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17/11/2015

Gabino (13)

  1. Engracia y Crescencio, el hermano menor de Gabino

 -      Hola muchachas

-      Buenas tardes

-      Bailas

-      Bueno

-      ¿De dónde eres?

-      Del otro lado de Codés

-      ¿De Álava?

-      No, no navarro, como tú. Del otro lado de Codés, pero navarro.

-      ¿De dónde?

-      De Nazar

- Ah de Nazar, ahí tenemos parientes, los pimporretes... Los conoces.

- No los voy a conocer...

-      ¿Ha venido mucha gente,  eh?

-      Sí, sí como siempre, las fiestas de esta localidad  son famosas.

-      ¿Cómo te llamas?

-      Engracia

-      ¿Y tú?

-      Crescencio

-      Bueno, ha acabado el baile.

-      Encantado, hasta luego Engracia.

 Había un gran ambiente. Hasta la hora de la cena anduvimos en grupo tomando tragos de casa en casa, de vez en cuando nos acercamos al baile. Al llegar la hora de la cena nos dividimos de dos en dos, para que fuese más fácil que nos convidasen, ese día a Crescencio le tocó hacer pareja con Benito.

 -      Se puede

-      Adelante

 

La mesa casi estaba llena, unos 20 comensales. Había cinco platos más preparados. Esperaron cinco minutos y allí apareció el amo con otros tres invitados de su edad. La primera mujer que entró con la bebida fue Engracia, la qué quedó tan sorprendida como Crescencio  al verle allí.

Engracia le echó dos o tres miradas risueñas, casi sin mirarle. El amo les saludó atentamente a los invitados, en especial a Benito, le preguntó por sus padres. Se quitó la boina y comenzó una oración antes de la cena:  “Bendice Señor estos alimentos, que vamos a tomar… “

 Una cena especial. De todo. Conejo, cordero, cabrito. Cenaron sin prisa. Dos copas de anís y con el puro en la boca salieron  a la calle.

 Cuando aparecieron  por el baile, ya estaba para acabar. Le pidió  baile a Engracia. Bailaron dos piezas lentas seguidas.

-      Dentro de tres semanas son las fiestas de Cabredo. ¿Irás?

-      Sí. Todos los años vamos.

-      Allí nos veremos.

-      ¿Ya te vas o qué?

-      Sí ya tengo la hora.

 A finales de agosto en las fiestas de Murieta se encontró con las amigas de Engracia. Unos metros detrás de ellas apareció Engracia con otra chica algo más joven que ella.

-      Hola Engracia

-      ¿Qué  tal Crescencio?

-      ¿Dónde has andado durante todo el verano?

-      En el pueblo, como siempre

-      ¿Porqué no apareciste en Cabredo?

-      Ah, ah, al final no pude. Se atrasó la cosecha y no pudimos ir.

-      ¿Bailas?

 Dos horas estuvieron  juntos, bailando, hablando. Le pidió  casamiento.

 El 12 de octubre nuestros padres  y él mismo,  vestido con el único traje que tenía fueron a Azuelo a la petición de mano de Engracia. La boda se celebró la primera semana de mayo.

 -      Crescencio estoy nerviosa

-      Tranquila mujer, es normal. Ya verás que bien te llevas con los de casa.

-      No sé. No sé. Igual tiene razón mi hermana, que no para últimamente de repetirme : “La boda no es una cosa de bromas. Lo que se hace en una hora dura para toda la vida”.

-      No te preocupes, mujer.

-      Piensa en el viaje de novios. Iremos a San Sebastián, mejor dicho a Lasarte y Hernani donde nuestras tías. Así gastaremos menos; pero tendremos oportunidad de visitar San Sebastián.

-      Tira, bien me parece.

- Me han comentado que la ciudad de San Sebastián es preciosa.

 A la semana ya estaban de vuelta. Engracia subió la cuesta que llevaba al domicilio  detrás de Crescencio.  Tipi-tapa, tipi-tapa. Empujaron la puerta de la calle, agradecieron la temperatura  del portal, pero la  nube de moscas revoloteando con que se encontraron nada más llegar a la escalera no se le hizo muy agradable. Crescencio dio la luz, al lado, en la cuadra había dos vacas royas, y un caballo.

