces ahí bailando, ya tendrás tiempo de sobra para bailar en otros momentos.

- ¡Vamos a probar las cubas de las bodegas!

- Se armó un gran griterío. Todos los mozos a la vez abrazándome. De repente me cogieron entre siete morroscos y me soltaron por el aire como una pluma. Hasta que logré librarme de los abrazos y empujones de mis amigos.

Al día siguiente Primitivo se levantó temprano. Se sentó en el sillón de la cocina a esperar que amaneciese. Estuvo sentado en su sillón de paja hasta que se levantó el resto de la familia.

- Francisca, tienes tantos pretendientes como quieras, estás en edad de casarte. Hasta ahora he tenido que rechazar a más de 20 pretendientes que podían haber sido de tu condición. No andes en tonterías. Sé prudente. El jueves que viene, día de mercado, a mucho tardar, concertaré tu boda con el padre del Josetxu de Mendaza. La boda se celebrará dentro de tres meses. Me dijo padre.

- Ayer comentaron en la taberna que bailaste con Gabino. No te puedes ni imaginar el hablar que has dado en todo el valle.

- Espero que no vuelva a suceder.

Primitivo conforme iba hablando se iba encendiendo. !Con quién y con el hijo del carbonero¡ ¡Con esos que no tienen ni tres termones dónde caerse muertos! ¡Espero que no vuelva a suceder!

Justo cuando Francisca iba a disculparse y dar alguna explicación se encontró con la mirada compasiva de su madre. Fue suficiente para darse cuenta que era mejor callarse.

La mirada y el rostro desencajado de su padre la dejó petrificada. Mientras tanto la madre intentó encontrar palabras conciliadoras. En realidad no estaba muy segura de lo que podía decir. Por un lado, tampoco ella comprendía como Francisca había podido bailar con uno que no era de su clase, pero por otro lado, se veía en la obligación de mediar de alguna manera ante su hija. Pero el miedo le impidió gesticular palabra, silencio que le pesaría durante el resto de sus días.

Al día siguiente, a pesar del dolor de cabeza, producido por el vino, fui consciente de la nueva situación. Una sensación de ganador y tranquilidad me rondó la cabeza, para convertirse en preocupación e inseguridad nada más salir a la calle.

Gabino.

No hay derecho. Tan cerca y tan lejos, mi amor. En definitiva para vivir lejos, muy lejos. Más lejos imposible. De aquí en adelante no nos veremos más. Entiéndeme. Aunque el corazón me pide lo contrario, la razón manda en este caso. No nos queda más remedio que vivir en soledad. Separados.

Ten siempre presentes estas palabras, estés donde estés, sea el día que sea, siempre te querré, siempre te tendré en el recuerdo. No existirá otro más que tú. El único consuelo que tengo es saber que los dos estamos sufriendo el mismo tormento.

No nos queda otro remedio. Perdóname por no ser más atrevida. Me faltan las fuerzas. Tengo que ceder.

Cariño, llora lo que sea preciso. No puedo más. No te rebeles. Lo primero es lo primero y la palabra del padre es sagrada.

Mi amor.

El paso del tiempo no me consuela, que los dos suframos no me alivia. Todavía sigue viva la llama que se encendió hace años. Cariño. Los dos juntos le haremos frente. Ten presente que yo también siempre te amaré, allá donde estés. Ahora es el momento de ser fuertes, de resistir.

Mantengamos la llama del amor viva. Sigamos el camino que nos marca el corazón.

No puedo vivir de los recuerdos.

¡Qué momentos!

Sueños imborrables. Algún día espero hacerlos realidad. Te he gozado en sueños. Algunas veces desnuda, en bragas con los pechos al aire, uno junto al otro, sin prisa. Francisca solo de recordarlo se me alegran los ojos y se me levanta el ánimo.

Más de una vez me despierto junto a ti, tomando el camino de la era, unidos por la cintura, subiendo sin prisa, para acabar haciendo el amor en el refugio debajo de la encina de al lado de la roca,  en la vieja era encima del pueblo. Tus nalgas encima de mi cuerpo desnudo. Allí medio escondidos, medio al aire libre. Besándonos sin movernos. Las manos de un lugar para otro. Francisca no quiero perderte. Quiero tenerte para siempre. No te vayas. Resiste.

