10/09/2009
La vuelta al colegio
Recuerdo aquel jueves por la mañana, en la clase de física, la anterior al recreo, de repente se hizo el silencio, todos me miraban, lo único que tengo claro es que estaba pensando en el perro de casa, por lo visto el profesor me había hecho alguna pregunta relacionada con el tema, y yo ni me había enterado. Todo acabó con el castigo de no salir a los recreos en toda la semana y copiar una frase interminable 500 veces.
.
Por aquellos tiempos, es cuando comenzaron las verdaderas luchas personales, ya que la situación que vivíamos era del todo antinatural, en un ambiente enrarecido durante los meses que permanecíamos en el convento , en contraposición de lo que vivíamos en pueblo durante las vacaciones, aunque siempre bajo la espada de Damocles, ya que en más de una ocasión pedían información de nuestro comportamiento a los curas del pueblo respectivo.
Así las cosas, existía una gran contradicción entre el comportamiento en el colegio y los meses de vacaciones. El sufrimiento que estas contradicciones generaban las llevábamos guardadas en el interior y las soportábamos con bastante estoicismo. Ya que por un lado creíamos a pie juntillas en lo que los curas nos inculcaron, pero por otro lado durante los meses que permanecíamos en el pueblo no nos diferenciábamos en exceso del resto de los muchachos.
En cuanto a la comida, aunque no era escasa, tampoco es que fuese de una gran calidad. Para primer plato teníamos potaje, todo lo que quisiésemos. El segundo plato no pasaba de tres ronchas de chorizo Pamplona, salchichón o mortadela, para merendar un trozo de pan con una onza de chocolote que más se asemejaba a un trozo de arena, para cenar una sopa sin mucho fundamento, pescado de río frito de abundantes espinas, o dos huevos fritos tres horas antes de servirlos. El postre no variaba, tres galletas marías.
De las labores de la cocina se encargaban dos hermanos, el hermano Mauro y el hermano Alejandro, ya tenían mérito preparar la comida para unos quinientos seminaristas y unos 35 curas. Los dos eran dos tiarrones, de pocas palabras, y no muy agraciados, se asemejaban a los legos de las novelas de la edad media. Alejandro se caracterizaba por su sonrisa permanente, pero sin embargo no era capaz de ordenar cuatro frases seguidas, era el ayudante de cocina. Mauro, el encargado y señor de la cocina, rondaría los sesenta años, por alguna razón extraña que nunca comprendí, ni tampoco pregunté era el único de la comunidad que vivía fuera del convento. En los cuatro años que coincidimos en el colegio, tan solo dos veces le vi hablando con alguien, la primera vez con Valeriana, una mujer de mi pueblo, Nazar, que por lo visto era su prima, y otra vez conmigo cuando una de las tantas veces que pasé por la cocina en busca de la leche para los enfermos se acercó hacía mi y me preguntó con una voz grave por su prima Valeriana y su marido Ceferino. Me sorprendió que se dirigiese a mí, ya que habitualmente me saludaba con un movimiento de cabeza bastante inexpresivo, como siguió haciéndolo en adelante.
Pasaban los años, las vacaciones y también los cursos, hasta que llegó el momento de comenzar el tercer curso, último curso que realizábamos en Estella
Desde mediados de septiembre el pueblo se rodeó de una cierta tristura. A los que teníamos que marchar nos entró una especie de morriña, a la vez que a los que se quedaban se les notaba una cierta melancolía, especialmente a las chicas. Los días soleados de verano dejaron paso a los días grises y apagados de septiembre. Las últimas tardes las pasamos de lado a lado del pueblo, probando las moras y las uvas todavía sin madurar acompañados por los débiles rayos del sol, y el sueva aire que nos recordaba que el día de volver al convento se iba acercando. Sin duda, el cambio de color del campo no nos ayudaba a alegrar el ánimo, día a día los campos amarillos se iban convirtiendo en marrón conforme los labradores iban arando las tierras, mientras los jóvenes mirábamos de reojo y con desconfianza a la Estellesa de los jueves, conocedores de que pocas semanas después tendríamos que coger ese mismo autobús para volver al Colegio.