 Subieron  las escaleras a oscuras, pasaron  al salón. Estaban todos esperándoles, excepto el padre de Crescencio. Una multitud. El tío soltero, dos tías solteras viejas, dos hermanos de Crescencio, la tía viuda...

 -      Hola

-      Hola

-      ¿Qué tal en San Sebastián? ¿Habéis visto el mar? ¿Os lo habéis pasado bien? Les preguntó la madre de Crescencio toda nerviosa.

-      Sí, ha sido muy agradable. Nos han tratado muy bien. El ambiente de la ciudad nos ha gustado mucho. El mar nos ha encantado.

-      ¡ San Sebastián, San Sebastián! ¡Qué tiempos aquellos!

-      Nosotros también hace 40 años estuvimos en San Sebastián de luna de miel. Todavía recuerdo Igueldo, La Concha, la iglesia de Santa María.

-      Bueno siéntate. Me callaré. Seguro que estáis cansados. ¿Os apetece un café con leche?

Tomaron  un vaso de leche, y enseguida se fueron a la cama, aunque estaban desechos Engracia no logró conciliar el sueño tan fácil, serían las 4 de la mañana cuando logró dormirse, Crescencio nada más apoyar la cabeza quedó completamente dormido.

-      ¿Qué te ha parecido la familia?

-      Está bien.

- Lo que más me ha llamado la atención ha sido la  puerta labrada del salón.

-      ¿Y la familia?

-      Bien.

 Se  despertaron cerca de las 8 de la mañana, ya estaban en la comedor el tío Tomás, las tías Felicitas y Cirila. No había luz eléctrica más que en el salón y en la cuadra. La vida se hacía  en la cocina vieja al lado del fogón. Los demás estaban sentados en el banco corrido. La cocina era una habitación pequeña, sin ventanas, interna, en la vivienda, oscura, ennegrecida por el humo. La chimenea estaba en el centro de la habitación.

Crescencio se bebió de un trago el tazón de café con leche y sin decir ni palabra salió de la casa. Engracia estuvo todo el día esperando la llegada de su esposo. Barruntó la llegada de Crescencio y bajó las escaleras. Era de noche, no le preguntó nada. Cerró la puerta, la abrazó y le dio dos besos, estuvieron unos diez minutos contemplando los animales, ella subió a la cocina, mientras Crescencio se quedó media hora más.

 Pasaron dos, tres semanas y no cambiaba nada. Los días eran copia uno del otro. La media hora que Crescencio se quedaba en la cuadra junto a los animales se convirtió en una hora.

Las miradas cariñosas de Crescencio seguían siendo como el primer día; pero pronto se dio cuenta que se había casado con un hombre de pocas palabras, que de nada serviría intentar explicarle sus preocupaciones, no las entendería.

Las discusiones entre Crescencio y su padre fueron en aumento. Cualquier contratiempo era causa de polémica.

El colmo fue cuando al padre de Crescencio se le ocurrió echarle en cara el comportamiento de Engracia: “La mujer que has traído va a arruinar la hacienda”. ¿A quién se le puede ocurrir en un domingo cualquiera matar una gallina?

No estoy preparada para llevar esta vida de matrimonio, se repetía una y otra vez Engracia. Al principio ella misma se consolaba, tranquila, no tienes más que 20 años, con el tiempo todo cambiará. Pero pasaban los meses y la situación no mejoraba.

Pasaron los meses y nada cambió.

La hermana solía venir de vez en cuando a pasar el día con ella. Por fin un día se decidió a comentarle sus preocupaciones.

- Cuando llegó la hora de casarse se sentí la mujer más feliz del mundo. Logró lo que aspiraba toda mujer. Un hombre, una familia, una hacienda, una vivienda y un hogar.

- No sé cómo explicarte, no es fácil. No vivo contenta, siento una gran tristeza.  Creo que lo voy a dejar todo, no me queda ilusión.  No sabes cuantas noches cuando se duerme Crescencio echo a llorar como una niña.

- No te preocupes, es pronto. Deja pasar unos meses. A todas nos ha pasado lo mismo.

- La soledad se me hace insoportable.

Gracias a las visitas de sus familiares y el cariño de su marido, los meses pasaban más mal que bien.