El fuego que encendimos me da ánimo para seguir luchando. Estoy preparado para estar esperándote el tiempo que haga falta. Para hacer frente a 10 hombres como tu padre. Resiste. La  distancia no apagará la llama encendida. No hay nada que sea capaz de apagar la llama de nuestro amor.

Tan pronto como acabó de leer la carta, roto el corazón por la oscuridad y las lágrimas de alegría, empujó la puerta medio abierta del pajar y se retiró a un rincón del pajar donde nadie le pudiese molestar. Las lágrimas vertidas en las cuatro horas que permaneció acurrucada junto a la paja le confortaron para poder seguir adelante.

- Padre, hace tres días que no me he confesado

- Dime hija, cuáles son tus pecados.

- He pecado mortalmente, padre. He pecado contra el cuarto y el sexto o el noveno mandamiento.

- He tenido pensamientos carnales.

- ¿Más de una vez, hija?

- Sí

- ¿Y han sido consentidos?

- Sí

- ¿Cuántas veces?

- Seis o siete veces

- ¿Qué clase de pensamientos han sido?

- Feos, muy feos, padre.

- ¿Tú sola, o aparecen otras personas en esos sueños?

- Sí, padre

- Si, ¿Qué hija?

- Sí, con un hombre, padre.

- ¿Quién es?

El silencio, la oscuridad y la frescura de la iglesia se rompió con el ruido seco de un trueno, el rincón donde estaba colocado el confesionario, y la cara del cura resplandeció por un momento con la luz que entró por la ventana del ábside. El silencio y la oscuridad de la Iglesia reflejo de sosiego, placer y tranquilidad se mezclaron con las palabras del cura y se convirtieron de repente en miedo, intranquilidad y desasosiego.

- ¿Quién, quién?

- ¿Con quién, con quién cometes actos impuros?

- Gabino. Con Gabino.

- ¿Gabino? ¿El hijo del carbonero?

- Tienes que quitártelo de la cabeza. En verdad, hija. Es un pecado mortal. De aquí en adelante cundo te vengas esos pensamientos imagínate el fuego eterno.

- Tienes que permanecer pura y limpia para tu futuro esposo. Pura y limpia también de pensamiento. Tan pecado es el que se comete realmente como el que se imagina. La imaginación es el mal de este mundo.

- Tienes que acercarte inmaculada al altar.

- Ego te absolvo...

- Pero, cuenta, cuenta cual era el otro pecado.

- Padre, he pecado contra mis padres. Pongo en duda lo que mis padres me ordenan.

- Hija, hija. Este pecado es tan grave como el anterior.

- Es necesario respetar y obedecer a los padres. Los padres nunca yerran, nunca se equivocan. Siempre velan por la seguridad de los hijos. Y siempre quieren lo mejor para ellos. Igual no le entenderás. Esa es una enfermedad de la juventud. Igual que los animales resguardan a sus crías de los enemigos cuidan nuestros padres de nosotros. No tengas duda. Obedece y haz  lo que te dicen los padres. Son buenos cristianos. Lo que ahora se te hace incomprensible con el paso del tiempo lo entenderás y estarás siempre agradecida.

- Ego te absolvo...

Si antes de hablar con el cura no sabía que hacer, ahora mucho menos. Las palabras del cura se agolpaban en la cabeza, mezcladas con los sentimientos y con las últimas letras escritas por Gabino.

A la siguiente semana, una mañana normal, antes de que el gallo cantase salimos para Estella. Con el corazón a punto de explotar, con las manos unidas y sin atrevernos a mirar hacía atrás, nos dirigimos carretera abajo. Unos minutos antes de las 7 ya estábamos en la estación del tren de Acedo.

Para cuando llegamos al Convento de las Clarisas de Estella, ya estaba el cura, Basilio, esperándonos delante de la puerta. De pie, nervioso, no aparentaba más de 30 años. En diez minutos acabó la ceremonia y salimos casados.

Para la una del mediodía, ya estábamos de vuelta en el pueblo. Cada uno en nuestra casa, como si no hubiese ocurrido nada. Dos semanas después los Padres de Francisca nada más conocer la noticia de nuestro casamiento, la deshederaron y la metieron en el Convento de monjas clarisas de Los Arcos.

Aprovechando que el resto de las monjas se encontraban rezando maitines un día de invierno, valiéndose de una escalera escalo el muro y  se escapó por la tapia del huerto.

