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16/09/2009

El Colegio

En cuatro años pasamos de tres clases a una, ya no quedábamos mas que unos  más que 30 postulantes para realizar el tercer curso. La vuelta de vacaciones por razones que no recuerdo fue más fuerte que de costumbre.  Sentí la misma sensación de vacío que había sentido las anteriores veces, pero con un grado más agudo. Más que la falta de los objetos materiales  que también eché en falta: el pueblo, los amigos, la familia, la casa, los animales… sentí un vacio espiritual, un estado de ánimo en el que nada tenía sentido.

 

 

Al comienzo de este tercer curso me nombraron enfermero, con dos ayudantes. Cargo  que tenía un gran prestigio en el colegio y una gran responsabilidad, lo que significaba la gran confianza que habían depositado los curas en mí. El hermano Emiliano era el responsable de la enfermería, el cual recetaba los medicamentos y  administraba las dosis a cada enfermo. Rara vez acudía el médico. En todo el año recuerdo que nos visitó en dos contadas ocasiones. El control de la fiebre, el resto de cuidados a los enfermos, el reparto de las medicinas, el recuento diario de los enfermos que se quedaban en cama, y la distribución de las comidas a los enfermos… estaban bajo mi control.

 

La falta de libertad, el orden y la obediencia eran las reglas del colegio, en detrimento de la lógica y el razonamiento. Sin obediencia no se podía llegar a ser un buen sacerdote; aunque os manden barrer las escaleras  de abajo para arriba hay que hacerlo, sin pensar en las razones por las las  habían ordenado, nos repetían una y otra vez nuestros educadores. El caso es que este régimen tan enrarecido no se circunscribía solamente a los postulantes, si no que igualmente se aplicaba también a los miembros de la comunidad. Por lo que no es extraño que para los alumnos no existiese diferencia entre los curas que formaban la comunidad del convento, aunque en el fondo tuviesen ideas completamente diferentes.

 

Nuestras conciencias estaban enfermas. Los curas habían conseguido inculcarnos sus traumas. Teníamos prohibido meternos las manos en los bolsillos, dormir con las manos debajo de las sábanas. Ni los pensamientos se libraban de la persecución, los pecados por pensamientos impuros también eran considerados pecados mortales, el razonamiento era sencillo, los pensamientos reflejaban los deseos que teníamos en la realidad. En este ambiente viciado e irrespirable  se nos hacía imposible llevar una vida tranquila y normal, la que debería corresponder a niños de 10 a 13 años. 

 

Los sermones, especialmente los de Semana Santa nos retrotraían a épocas medievales, donde la muerte era la protagonista, y se nos repetía una y otra vez la inutilidad de vivir siempre bajo las reglas del Señor, si en el momento más importante, la hora de dar cuentas,  la muerte nos pillaba de improvisto y en pecado. Debíamos de aprender del buen esclavo que siempre estaba presto a la llegada de su amo.

 

Las lecturas de las tardes del mes de mayo, no desentonaban para nada con los sermones de Semana Santa, pero estos con un cierto cariz de santidad pueril y del todo simplones.

Joarkide

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