El padre acostumbraba a visitar a su hija una vez al mes por lo menos. El perro comenzó a ladrar de una forma especial, señal de que se acercaba su padre por el camino de Otiñano. Salió a su encuentro. Cinco minutos después apareció con una cesta de fruta en una mano y el bastón en la otra. Sin dejar el bastón se sacó el papel de fumar del chaleco y se puso a liar un cigarro, le dio unas cuantas veces a la rueda de la chispa, una vez encendido el cigarro rodeo el agujero del mechero con la mecha y de nuevo se metió el mechero en el bolsillo pequeño del chaleco.

  • ¿Qué tal hija?
  • Tirando.

Estuvo en un trance de decirle la verdad. ¿Pero cómo le podía preocupar con sus tonterías, sí ni ella misma sabía  a qué se debía su preocupación? El padre se fue al otro día por la mañana contento y orgulloso de las obras  hechas en el domicilio de su hija: se había construido una nueva cocina, con luz natural y eléctrica, con un armario blanco en medio de la habitación y una cocina económica que no la había visto ni en las casas más pudientes.

Engracia intentó hablar con su marido. Total para nada. Era hombre y de pueblo. Pronto se dio cuenta que el hablar sería en balde, pues aparte de no entenderlo tampoco  tenía muchas oportunidades de conversar con su esposo a solas.

Se trataba de un hombre especial, nunca tenía la menor duda, tomaba las decisiones en un abrir y cerrar de ojos. Me da la impresión que nunca  se enteró de mi soledad y melancolía. No tenía en la cabeza más que el trabajo, el ganado y el sexo, especialmente el sexo.

Un domingo después de misa decidí comentarle:

  • Crescencio, no puedo más, el ambiente de esta casa, de este pueblo se me hace insoportable.

Se quedó pensativo: Mirándome fijamente a los ojos me dijo:

  • Tranquila, ya verás como todo se pasa con el niño que está por llegar. Y se quedó tan tranquilo. No le dio ninguna importancia. Descolgó la escopeta, llamó a los perros y se fue a cazar como si nada hubiese ocurrido.

Una semana más tarde llegó mi hermana.

  • Hermana, no puedo más. Tengo que volver a Azuelo, este modo de vivir no es vida.
  • ¿Te arreglas mal con Crescencio o qué?
  • No. No, no es eso. Lo quiero y me corresponde como el primer día.

Todas las noches viene donde mí como si fuese el primer día. Por ese lado no me puedo quejar. Aunque han pasado algunos meses, no se ha apagado la ilusión sobre todo para eso.

  • Todo no se puede tener. Ya te lo advertí. Somos mujeres, hemos nacido para sufrir. Sé fuerte. Sé inteligente. Hazlo por lo menos por el niño que llevas dentro. El padre de Crescencio es ya mayor, pronto todo será tuyo.

Piensa que no te ha tocado la peor casa, ni mucho menos, ni tampoco el peor lugar para vivir. ¿Cuántas quisieran para sí tu situación?

  • Eso no me consuela.

Bueno. Prepararé el almuerzo.

  • ¿Qué quieres? Te parece bien ¿Unas magras?
  • Es un poco tarde, pero tira.

La mesa estaba preparada. Todos esperando. Por fin llegó el padre de Crescencio. Apareció con un puño de espigas en la mano.

  • ¡Mira Crescencio! ¡Me cagüen Dios!¡Me cagüen la Virgen Santa!
  • Las espigan no han granado. ¡Están huecas!
  • Les ha entrado la niebla.
  • ¡Qué simiente habéis usado!
  • Ya sabes que simiente hemos usado. La que nos agenció ese maldito explotador. La que te vendió Primitivo. A él es al que te tienes que enfrentar y no con los más cercanos.

La comida no fue  tranquila, se entabló una fuerte discusión entre los hombres. Crescencio una y otra vez mencionó las injusticias y abusos de Primitivo.

  • Padre, esto es insoportable. Primitivo cada año nos roba un trozo de terreno, este año ha movido los mojones por lo menos 20 centímetros. ¡Y tú lo sabes!
  • Padre, de seguir así, nos dejará sin hacienda. Este año nos quedaremos sin cosecha.
  • ¿Qué nos pedirá este año, a cambio de nueva simiente?
  • Algo tenemos que hacer.