Gerard
23:26 | Permalink | Comentarios (0)
08/09/2009
Ikastetxea
Fue la época en que empezábamos a pensar en las chicas y a verlas con ojos diferentes. La mayoría de nosotros habíamos echado los ojos a una forastera, tal vez la única razón fuese que no era del pueblo. De todas formas fue el momento en que todos intentábamos conseguir una sonrisa, unas palabras agradables que nos hiciese sentirnos como pavos engalanados. Casi todos comenzamos a sentir algo por las chicas. La llegada de las fiestas de los pueblos coincidió con los primeros bailes. Aquel verano cambió el sentir que teníamos con las chicas, sin darnos cuenta comenzamos a apreciar los encantos de las chicas, que hasta entonces las habíamos considerado como a cualquier otro de nosotros.
Llegó el fin de las vacaciones, no sólo nosotros nos entristecimos, también los que se quedaban en el pueblo sentían nuestra marcha. Intentaron por todos los medios convencernos para que no volviésemos al colegio. Pero el destino estaba ya echado, al siguiente día ya nos vimos atravesando la puerta del colegio de Estella. El cual constaba de dos partes completamente diferentes, una vieja casi en estado calamitoso, y otra parte recién construida de ladrillos rojos. Aunque el colegio estaba ubicado en el centro de Estella, al lado de la estación de autobuses y de trenes, nosotros nos encontrábamos aislados, el patio al que teníamos acceso estaba completamente rodeado por los muros del colegio y los muros que separaban a un colegio de monjas de cláusura.
De nuevo comenzaron las filas, a la hora de lavarnos por la mañana, a la hora de ir a los servicios, ya que tan solo contábamos con cinco letrinas en un extremo del patio y otros tantos urinarios, a la hora de ir a misa, a la hora de comer, de entrar en las clases...
No se nos hizo sencillo pasar de la libertad del pueblo a aquel régimen, en que absolutamente todos los movimientos del día estábamos controlados. Lo único que me aliviaba era dejar discurrir la mente, adentrarme aunque solo fuese en pensamiento en el ambiente del pueblo. Correr por las calles con los chicos y las chicas o imaginarme en la cuadra de casa contemplando las vacas en el pajar o en el huerto, jugando en el viejo carro de la era, azuzando a las gallinas, intentando que el choto del rebaño nos siguiese. Por desgracia, cualquier ruido era suficiente para devolverme a la triste realidad, y encontrarme cara a cara con las gafas oscuras del cura, cuidador de turno.
Tenía que hacer verdadero esfuerzo para no entretenerme en este tipo de pensamientos, ya que la vuelta a la realidad no me compensaba los momentos vividos.
La mayoría de los padres no tenían nada de especial, se puede decir que todos parecían cortados por los mismos patrones. Poco habladores y bastante distantes, a la vez que amargados. Todos de la misma ideología. El hermano Emiliano y el padre Dámaso, en cuanto al trato rompían la norma, al igual que el padre Jualián Lara, por todo lo contrario, aquel padre que iba de pueblo en pueblo buscando postulantes, con cara de santo y apacible, en el colegio era el azote de los alumnos, cualquier excusa era suficiente para ganarse un buen soplamocos.
Las reglas de colegio no eran otras que el orden, la disciplina y la obediencia. Todo teníamos prohibido, sin olvidar los castigos, bien porque nos salíamos de la fila, bien porque nos pillaban hablando, bien porque nos reíamos, bien porque teníamos las manos metidas en los bolsillos… Cualquier motivo era suficiente para encontrarte con cualquier castigo inesperado.
Ebaristo
16:03 | Permalink | Comentarios (0)
07/09/2009
Eskolapioetan (III)
Garai hartan herriko mutilek nesken atzetik genbiltzen. Gehienok kapotar baten atzetik genbiltzen. Haiengandik irribarea, hitz gozoa lortzearren, gehienok maiteminduta ibili ginen. Jaiak ailegatzearekin batera ailegatu ziren ere lehendabiziko dantzak. Batbatean neskengan une hartan arte ikusi ez genituen xarmak hasi ginen somatzen.