Gracias a las recomendaciones del padre  Basilio yo ya trabajaba de peón para los Duques de Cábrega. Dos años estuve allí, hasta que una mañana apareció Francisca. Volvimos al pueblo. Alquilamos la única casa que quedaba libre, la peor casa del pueblo. Ubicada en un callejón que no daba el sol en todo el día. Nos vimos en la obligación de vivir en penumbra, no entraba el sol más que por una pequeña ventana que daba a un patio ocupado tanto de noche como de día por cuatro cerdos del vecino. Las 24 horas del día debíamos usar candelas y candiles, excepto en la cocina, la cual daba al citado patio.

4. El mayorazgo

Para Paula esta casa era casi como la suya, en ella pasó la mayoría de las horas de su juventud. Su abuela sirvió en esta casa, su madre todavía permanece de sirvienta, ella misma había nacido en ella. De todas maneras, nunca se acostumbró a la oscuridad y los ruidos de aquella casa.

Los verdaderos quebraderos comenzaron un anochecer de luna llena. Como cualquier otor día cogió el candil que estaba colgado de un gancho detrás de la puerta, encendió la mecha, echó un poco de aceite, y se dirigió hacia el granero en busca de avena para las palomas. Atravesó el pasillo de dos zancadas, en el momento que sintió una sombra que se le acercaba, notó la respiración cercana. Contuvo la respiración todo cuanto pudo. En vano, cada momento sentía más cercano al agresor.

Las llamaradas alargadas del candil se entremezclaban con los suaves rayos de la luna que hacían que los muebles del pasillo pareciesen fantasmas en movimiento. Sintió los dedos agarrándole la punta de la falda, se dio la vuelta y no era otro que Primitivo, el señor de la casa, que venía del cuarto de amasar el pan. Se tranquilizó.

Los anocheceres se fueron haciendo cada día más indeseables, ya que justo se se atrevía a salir de los cuartos del primer piso, y cuando tenía que acudir a la bodega o al resto de las habitaciones siempre lo hacía de forma rápida y sin atreverse a mirar hacía atrás.

Paula no era la única criada ni mucho menos. Había épocas en que convivían 8 peones,  4 criadas y la cocinera.

Aquel día amaneció lloviendo, y así siguió durante todo el día. Benito, el sobrino mayor de Primitivo llegó del monte completamente empapado. Entró directamente a la cocina vieja, allí encontró agachada de espaldas a Paula avivando el fogón. Se le marcaban las formas redondeadas a través de la tela de la falda. Se cruzaron las miradas. Benito no pudo apartar la mirada de las curvas redondeadas del cuerpo joven y esbelto de la criada.

El fin de semana, la tarde del sábado en la taberna los mozos elogiaron la figura de Paula. Seguro que no era la primera vez que hablaban de Paula ante Benito, pero a éste así le pareció. Todo lo que escuchó le pareció del todo acertado, aunque en cierto modo se sintió ofendido y algo celoso.

No era alta, tampoco pequeña, de estatura media más bien, de espaldas anchas y fuertes. Con brazos regordetes y de carnes duras.

Al día siguiente, a la misma hora de todos los días se encontró con Paula en la cuadra.

-Hace calor hoy. ¡Eh!.

-¿Le has echado pienso a los bueyes?

-Si, si.

-¿Y a las vacas que trajimos ayer del monte?

-También. Y también las he llevado al abrevadero.

-¿Tienes tiempo para ayudarme a llenar unos sacos de cebada para llevar a moler?

Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. El hijo del amo casi pidiendo las cosas por favor. Ya tenía el sí en los labios cuando Benito aprovechó para pasarle el brazo sobre el hombro. Paula con un movimiento rápido, se soltó  para ir en busca de sacos vacíos para llenarlos de cebada. A los dos minutos apareció con 12 sacos sobre el hombro, caminaba delante, moviendo las caderas. Sin prisa, medio en silencio cuando ya habían llenado y atado  6 sacos se oyeron las voces de dos peones que venían a realizar el mismo trabajo.

-Buenas.

- Nos ha mandado Primitivo que preparemos unos sacos de cebada para llevar al molino. Comentaron mientras miraban maliciosamente a Paula.