Nos quedamos preocupados, en el reloj de la torre de la iglesia daban las dos y media de la tarde, cuando vimos a Crescencio marcharse enojado con la escopeta al hombro bajar las escaleras del granero. No reparó en nadie, ni en el vecino que estaba picando la guadaña debajo de un nogal. En un instante atravesó las calles de la localidad. Aunque no era tiempo de caza nadie le dio importancia a los dos tiros que se oyeron. El cuerpo de Primitivo cayó junto a la mies recién segada.

La desgracia entró en la familia. La mujer amaba a Crescencio. Él la hacía feliz. De ese día en adelante la vida de la familia cambió por completo. ¿Cómo vivir sin sus caricias, sin su sudor, sin su fuerza? Lo llevaron preso a  la cárcel de Pamplona.

Pasado un mes, nació el niño. Le pusieron de nombre Jesús. Aunque parecía normal a medida que pasaron los años las taras quedaron a la vista. Aquel mismo invierno murieron el padre y la madre de Crescencio. Uno detrás del otro.  Los ciudadanos fueron crueles  con la familia, hasta les prohibieron espigar las plantas  que se quedaban en los campos y en los caminos después de recogida la cosecha. Les robaron  las tierras. Quedaron en la pobreza total, hasta que tuvieron que ir de aldea en aldea, de puerta  en puerta en busca de caridad. En toda la tierra de Estella se les conoció como el tonto de Nazar y su madre.

Gerardo Luzuriaga

16/11/2015

25 años recordando a Marta y a Begoña

IMG-20151112-WA0006.jpgHace 25 años el ejército salvadoreño asesinó a dos guerrilleras médicas vascas, Marta y Begoña, de Bilbao y Gares  (Puente la Reina) respectivamente.

Ahora hace 25 años de aquellas fechas, los años pasan, los recuerdos no.

Siempre estaréis presentes, por desgracia las injusticias no se superan sin lucha.

Gerardo

Presos

He leido estas preciosas líneas y me ha hecho recordar a Txaber y a otros muchos que se encuentran en la misma condición...

 

Bonbilla 

 

Zer luzeak ziren gau-egunak zigor ziegetan. Ez ziren gozatzekoak

ez gaueko orduak, ez egunekoak. Presoa, gainera, eguzki argirik

gabeko ziegara sartu zuten. Ezin zen han gaua eta eguna bereizi.

 

Bonbilla bat zegoen bakarrik, funtzionarioek pizten eta amatatzen

zutena. Presoak, zelako galtzaile begiradaz zenbatzen zituen

egunak, bonbilla egunez piztuta eta itzalita gauez egoten zelakoan.

 

Baina, ez zekien, funtzionarioek bonbilla hori aste betez piztuta

uzten zutela eta beste aste betez itzalita.

 

Joseba Sarrionandia

15/11/2015

Gabino (12)

Josefa

Josefa va  a la gavillera en busca de unas abarras, ramas secas y delgadas que conservan las hojas secas, muy útiles para encender el fuego, las parte y con un papel de periódico les prende fuego, sale a por seis o siete astillas, echa dos y deja el resto al lado del fogón. Se lava la cara y se peina, prepara los tazones para el desayuno de los dos cuñados solteros, y de su marido, a la vez que arrima a la chapa del fuego los pucheros de la comida.

Ya tiene preparado un perol con agua caliente, para que se corte la barba su marido, pues hoy es jueves, y los jueves y domingos tiene por rutina afeitarse la barba, especialmente los jueves que va a Estella a vender las escobas de biércol preparadas durante la semana, aunque hoy como nos encontramos en la época de la siega ha decidido no ir.

Josefa coge un puchero vacío, se calza las albarcas, y se echa encima una chamarra, que se encuentra colgada de un clavo junto a la puerta de la calle y sale al pajar donde guardan las gallinas, los conejos, una cerda y las cabras. Ordeña en un periquete las dos cabras, vuelve de nuevo y pone a cocer la leche recién ordeñada. Los hombres desayunan los tazones de café con leche y sopas.

Echa tres astillas al fuego, las mayores, aparta la cazuela principal, y se dirige de nuevo al pajar, para entonces ya está amaneciendo, viene un día caluroso, igual demasiado caluroso. Abre el portalón del pajar, por donde salen las gallinas y el gallo a picotear por los alrededores. Se acerca a las conejeras, las abre y les echa un puñado de lechocinos que había recogido la semana anterior junto al camino de Oihagazu. Llena los bebederos, suelta las cabras que bajan ellas solas a la picota, donde espera el pastor con el rebaño ya casi completo para dirigirse al monte para todo el día.

