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06/11/2015

Gabino (10)

 Las Américas

La soledad comenzó a hacerme mella.

  • Gabino, no te metas en política, la política no trae nada bueno.

  • Tranquila, Francisca le respondía en sueños.

  • Gabino, no te mezcles en asuntos que no te incumben.

  • Tranquila mamá, le respondía despertándome sobresaltado, sin saber dónde me encontraba.

Los carteles colocados en el pozo de lavar la ropa crearon acaloradas discusiones, se calentó y se enrareció el ambiente, hasta los mayores tomaron parte en los debates y  discusiones, muy pocos fueron los que se quedaron al margen.

Lo vivido durante esos meses se me venía incesantemente, sin orden alguno a la cabeza.  Se celebró una gran fiesta en Cábrega, donde unos meses antes al Alzamiento la Falange convocó una reunión,  a la que acudieron jóvenes de todo Navarra. Vinieron falangistas de toda la provincia, de la Villa de Nazar  bajaron 6 mozos, volvieron a las 6 de la tarde, completamente exaltados, con camisas azules, correajes de cuero negro y con las escopetas colgadas al hombro, entonando los himnos recién aprendidos por la mañana !Cuánto mal les hizo ese día! Dos de ellos perdieron la vida en el frente y sólo volvieron  para ser enterrados.

Los que no mostramos el debido entusiasmo ante sus bravuconadas lo pagamos caro. El ambiente se fue enrareciendo cada vez más, las noticias de detenciones y fusilamientos corrían de población en población. En algunos pueblos ante el cariz que comenzaba a tomar el asunto,  no fueron pocos los que acudieron  donde los alcaldes en busca de refugio, en balde. La decisión ya estaba tomada, aunque en el instante mismo de las detenciones y fusilamientos se arrepintiesen  de las decisiones adoptadas anteriormente en caliente, ya no podían hacer nada. Tampoco para ellos fue fácil ver como se llevaban a los vecinos; pero los alcaldes, los curas y los secretarios ya no podían hacer nada, pues llegado a estas alturas las resoluciones venían firmadas por instancias superiores.

La noticia de los fusilamientos de las localidades de los alrededores – Mués, Piedramillera, Los Arcos, Acedo, Asarta, Mendaza, Aguilar…- se extendieron como la pólvora. Los primeros meses de la postguerra fueron de una represión atroz, el terror impuesto por los falangistas fue salvaje.

Félix, uno de los más destacados de las izquierdas, fue también uno de los primeros en alistarse en el Frente Nacional, pero no le valió. Una noche llegó el Coche de la Muerte, lo apresaron, y se lo llevaron entre los gritos de sus hijos pequeños y la mirada afligida de su mujer. Esa misma noche, media hora más tarde,  le dieron dos tiros a bocajarro en una cuneta de Arquijas.

  • Se acabó

  • ¿Hoy se han llevado a Félix?

  • ¿Mañana a quién le tocará?

Muchas eran las noches que me sobresaltaba y me despertaba gritando entre sueños.

La soledad cada día se me hacía más insoportable. Con el paso de los meses la moral se me iba desgastando. Lo único que rompía la monotonía del día a día era el sonido atronador de las campanas de la Iglesia de Nazar, que las tenía pared con pared.  Para entonces ya distinguía el sonido de todas las campanas de los alrededores: Mendaza, Acedo, Asarta, Mirafuentes Otiñano, Cábrega, Ubago… A veces hasta creía oír las de los lugares más lejanos, Santuario de Codés, Espronceda, Desojo…

  • ¿Acaso me estaré volviendo loco?

  • No sé, pues.

  • La mayor parte de las veces no era capaz de distinguir entre los sueños y la realidad.

  • Ya no podía soportar la soledad, y no podía olvidar la familia, los hijos, la esposa. Tan cercanos, y a la vez tan lejanos.

  • Ya no era capaz de discernir entre los pensamientos, los sueños,  lo verdaderamente vivido hace unos años y la realidad. ¿Cómo distinguirlos cuando se repiten en mi interior las mismas anécdotas, las mismas secuencias tanto en sueños, como despierto una y mil veces?

  • Qué va, estoy bien, tengo todo bajo control, acababa animándome a mí mismo.

No fue casualidad que los recuerdos que más se repetían fuesen sobre los animales domésticos y estuviesen directamente relacionados con su libertad. No podía quitar de la cabeza los primeros bueyes que tuvimos, Giputxi y Txiki, y el respeto que nos daban, especialmente cuando tenía que  colocarme delante de ellos para que no se moviesen, con apenas 7 años de edad, no llegaba al yugo y los bueyes no paraban de dar fuertes  golpes con el rabo  contra la tripa, o levantar  una pata para golpear bruscamente  contra el suelo, o girar la cabeza de un lado para otro para espantar las moscas de alrededor…

Excepto los perros guardianes de los  hacendados, que no veían  la luz natural, ni las calles, atados con cadenas cortas, recluidos en lo más profundo de los corrales;  el resto de los animales correteaban por las calles y los campos, en  plena libertad. Gallinas, perros, vacas, cerdos andaban a sus anchas.