El mismo día por la tarde coincidieron de nuevo Benito y Paula en la cocina. Hacía un bochorno insoportable. Benito aprovechando la oscuridad, la frescura del lugar y el atontamiento que produce el calor sofocante de un día de verano se acercó a Paula y se sentó a su lado. Consiguió una sonrisa complaciente de la muchacha, a la vez que se levantó del banco corrido en el que estaba remendando un calcetín para dirigirse a la fregadera a lavar unos cacharros que habían quedado en el pozo de la fregadera. 

Un 8 de abril alrededor de las 11 de la mañana Benito volvió del campo en busca de más patatas para sembrar. Nada más atravesar la puerta del patio se encontró con Paula que estaba echándole de comer al perro atado junto al portalón principal. Le pareció más guapa que nunca, Paula llevaba aquel día el pelo suelto que la hacía más esbelta.

Acarició al perro, y agarrando por la cintura a Paula le dio un beso corto en los labios. Paula sintió un escalofrío que  le recorrió todo el cuerpo.

Ayúdame a partir estas patatas. Las tengo que llevar a la pieza lo antes posible. Necesitamos dos sacos más por lo menos. Le comentó Benito.

Paula sin decir nada, se fue en busca de un cuchillo. Benito le siguió con la mirada, gozando con sus andares. Se sentaron enfrente en dos banquetas. De repente Benito animado por lo que había sentido anteriormente, agarrando suavemente a Paula por el hombro la tiró al suelo. Sin perder tiempo le bajó las bragas, le apartó las piernas y se puso encima, con suaves movimientos hacia atrás y adelante se abrazarón y besaron.

Paula oyó unos pasos, suaves como de mujer. Unos segundos después oyó como se retiraba tan suavemente como había llegado.

Los cuerpos se entrelazaron, Benito intensificó los movimientos hacia delante y hacia atrás. Paula tan pronto como sintió la humedad en su cuerpo, extendió los brazos y de un golpe apartó a Benito de encima, para dejarlo tumbado boca arriba.

Se levantó, se subió las bragas y se fue. 

Pasados 5 meses, la madre siguió con la mirada triste los últimos pasos de Paula en el pueblo. Paula salió del pueblo con la cabeza baja, sin mirar para atrás más que una vez para despedirse de su madre que se quedó en el umbral de la puerta las lágrimas le resbalaban por la cara. No se llevó del pueblo más que el recuerdo de las lágrimas de su madre y el llanto desgarrador de su hermana la menor. Fue un viaje sin vuelta, como ella bien lo sabía. El resto de su vida la pasó en el convento de monjas clarisas de Pamplona.

Tan pronto como dio a luz un niño sano y regordete se lo quitaron para ingresarlo en la Inclusa.

5. La caza

Primitivo como la mayoría de los habitantes del pueblo era un cazador empedernido. Especialmente los domingos,  lloviese, nevase o hiciese el tiempo que hiciese, el  mal tiempo  no era impedimento para que pasase el día fuera de casa en busca de cualquier animal salvaje  por los montes de los alrededores. Con el pasamontañas calado hasta los ojos, la escopeta colgada al hombro, la navaja metida en la faja,  y el zurrón bien lleno de comida salía de casa chiflando para no volver hasta bien echada la noche.

Las andanzas de Primitivo eran de sobra conocidas en los pueblos de alrededor. Sus correrías se hicieron famosas en Navarra, Álava y en media Rioja. No era extraño que hasta en los días más duros  del invierno pasase  dos o tres días sin volver a casa, durmiendo  entre la hojarasca y los bojarrales.

Famosas se hicieron sus cacerías de jabalies y zorros. La comandancia de Los Arcos le acechaba de cerca, pero a pesar del celo de los guardias civiles, no era extraño ver a Primitivo regresar con jabalies de gran tamaño que había dado muerte con su navaja, sin haber hecho uso de la escopeta para no atraer la atención de los guardias.
 
En una ocasión todo el vecindario nos vimos obligados a salir en su busca. Llevaba 7 días sin volver a casa con una nevada de metro y medio. Cuando ya todos pensabamos lo peor, cuando ya la mayoría habíamos decidido abandonar la búsqueda, pues la noche se echaba encima, apareció Primitivo que subia por el camino de Costalera, junto a Fuentes Altas chiflando y cantando como si nada hubiese ocurrido. Había pasado toda la semana bien comido y bien caliente en casa de unos familiares de Orbiso.
 