Vuelve de nuevo, se calza las zapatillas de andar por casa, cuelga el chamarro en el clavo junto a la puerta, coloca las albarcas encima del mueble en que los hombres guardan los utensilios de tamaño no muy grande, como el hacha pequeña, dos hoces para cortar la maleza de los alrededores, una caja con puntas, clavos y el martillo.

Da una vuelta por el cuarto de los suegros y de los niños. Sigilosamente mira desde la puerta, los niños duermen apaciblemente, el suegro hace horas que carraspea y se le oye dar vueltas en la cama, la suegra duerme también plácidamente.

Los hombres ya han desaparecido de la cocina, Josefa lleva los cacharros del desayuno a la fregadera, prepara cuidadosamente las alforjas que llevarán al campo, hoy vendrán a comer, abre el cajón del armario y mete medio pan, un buen casco de chorizo y medio queso blando en una tartera y coloca todo en las alforjas. Mete una botella de vino y otra de agua cada una en un lado de las alforjas, las deja colgadas de una punta que sobresale de la viga del pasillo, al lado de la alacena donde se guardan las hachas. Coge una cebolla, unos pimientos y unas guindillas verdes, un puño pequeño de sal gorda, la envuelve en un trozo de papel de periódico y coloca todo dentro de otra alforja.

Los perros se oyen en la calle de abajo, se asoma a la ventana y ve como los cuñados están ya ajustando la cincha al caballo, están listos para marchar al tajo. Su marido sube las escaleras, coge las alforjas, y con un hasta luego desde el pasillo se despide de Josefa.

Retira del fuego la leche, que como la mayor parte de las veces  ya se le  había sobrado, se acerca a la ventana, despide a los hombres con la mano, pero ellos ni se enteran. Arrima a la chapa un cacillo con un poco de café, mucha leche y algo de achicoria, hace unas sopas con el pan duro y se sienta a desayunar. Retira el tazón usado a la fregadera.

Coge el caldero vacío de la leche del granero, y baja las escaleras hasta el corral, se calza unas botas viejas, limpia la cama de las vacas y el caballo, las vacas agradecen la paja limpia, arriman el morro de vez en cuando al suelo y se llevan buenos bocados de paja a la boca. Coge el taburete de tres patas de una ventana que da a la calle, y se dispone a ordeñar a la vaca recién parida, poco a poco, chorro a chorro se va llenando el caldero. Sube la leche a la despensa, la pasa por el colador grande, deja el caldero tapado con un trapo blanco, para que no caigan moscas.

Abre los ventanillos de la habitación de los suegros, entran los rayos solares de la mañana. Levanta al abuelo, le ayuda a vestirse, poco a poco ayudado por ella llegan hasta la fregadera, donde se lava la cara, le ayuda a sentarse en la mesa.

Vacía los orinales del cuarto de los cuñados, y de los abuelos, hace las camas de los cuñados, y la suya propia. Entra en el cuarto de los niños y los va despertando suavemente, les deja encima de la mesilla la misma ropa que habían usado el día anterior, se dirige de nuevo al cuarto de la abuela, la despierta cariñosamente, llena un cuenco de metal con agua hirviendo que tiene preparada en la chapa del fuego, la mezcla con agua del grifo hasta dejarla tibia, asea a la abuela, y la sienta en la silla de la mesa.

Prepara cinco tazones de café con leche y sopas. Desayunan los cinco, los niños no callan, y en cinco minutos han acabado sus tazones, el abuelo y la abuela no tienen prisa alguna. Los niños van solos a la escuela, no antes sin lavarse la cara y repeinarse.  Josefa recoge los tazones y las cucharas de la mesa y se dispone a fregar los cacharros amontonados en el pozo de la fregadera.

Barre la cocina muy por encima, también el pasillo y los cuartos, recoge la porquería y la saca al patio, cambia la escoba por la de biércol y barre todavía más por encima la calle y el patio, esparce dos calderos de agua por la calle, y aprovecha para echarle otros dos calderos a las plantas.