Herrian gelditu zirenak ere tristatu ziren, opor egun guztietan herrian gelditzeko konbentzitzen saiatu ziren. Ez zuten lortu. Eta horrela hurrengo egunean ikusi genituen gure buruak bi zati zeukan lizarrako ikastetxe horretan. Ikastetxeak bi alde zeukan, bata zahar-zaharra, erortzear zegoena, eta bestea berri-berria, ladriluzko gorrizkoa. Ikastetxea Lizarran bertan, autobus eta tren geltokiaren ondo-ondoan izan arren, erabat isolatuak geunden. Patioa, mojen harresi handi batez inguratuta baitzegoen.
Berriro ailegatu ziren ilarak, aurpegia jaboi eta toaila eskuan eta ilarak, patioko komuneko ilarak, txisa eta kaka egiteko ilarak, patio bazter batean 5 komun baino gehiago ez baitzeuden, lurrean zuloa zeukaten horietakoak ziren.
Gogorra zen herriko askatasunetik kartzela hortako arauetara pasatzea. Askotan klaseetan, gauetan irudikatu nuen burua herrian mutiko-nesken artean, etxeko ikuiluan, lastotegian, edo baratzean. Gurdi zaharrekin jolasten, oiloak uxatzen, untziak aztoratzen, edo artaldiaren akerra zirikatzen. Harik eta etxeko katutxuek ere nirekin jolasten ikusten nituen. Herrian inoiz gertatzen ez zitzaidana, ametsetan behin baino gehiago burura etortzen zitzaidan. Zoritxarrez, edozein estula edo zarata nahikoa zen errealitatera bueltatzeko, begiak liburutik jasotzean edozein aitaren betaurreko ilunen atzetik gordetzen zituen begi okerren aurrez aurre topatzeko, errealitate hutsean golpe bortitz batetik erauzteko.
Askotan herriko jendeekin hitz egiten aurkitzen nuen nire burua, baina ez nuen aurrera egin nahi gogoeta horietatik bueltatzean mina ez sentitzeko.
Apaiz gehienak isilak eta arruntak ziren, ez gatz ez berakatz horietakoak. Denok berdinak ziruditen, isilak eta zigortzaileak. Ideologia berekoa. Ordena, disziplina eta obedientziaren aldekoak. Salbuespenak Emiliano anaia eta Damaso apaiza ziren, gaiontzekoak beldurgarriak ziren, hitz gutxikoak, serio eta haserre leku batetik bestera zebilenak. Okerrenetariko bat, zalantzarik gabe, Julian Lara zen herriz herri apaizgain arrantzalea zebilena. Ikasteko araua zigorra zen, edozein gauzagatik zaplastadak eta zigorrak jartzen zituzten. Den-dena zegoen debekatuta, ilaratik irtetzen ginela, logelan, estudioetan, jangelan hitz egiten genuela, farre egin genuela, eskuan poltzikoan eramaten genuela, betiko taldearekin ibiltzen ginela, bakarrik ibiltzen ginela. Dena zegoen debekatuta. Oso arrunta zen petril batean hainbat haurrek paperetan esaldi bera bostehun aldiz, zeiehun aldiz kopiatzen: Hemendik aurrera ez dut hitz egingo debekatuta dagoenean, ez dut botako baloia lorategira, edo ez diot hain bortziki baloiari emango…
Egun batean hain nengoen nire herriko kontuetan murgildurik, non fisikako irakasleak galdetu zidanean ez nekien non nengoen ere. Bostehun aldiz esaldi luze bat kopiatzeaz gain aste osoa goizeko atsedenik gabe zigortu zidan.