Como todos los domingos, éste también salió después de misa a cazar perdices con su perro. Cargó la escopeta con dos cartuchos de mostacilla del 8 de la marca “el gamo”, tomó el camino del prado, a la altura de Disiñana oyó el vuelo de una bandada de  perdices, descolgó la escopeta del hombro, se dio la vuelta y tiró los dos tiros casi sin apuntar hacia el maizal donde habían ido a refugiarse las perdices. Al instante se oyeron los gritos de una joven que estaba por lo que parece haciendo sus necesidades en el maizal.  
 
Con tan mala suerte que algunos perdigones sin fuerza se incrustaron en el culo de la recién licenciada maestra en la Universidad de Zaragoza.
 
Se reunió el ayuntamiento y como no podía ser de otra manera, el pueblo acabó pagando el infortunio de Primitivo. Entre el alcalde, el secretario y el cura lo arreglaron todo. Nombraron a Resurre maestra perpetua del pueblo, 50 años estuvo de maestra. Maestra sin vocación. La única filosofía que conocía era la de la letra con sangre entra, y bien que la puso en práctica. Ningún niño, ni niña logró aprender a dividir; sin embargo los castigos, y los malos tratos con las varas de mimbre y la regla en las palmas de la mano y la cabeza fue la única filosofía que fue capaz de enseñar. Con ella se acabó la educación oficial en varias generaciones.

Gerardo Luzuriaga

14/09/2007

Las mujeres de nuestro pueblo (II)

9a2f847c9ef207d96d1cd19cd9b39cc6.jpgGure herriko emakumeak

María  recoge y frega los cacharros. Barre la cocina. Prepara de nuevo la alforja con la merienda. Los hombres vuelven de nuevo al tajo. María levanta al abuelo, le ayuda a sentarse en el sillon de mimbres del patio junto a su mujer. Salen los hombres para el campo. María les grita hacia las seis llegare al terreno. No le contesta desde lejos Fortunato, no hoy no vengas que no haces falta todavía, el trigo no está del todo seco. Sale de nuevo a la calle con la escoba de biércol y le da una pasada a lo mayor.  Coge del patio un pozal y echa unos cuantos pozales de agua a las flores del patio y a las de la calle.

 

Echa al fuego dos astillas grandes y arrima una cacerola grande con agua que ya casi estaba hirviendo, echa unos tronchos de berza y unas cuantos kilos de patatas del año pasado, ya arrugadas. Mira el montón de ropa para planchar, desecha la idea, y se dirige al corral con un balde lleno de salvado para los cerdos. Lo mezcla con agua en el cocino. Los cerdos se acercan apresuradamente  y acaban inmediatamente  con la comida. María coge dos berzas y se las echa a la pocilga por encima de la puerta.  Vuelve al patio, se pone un sombrero de paja, coge dos calderos y un azadón y se dirige al huerto, que está a un kilómetro de la casa, aprovecha el agua que se ha filtrado en la poza, unos 30 calderos que los emplea en las berzas que habían plantado la semana pasada. Saca tres potes de patatas, elige 5 tomates grandes, rojos y maduros, tres leguchas, unas cebollas, y unos pimientos con los que llena completamente los dos cubos.

 

De nuevo en casa, lo primero que hace es preparar dos tazones grandes de leche, con unas galletas para los abuelos. Le pone bien la boina y le suena los mocos con el pañyuelo que guarda en el bolsillo del chaleco. Aparta la cazuela grande con comida para el cerdo que matarán en el invierno  del fuego. Unos minutos después ayuda al abuelo a subir al pajar, lo coloca a la sombra, junto a las higueras, coge los huevos que han puesto las gallinas.  Coloca a la abuela al lado de su marido. Baja de nuevo a la casa y sale con una cazuela con las sobras de la comida que las echa cerca del nogal. Las gallinas se alboratan y acuden todas a la vez a picotear los desperdicios.

 

Sube la comida al cerdo que se encuntra en el pajar.  Sin darse cuenta, ya comienza a anochecer.  Por la cuesta suben las dos cabras solas. María se mete la mano al bolsillo y saca un currusco de pan, lo parte en dos y se los acerca a las cabras, mientras le abre la puerta del pajar y las guarda. Llama a las gallinas y una a una van entrando por la puerta hasta que llega la última de siempre. Cierra la puerta.  Ayuda al abuelo a bajar a casa y vuelve a por la abuela.

