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08/12/2015

Gabino (20)

Gabino

Los únicos de nuestra edad que quedamos  somos Fulgencio y yo. Desde que Felipe decidió trasladarse a Legazpia ya  no es lo mismo. De repente Fulgencio me dice seriamente: “Mi ilusión es morirme y que me entierren en el camposanto del pueblo”.

¿Anda el otro?

¿A qué viene ahora esto? Bastante me importa donde me entierren. Nada más acabar la frase me vino a la memoria como murió el padre de Fulgencio. Fue hace años, en San Sebastián murió de neumonía que la había cogido en un funeral en Otiñano. Lo llevaron a un hospital especializado de San Sebastián para los enfermos de pulmón, hospital que lo había fundado Victor  Acha  Briones, médico que había nacido en Azuelo; pero no salió. Allí lo enterraron pues traer el cuerpo debía valer un dineral.

Con el adiós de costumbre nos hemos separado. Me he preparado una sopa de ajos, y me he sentado a leer un rato el periódico, que no lo había acabado por la mañana. He cenado y me he ido a la cama.

No puedo dormir. No tengo ganas de dormir, lo intento, pero no lo consigo. Hasta me duelen los ojos de tanto cerrar los ojos. Agotado al final parece que me he dormido. Vuelta tras vuelta en la cama, me levanto a tomar un vaso de agua. Pasa media hora, me tomo un vaso de leche caliente con la intención de tranquilizarme.

Oigo las campanadas de la torre como si estuviesen al lado. Las tres, las cuatro, las cinco.  Retumban en mi cabeza, me traen viejos recuerdos, me detengo en ellos, pero sigo sin poder dormirme. Cuando parece que me he dormido oigo el kirikikiiiiiiiiiiii del gallo. No he pegado ojo.

Justo cuando más a gusto estaba, me despiertan los golpes en la puerta de la casa de al lado. Son las diez. Más a gusto no puedo estar en la cama, acurrucado, calentito. Me doy media vuelta y me duermo de nuevo. Las diez. No me puedo despertar, medio despierto, medio dormido me viene a la cabeza que es martes, quiero levantarme pero no puedo, un poquito más, otro poquito más y así van pasando los minutos. Me despierto de dos en dos minutos y pienso que ya estoy levantado, pero no. Sigo allí acurrucadito entre las sábanas calientes.

Se me ha hecho tardísimo. No tengo tiempo de hacer tostadas, ni tomar mantequilla. Me tendré que beber la leche de un sorbo si quiero llegar para cuando el médico no se haya marchado. Estoy bajando las escaleras cuando me tropiezo en la entrada de casa con Don Hugo, el médico que viene a verme.

  • ¿Qué tal marchas Gabino?
  • No he podido pegar ojo. No he dormido ni pizca.
  • ¿A ver Gabino, qué tienes ahora, me ha preguntado el médico conforme atravesaba el dintel de la puerta.
  • No estoy bien. Le he respondido ofreciéndole una silla para que se sentase.
  • Entonces como siempre. No esta vez, parece que es de preocupar. Estos últimos días tengo un dolor extraño en la cadera.
  • A ver, a ver dónde te duele. ¿Te duele aquí?.
  • Sí.
  • No parece gran cosa. Tómate cada día una pastilla de éstas.

Me ha despedido con la sonrisa de todas las semanas entre los ladridos de los perros de alrededor.  Me da la impresión que no me ha dado más que un placebo. Las pastillas por no tener no tienen ni prospecto. Sin caja ninguna.

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