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28/09/2009

Escolapios

 

Los padres nos hacían ver la realidad de la sociedad. La existencia de la pobreza y las calamidades. Fomentaban el gusto por la música y la lectura. Todos los fines de semana reservábamos un tiempo para audiciones de música clásica, y también de música más moderna. Vivíamos conectados con la sociedad del momento, o por lo menos eso nos parecía.

 

Los profesores en su gran mayoría no eran curas, la excepción eran los curas. Recuerdo a Marcelino, profesor de francés, tal vez el profesor más revolucionario por la forma de dar las clases y por sus explicaciones fue Celorrio, encargado de impartir lengua y literatura que nos  cautivaba con las historias del Arciprestre de Hita, las novelas de Cervantes… por lo menos a mí.

 

Entre los curas, como no citar al coco, verdadero coco para algunos, pero que nunca sobrepasaba la línea que llegase a herir moralmente a los alumnos. Un verdadero psicólogo de la educación, y un gran pedagogo, profesor de matemáticas. No es lugar para citar a todos, pero citaré a Artola, Berdonces, Lesaga, los hermanos Lezaun, Arsuaga… todos ellos cercanos a la doctrina social de la Iglesia. Casualidades de la vida los primeros cursos el profesor de gimnasia seguía siendo un militar, no recuerdo su graduación.

 

No todo fue un camino de rosas, pues la vida de aspirante a sacerdote tenía sus dificultades, y más de una vez nos preguntábamos y nos preguntaban los encargados de nuestra preparación por nuestra vocación. Una vez al año pasaba el padre Provincial, el cual conversaba unos minutos en solitario con cada uno de nosotros. No era fácil discernir si verdaderamente teníamos la vocación que se nos pedía. Si estábamos dispuestos a comprometernos con la vida sacerdotal, pero todas estas vacilaciones y preocupaciones nos llegaban con cierta naturalidad.  Éramos nosotros mismos los que nos planteábamos si realmente esa era la vida que queríamos seguir.

 

Fuimos pasando los cursos, algunos compañeros nos fueron dejando Monreal, Remirez, Quintana… Los fines de semana los pasábamos en Orendain, teníamos las puertas abiertas para salir al pueblo, a los prados, a pasear por la carretera y por los caminos. A pesar de ello, no teníamos relación con la población. Es más no fuimos capaces de aprender ni una sola palabra de euskera. El único contacto que tuvimos con  los habitantes fue alguna vez que acudimos a tomar algo al bar, en algún cumpleaños de alguno del grupo, y dos o tres veces que apareció un grupo de chicos y chicas del pueblo y seis o siete del colegio nos pusimos a jugar con ellos en el campo de fútbol, por lo que fuimos reprendidos y se acabó toda la relación con los jóvenes del pueblo.

 

En el aspecto de los estudios ninguno teníamos problemas, teníamos todo el tiempo del mundo para preparar los exámenes, y al estar en grupo nos apoyábamos los unos a los otros. Fue el momento en que nos aficionamos a la lectura, aunque los libros de la biblioteca no es que fuesen muy recomendables, aunque si que existía una sección de aventuras y novelas recientes, aunque bastante censuradas. Pero también se nos permitía tener libros particulares, siempre bajo el control de los curas de la comunidad. Recuerdo haber leído los libros de Martin Vigil, Papillon…

 

Ikazkina

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