 

Pone la mesa de prisa y corriendo. Nueve platos. Llegan los hombres. Ya se oyen los perros. Le quitan el capazo, y los aperos  al caballlo. Los cuñados se lavan las manos y se van un rato a sentarse en el poyato de la calle, mientras Fortunato echa de comer al caballo y a la vaca. Fortunato se entretiene en exceso. Manda a un niño a avisarle que ya está la comida. Todavía esperan unos minutos. Ya se encuentran todos sentados en la mesa para cuando sube Fortunato.  María pone el perol con la sopa de ajo encima de la mesa, va sirviendo uno a uno. También deja unas guindillas y el salero al lado de su marido. ¡Fortunato grita donde está el pan y el vino!. María abre el cajón de la mesa y saca un pan redondo, que se lo da a cortar a Fortunato. Coge el porron medio vacío y lo llena de la cuba que se encuentra en la bodega.  Para cuando vuelve la jarra de agua estaba vacía, la llena y le sirve dos vasos llenos hasta arriba a los abuelos. Los hombres ya casi han acabado la sopa. Pone encima la mesa la bandeja con huevos fritos y patatas fritas que ya tiene preparada. Va sirviendo dos huevos conforme van acabando la sopa.  Fortunato grita de nuevo, chica, ponle los huevos a padre. María deja la cuchara medio llena en el plato, se levanta y sin replicar le sirve dos huevos con patatas fritas al abuelo.  Los hombres, incluidos los niños salen todos a la fresca.

 

Prepara la comida del día siguiente, prepara también la comida del cerdo. Lava los platos, y dos cazuelas que están en el pozo de la fregadera. Hala niños a la cama, grita María desde la cocina. Acuesta a los abuelos.  Barre la cocina. Lava en la fregadera unas prendas que tiene en el cubo.  Los hombres ya marchan para la cama.  Mira a ver si los niños están bien tapados. Al pasar por el lado de  la puerta de su cuarto oye los ronquidos de su marido. Llama  a los perros, les echa las pocas sobras de la cena y  les pasa la mano por el lomo. Cierra la puerta del patio y pasa la tranca de la del corral.  Se desnuda y se acurruca junto a Fortunato sin meter ruido para no despertarlo. 

 

Gerardo Luzuriaga

 

 

09/09/2007

Emakumea (I) / La mujer (I)

d1b700e46bb4ff6754a403a14dea11cc.jpgAniceta, Gregoria, Josefa, Patrocinio, Hermenegilda, Seberiana, Julia... Puy, Josefina, Teresa, Felisa, Lucía, Paz, Pilar, Nieves, Ángeles... Dos generaciones de mujeres del pueblo distintas que coincidieron en llevar el mismo modo de vida.
Cirila, María, María Paz, Concha, Antonia... mujeres de José, Fortunado. Pedro Mari, Màximo, Miguel... mujeres de labradores y pastores del pueblo.

La jornada de todas estas mujeres (y las del resto del pueblo) comienza muy de mañana, antes del amanecer, cuando menos a las seis de la mañana, y siempre media hora antes que sus maridos se pongan en marcha.
María (como cualquier mujer del pueblo), la mujer de Fortunato, nada más levantarse acude a la gavillera en busca de abarras, ramas secas y delgadas que conservan las hojas secas, muy útiles para prender el fuego. Sube al pajar a por un buen montón de astillas, que deja al lado del fogón. Se lava la cara y se peina. Prepara los tazones para el desayuno de los dos cuñados solteros y de su marido, a la vez que arrima a la chapa del fuego los pucheros de la comida ya casi preparados la noche anterior.

Para cuando Fortunato se despierta ya le tiene preparado un perol con agua caliente, el jabón y la brocha de afeitar, pues hoy es jueves y Fortunato tiene la costumbre de rasurarse la barba todos los jueves y domingos, especialmente los jueves que va a Estella a vender las escobas de biércol. Esta semana hará una excepción y no acudirá al mercado de Estella.

María coge un puchero vacío , se calza las albarcas, se pone por encima un abrigo que se encuentra colgado de un clavo junto a la puerta de salida de la casa y sale hacía el pajar donde guardan las gallinas, los conejos, una cerda y las dos cabras. Ordeña en un periquete las dos cabras. Vuelve de nuevo a casa y pone a cocer la leche recién ordeñada. Los hombres desayunan en los tazones café con leche con sopas.