Abre las ventanas de los cuartos, quita las sábanas de los abuelos y las saca a airear a la ventana, hace las camas de los niños, quita el polvo por encima de algún armario, mientras atiende alguna vecina que viene a por la leche que tiene ajustada.

Ayuda al abuelo a salir al poyato de la calle, lo sienta, coloca a su lado en una silla con un cojín a la abuela. Allí estarán hasta la hora de comer, que normalmente coincide con el momento en que el sol da de lleno en el rincón donde están sentados.

Recoge la ropa para lavar, hoy no es día de colada, la junta en una banasta, todavía no hay suficiente ropa esperará al lunes para bajar al pozo a hacer la colada, se lo piensa mejor, aunque no hay mucha ropa sucia decide bajar al pozo a lavarla, ya que esta semana no toca amasar el pan, y eso si que le llevará por lo menos cinco o seis horas.

 

-    ¿Ya sabéis lo que le ha ocurrido a Timoteo?

-    ¿Qué le ha pasado,  pues?

-    He oído que se ha ido Isabel.

-    Ya me parecía a mí demasiado remilgada, esa señoritinga de Zúñiga. Ya decía yo que no le iba a durar ni una semana. Comentaba Teófila maliciosamente, mientras frotaba y frotaba unos pantalones sucios.

-    Sí,  sí, se casaron en Zúñiga,  han pasado  el viaje de novios en San Sebastián, hace cuatro días volvieron al pueblo y según tengo oído nada más ver la casucha puso mala cara, y le ha hecho la vida imposible al pobre Timoteo.

-    Sí, sí,  así es comentó otra mujer, yo la he visto marcharse con una maleta; pero no sabía que se iba para siempre, aunque sí  que me pareció raro que se fuese tan pronto, a los cuatro días de llegar, pero pensé que tendría algún negocio que hacer.

-    Sí, sí  menudo negocio comentó Matilde, a la vez que cogía de la banasta una prenda, la metía en el agua, la enjabonaba, la volvía a meter en el agua, frotaba las manchas más visibles. Menuda pájara es ésa, ya me comentaron mis hermanos, siguió murmurando Matilde mientras cogía la prenda entre las dos manos para escurrirla.

Josefa vuelve del pozo, da una vuelta por el pajar, recoge los huevos que han puesto las gallinas, les pone pienso y agua a los conejos, a la vez que sube al palomar a poner agua a los pichones. Deja los huevos en la cesta que hay en la fresquera para ello.

Se quita el delantal y atraviesa la villa para ir a comprar unas alubias y de paso bajarle la leche  a  Celes, charlan un rato, y Celes le pone los cuatro kilos de alubias blancas  que tiene concertadas, de paso le baja el medio litro de leche a Paca, que está enferma en cama. Se tropieza con unos cuantos vecinos a los que saluda y hablan algo sin importancia y vuelve sin detenerse excesivamente. 

Le coloca bien el vestido y el pañuelo de la cabeza a la abuela. Echa de nuevo  una astilla al fuego. Pone la mesa con nueve platos, cucharas, tenedores y cinco vasos, los hombres beben del porrón, ya llegan los hombres del campo, el cuñado suelta las vacas y los niños las bajan a beber agua al pilón, para cuando llegan los niños, ya están todos en la mesa, Josefa saca el porrón de la fresquera, el niño pequeño llega con el barril lleno de agua fresca de la fuente. Comemos, los hombres se van directamente a la siesta.

Josefa recoge y friega los platos, barre la cocina, prepara de nuevo la alforja con la merienda. A las tres en punto, los hombres están saliendo de nuevo al tajo. Josefa lleva al abuelo a sentarse en el sillón de mimbres del patio, luego lleva también a la abuela y la pone a su lado. Su marido se ha retrasado buscando una hoz, y se despide de Josefa, hoy no vengas al campo, todavía no haces falta, el trigo no está del todo seco, por lo que es mejor que te quedes por aquí, le echas de comer a los cerdos.

Echa otros dos pozales a las plantas del patio. Arrima una cacerola grande con agua al fuego, echa unos tronchos de berza y unos cuantos kilos de patatas del año pasado, ya arrugadas. Esta será la comida de los cerdos de casi toda la semana.