Gure baitan borroka handia geneukan, kontraesan handi batean murgiltzen baikinen, alde batetik han bizi ginen giroa eta egoera naturala ez baitzen, hala ere sufrimendua barruan generaman gordeta. Kontraesana, eta oinazea barruan generaman, alde batetik apaizen esandakoan hitzez hitz sinesten genuelako, barneratuta beikenuelako; baina beste aldetik herrian geunden bitartean herrietako giro onean eta naturalean bizi ginelako
Janaria eskasia ez bazen ere, ez zen soberakoa, eta askoz gutxiagoa ondo prestatua. Lehenengo platera potajea zen, nahi genuen beste. Bigarrena, berriz, urria bezain gorrotagarri hiru xerra iruñeko txorizoa edo saltxitxoia, errekako arrain hezurduna edo bi ordu lehenago frigitutako arraultza pare bat, eta postrerazo beti hiru galleta maria. Askarirako lurra baino lehorrago zegoen txokolate zati bat, eta afaltzeko oso gutxi betetzen zuen zopa. Dena den, meritua zeukaten erdi arotik ateratako bi anaia sukaldariak, Mauro eta Alejandro izenekoak, sukaldari lana bostehun ikasleentzat eta hogeitahamar apaizentzat prestatzen zuten janaria. Langile finak ziren. Biak altuak ziren, hitz gutxikoak bezain itsusiak, Alejandrok egun osoan ahoan irrifarrea zeukana, baina lau hitz jarraian trukatzeko gai ez zena sukaldari laguntzailea zen. Mauro, berriz, sukaldeko arduraduna, ikastetxetik kanpo lo egiten zuena, Lizarrako ikastetxean izan nintzen lau urtetan bi aldiz baino nuen ikusi berbetan, lehengoa, nire herriko Valeriana izeneko emakumearekin, bere lehenguzina zenarekin, eta bestea erizain lana egiten nuen goiz batean eritegian esne falta geundenean eta sukaldera jaon ginenean, bere lehengusinaz itaundu zidan unean. Harrituta utzi ninduen niregana etorri zitzaidanean, bada egunero nenbilen sukaldean eta fitxik ere inoiz ez zidan egin. Egun hortatik aurrera ere buruko mugimendu zakar batez baino ez ninduen agurtu.
Egunak bata bestearen atzetik etorrita, kurtsoak eta udako oporrak ezin hobeto pasatu ondoren hirugarren maila egiteko garaia ailegatu zen. Irailaren bigarren hamarkadatik aurrera herria bazihoan tristuraz hornitzen. Herritik ihes egin behar genuenok herri minak jota, gelditzen zirenak, batez ere neskak, gure joatearen melankoniak jota. Udako egun argiak eta beroak egun grisei eta ilunei utzi zieten lekua. Arratsaldeak sasien masusta helduen gozoak, eta mahats berrien mikatzak probatzen iragatzen genuen . Eguzkiaren indarrik gabeko printzeek eta haize xumeek gogorazi ziguten ikastetsera joateko eguna hurbiltzear zegoela. Nekazarien traktoreak lurrak goldatu orduko soroen lurren kolore horia nabar bihurtzen zihoan. Neska-mutilek osteguneko Estellesa autobusera zeharka begiratu genuen hilabete horretan, bagenekielako aste batzuk baino ez bazitzaigula udako oporrak bukatzeko eta Lizarrako Eskolapiosetara bueltatzeko.
Ordurako 30 ikasle baino ez ginen gelditu gure mailan, denok gela batean. Herritik bueltatzean herriko minak jota nengoen. Galdetuz gero, zeren falta nengoen, ez zen erraza jakiten zeren falta nenbilen . Zentsazio materiala baino gehiago espirituala baitzen. Haize falta?. Indarrik gabe, gogorik gabe nenbilen Ez zen herria, ez zen herriko jendea, ezta animaliak ere, hori eta askoz gehiago zen faltan sentitzen nuena. Dena berdin zitzaidan, zer demontre egiten nuen leku arrotz horretan?
Ebaristo
18:40 | Permalink | Comentarios (0)