María echa tres astillas grandes al fuego, aparta la cazuela principal del fuego, cierra el tiro y se dirige de nuevo al pajar. Ya ha amanecido. Parece que el día será bueno, caluroso. Abre la puerta del pajar, por las que salen el gallo y las gallinas a picotear por los alrededores del pajar. Se acerca a las conejeras, les echa un puñado de lechocinos que había recogido la semana anterior junto al camino de mataverde. Llena los bebederos y por fin suelta las cabras que bajan ellas solas a la picota donde espera el pastor de las cabras, ya casi con el rebaño completo.

Vuelve de nuevo a casa. Se calza unas zapatillas viejas, cuelga el abrigo en el clavo de junto a la puerta, y coloca las albarcas encima del mueble en el que los hombres tienen algunos utensilios de tamaño no muy grande, como el hacha pequeña, dos hoces para cortar la maleza de alrededor de la casa, una caja con puntas, clavos y el martillo.
Da una vuelta por los cuartos de los padres de Fortunato y de los niños. Sigilosamente mira desde la puerta, la madre duerme plácidamente, el padre ya hace horas que carraspea y se le oye dar vueltas en la cama. Los niños duermen apaciblemente.

Los hombres ya han desaparecido de la cocina. María lleva los cacharros del desayuno a la fregadera. Prepara las alforjas que llevarán al campo. Hoy vendrán a comer, abre el cajón del armario y mete medio pan , un buen casco de chorizo y medio queso blando en una tartera y coloca todo en las alfojas. Mete una botella de vino y otra de agua cada una en un lado de las alforjas, las deja colgads de una punta que sobresale de la viga del pasillo, al lado de la alacena donde se guardan las hachas. Coge una cebolla, unos pimientos y cinco guindillas verdes, un puño pequeño de sal gorda que la envuelve en un trozo de papel de periódico y coloca todo dentro de las alforjas.
Ya se oyen los perros en la calle de abajo, María se asoma a la ventana y ve como los cuñados están ya ajustando la cincha al caballo. Ya están listos para marchar al tajo. Fortunato sube las escaleras, coge las alforjas, y con un hasta luego desde el pasillo se despide de María.
María retira del fuego la leche, que como de costumbre ya se ha sobrado. Mira por la ventana como se van los hombres al campo, los despide con la mano, pero ellos no se dan cuenta. Arrima a la chapa un cacillo con un poco de café y mucha leche , hace unas sopas con el pan duro y se sienta a desayunar. Retira el tazón usado a la fregadera.

Coge el cubo de la leche vacío y baja las escaleras que dan al corral. Se calza unas botas viejas y limpia la cama de la vaca y el caballo. La vaca agradece la paja limpia, arrima el morro al suelo,  da dos bocados a la paja nueva de debajo de las patas. María coge el taburete de tres patas de un hueco de al lado de la puerta y se dispone a ordeñar a la vaca. Poco a poco el caldero se va llenando de leche. María sube la leche a la cocina, la pasa por un colador grande y la separa en 12 botellas de litro y otras nueve las rellena con medio litro.

Entra en la habitación de los suegros, abre un poco los ventanillos, por donde entra la luz de la mañana. Levanta al abuelo. Le ayuda a vestirse y poco a poco llegan hasta la fregadera donde se lava la cara con abundante agua. Le ayuda a sentarse junto a la mesa de la cocina. Vacía los orinales del cuarto de los cuñados, y de los abuelos. Hace las camas de los cuñados y la suya propia. Entra en el cuarto de los niños y los va despertando suavemente. Les deja encima de la mesilla la misma ropa que habían usado el día anterior. Se dirige de nuevo al cuarto de la abuela, le habla y la despierta cariñosamente. Le comenta que hoy toca baño. Llena un cuenco de metal con agua hirviendo que tiene en la chapa del fuego, la mezcla con agua del grifo hasta dejarla tibia. Levanta a la abuela, la limpia con una esponja desde los pies a la cabeza. Hoy no le lava la cabeza.

Prepara cinco tazones con café con leche y sopas. Desayunan los cinco, sin prisas. Recoge los tazones y las cucharas de los cinco últimos que han desayunado. Friega los cacharros amontonados en el pozo izquierdo de la fregadera.
Pasa un trapo mojado por encima de la mesa, y un trapo seco por encima del armario, barre la cocina y el pasillo, saca toda la porquería al patio, donde cambia la escoba de casa por la de biércol. Barre por encima el patio, y lo mayor de la calle, entra al patio y esparce cuatro calderos de agua por el patio y la calle. Aprovecha para echar otros dos calderos a las plantas.