Mira el montón de ropa para planchar, al instante desecha la idea, hasta el sábado por la tarde puede esperar la plancha, se dirige al corral con un balde lleno de salvado para los cerdos, lo mezcla con agua en el cocino, los cerdos se acercan apresuradamente al cocino, Josefa baja al huerto, riega unas berzas recién plantadas, saca tres potes de patatas y elige 5 tomates grandes, rojos y maduros. Vuelve sin detenerse,  lo primero que hace es preparar dos tazones grandes de leche, con galletas para los abuelos, le pone bien la boina, y le suena los mocos con el pañuelo que lo guarda de nuevo en el bolsillo del chaleco, acompaña al abuelo a sentarse debajo de la higuera, a la sombra, saca las sobras de la comida y las echa cerca del olmo, las gallinas se alborotan y acuden todas a la vez a picotear los desperdicios.

Al anochecer, llegan las dos cabras hasta el portalón del pajar, Josefa se mete la mano en el bolsillo y saca un currusco de pan, lo parte en dos y se los da a las cabras, mientras les abre la puerta y las guarda, llama a las gallinas y una a una van entrando  por la puerta.

Baja al abuelo al hogar y vuelve a por la abuela. Pone nueve platos en la mesa, llegan los hombres, se oyen los perros, los cuñados le quitan el capazo al caballo, y lo meten al corral, les echan el pienso y suben para la cocina, los hombres se lavan las manos, el marido se ha entretenido en exceso observando las vacas, un niño baja a llamarle, la cena está servida, el perol con la sopa de ajo ya está encima de la mesa, les  va sirviendo uno a uno. Un cuñado saca un pan del cajón, un niño baja a llenar el porrón de la cuba que se encuentra en la bodega. Se acaban la sopa, y Josefa pone la bandeja de huevos fritos con patatas fritas. Cenados, salen todos a la fresca, excepto los abuelos que es Josefa los que los acuesta. Baja también Josefa a estar un rato en la fresca con todos, no mucho, pues todos están cansados y se van despidiendo uno a uno.

Josefa lava los platos de la cena, y pone  unas alubias a remojo para el día siguiente, barre la cocina, se da un garbeo por el cuarto de los niños, tapa al más pequeño,  al pasar por su cuarto oye los ronquidos profundos del marido, llama a los perros, les echa por la ventana las pocas sobras de la cena, cierra la puerta del patio, se desnuda y se acurruca junto al marido sin meter ruido para no despertarlo.

Gerardo Luzuriaga

10/11/2015

Gabino (11)

Mar adentro

El trayecto a Barcelona lo hice sin dificultad alguna. Sin darme cuenta me encontré en mitad del Océano. Rodeado de extraños, con todo tipo de gentes. Sus miradas se dirigían hacia mí, o así me lo parecía. No me atrevía a intercambiar con los viajeros  más allá de las palabras imprescindibles. Medio mareado, sin poder olvidar  la mirada triste de mis padres pasé las primeras semanas, acurrucado en un rincón del camarote. También aquí los días y las noches se hacían largas, por lo que era habitual despertarme en medio del mar entre los rebaños de vacas en la vertiente de Campezo y Zúñiga, adentrándome  con la escopeta y la cartuchera bien repleta de cartuchos en la Dormida, volviendo al atardecer con el zorrón lleno de palomas entre la nieve y niebla cerrada.

Pasados los primeros días comencé a tomar gusto por la lectura, un marinero me agenciaba todos los libros que necesitaba. La lectura me abrió un nuevo horizonte, desconocido hasta eses día, lo más semejante a la lectura que había conocido eran los cuentos, anécdotas y leyendas relatadas por los abuelos y tíos mayores en las tardes invernales reunidos junto al fuego, o las veladas desgranando maíz en familia, a veces acompañados de una acordeón que tocaba un peón venido del norte de Navarra, o los  atardeceres rezando el rosario, mientras nuestro padre recitaba de memoria las letanías:

 Kyrie eleison

          Kyrie eleison

Christe, eleison

          Christe, eleison

Christe, audi nos

         Christe, audi nos

Christe, exaudi nos

         Christe, exaudi nos

Pater de Coelis Deus

         Miserere nobis

Fili Redemtor mundi Deus

         Miserere nobis...

 Las historias de los libros me hizo olvidar los recuerdos, los libros fueron mis compañeros de ese día en adelante y me abrieron nuevos horizontes.