Abre las ventanas de los cuartos, quita las sábanas de los abuelos y las saca a airear a la ventana. Comienza a hacer las camas y los cuartos de los niños, recoge las sábanas y hace la cama de los abuelos, quita el polvo por encima y de vez en cuando atiende alguna vecina que llega en busca de la leche que tiene ajustada.
Ayuda al abuelo a salir al poyato de la calle, donde se sienta. Coloca a su lado a la abuela sentada en una silla de ruedas. Allí estarán hasta la hora de comer que coincide con el momento que el sol invade el rincón donde están sentados los abuelos.
María reúne la ropa para lavar. Hoy no es día de colada. Todavía no hay suficiente ropa, esperará a mañana o pasado para bajar al pozo a hacer la colada. Se da una vuelta por el pajar, recoge los huevos que han puesto las gallinas, les pone pienso y agua a los conejos, en el momento que se acuerda que tiene que subir al palomar a poner agua a los pichones. Deja los huevos en casa. Sin quitarse la bata atraviesa todo el pueblo para ir a casa de Celes en busca del pan, charlan un rato y Celes le pone los cuatro panes redondos que tiene concertados para ese día. Se tropieza con unos cuantos vecinos a los que saluda y vuelve deprisa a casa. Les saca a los abuelos un vaso de agua fresca y le coloca bien el vestido y el pañuelo de la cabeza a la abuela. Le comenta si tiene frío, pues están en un lugar en que la sombra no deja penetrar los rayos del sol radiante. Echa de nuevo una astilla al fuego.

Pone la mesa con los nueve platos, cucharas, tenedores y cinco vasos. Los hombres beben del porrón. Llegan los hombres del campo. Los dos niños mayores bajan la vaca a beber agua al pilón. Los hombres sin mediar palabra se sientan a la mesa. María saca el porrón lleno de la fresquera. El niño pequeño sube con el barril lleno de agua fresca de la fuente. Los hombres, incluidos el abuelo, después de comer se van directos a la siesta.

Gerardo Luzuriaga

20/08/2007

Navarra, quien te ha visto y quien te ve

98cbf5ae00b42213105f2c04c0747bd2.gifNafarroa quien te ha visto y quien te ve. Con el paso de los siglos nos han convertido de reino en provincia, y todos tan contentos.

El proceso ha estado viciado desde el principio. Hace 30 años se decidió que Nafarroa no formase Comunidad con el resto del pueblo vasco, a pesar de que la mayoría de los navarros estábamos convencidos y esa era la petición general de los navarros; pero en aquellos tiempos, al igual, que hoy día la decisión no está en manos del pueblo navarro si no en otras instancias. El proceso electoral vivido en Nafarroa está viciado desde el principio. No se puede denominar proceso electoral cuando se ilegalizan candidaturas, cuando se censuran planteamientos políticos.

Está claro Madrid decide, Nafarroa obedece. Es la segunda vez en poco tiempo.

Nafarroa ha sido la moneda de cambio, desde que Franco desapareció. Navarra ha sido la moneda con que la izquierda domesticada (PSOE) paga a la derecha.

No me canso de repetir la historia se repite, a los navarros nos ningunean. Ya hace 30 años en el momento más importante de la historia moderna no nos dejaron opinar, ni decidir. Se nos impuso lo que España quería que fuésemos, a Urralburu, a los responsables del Partido Socialista de Navarra se les hizo comulgar con ruedas de molino. Se les hizo desdecirse de todo lo que habían proclamado y dicho hasta el momento.

HEMOS SUFRIDO DEMASIADAS TRAICIONES EN NAFARROA, primero fue la derecha, que durante siglos ha sido la defensora de la lengua vasca, de la identidad vasca de Navarra, luego vino la seudo izquierda, diciendo siempre una cosa y en el último momento haciendo la contraria. Hemos sufrido demasiadas traiciones en Navarra. Hasta el PNV vendió el Gobierno de Navarra a la derecha a cambio de favores en el territorio limítrofe.

Es duro y difícil luchar contra todo un imperio, un estado. Pero resistir de una manera u otra es lo que los navarros sabemos desde un fatídico 1512.

Gora Nafarroa

Gerardo Luzuriaga