¡Ya me gustaría  tener la libertad de cualquier de esos animales!

El sonido atronador de las campanas era aturdidor. Cada día me costaba más conciliar el sueño, hoy se cumplen cinco años desde que decidí resguardarme en el techo falso de la iglesia. Estaba pensando en esto, cuando comenzó a tañer la campana grande, con la que retumbaban las paredes y el suelo;   aunque ya lo tenía decidido de antemano, fue entonces mismo  cuando resolví  salir del escondite y buscar una nueva forma de vida al otro lado del mar, en las Américas, seguramente en Chile.

No cogí más que una navaja, el resto de materiales todavía se encontrarán allí, me deslicé con la ayuda de una soga por la pared hasta la calle, no había andado ni cinco metros cuando me salieron al encuentro dos perros semejantes a Lur y Beltza. Estuve alrededor de una hora contemplando el firmamento, con una luna llena grandiosa y estrellado, el silencio solo era interrumpido por el canto incesante de los grillos, y algún que otro ladrido de los perros.

Llegué a casa, como siempre  la puerta de la calle estaba vuelta, la empujé con cuidado y pasé a la cuadra, subí las escaleras, antes de entrar a la habitación de los hermanos bebí un trago de la lechera que estaba guardada en la fresquera. Mis hermanos no podían dar crédito a lo que estaban contemplando, pensaron que se les había aparecido un fantasma. Para no despertar a toda la familia, bajamos de nuevo a la cuadra. Fue una situación imborrable.  En unos minutos me pusieron al día de todo lo ocurrido en estos cinco años.

  • ¿Pero no vendisteis a Lur y Beltza?

  • ¡pues claro, que los vendimos! Al día siguiente de verte se los regalé al tío de Antoñana. Esos perros eran capaces de no haberse movido durante días del escondite, y aunque la Guardia Civil no es que tenga muchas luces, no se puede decir lo mismo de algunos vecinos. Lo que ocurre, es que hace dos años fui donde el tío y me traje dos cachorros de Lur. Nada más llegar fueron tus hijos los que le pusieron los mismos nombres.

  • ¿Ha sucedido algo en la familia?

  • El abuelo se murió a los pocos meses de irte.

  • Ya, ya lo sé, fuiste tú mismo el que me lo dijiste el día que nos vimos en Costalera.

  • ¿Qué niño se murió hace tres meses?

  • Se ahogó en el pilón Mari José la hija de cuatro años del alcalde, la familia está desolada, todo el vecindario  quedó afligido. Fue un gran golpe.

  • No, no me contéis todo, dejadme adivinar que es lo que ha ocurrido durante estos años.

  • ¿Ha habido cuatro muertos más, no? Pueden que hayan sido Generoso, Dionisio, Sebastiana y Romana. ¿No?

  • No, no. Dionisio y Romana andan están bien de salud. Los otros dos han sido Daniel, que lo trajeron a enterrar del Hospital de Zaragoza, cuando estaba a punto de acabar la guerra una bala perdida se le incrustó en la cabeza, después de pasar lo peor cuando parecía que ya estaba curado e iba a coger el alta del hospital se murió repentinamente. También se ha muerto Donato el de la Joselita.

Me despedí  como pude de mis hermanos, no tengo mucho tiempo, voy a ver a Francisca y los niños, mañana a la mañana saldré para las Américas, espero no tener muchas dificultades, ya nadie se acuerda de mí, además todos me siguen ubicando en Francia.

Ya desde la calle sentí  el olor peculiar de nuestro hogar, subí  las escaleras de dos en dos. Abrí la puerta y me precipité a los brazos de Francisca. Permanecimos abrazados más de cinco minutos. Francisca no creía lo que estaba sintiendo, cerraba y abría los ojos para podérselo creer. Ella también creía que me encontraba en Francia. Nos acercamos a la habitación de los niños, no los despertamos, mientras Francisca preparaba agua caliente estuve más de cinco minutos contemplándolos,  vertió la mitad del agua en la palangana, bien jabonado y con la navaja bien afilada me rasuré la barba y Francisca me cortó el pelo. Por lo menos rejuvenecí 20 años. Nos fuimos juntos a la cama, no dormimos ni un solo segundo. Amaneció en un abrir y cerrar de ojos. Sentí  los ladridos de los perros, de un salto me escondí en un alorín, padre apareció detrás de madre, los encontré muy envejecidos. Fuimos  conscientes que esta era la última vez que nos veríamos, a padre y madre les brotaron las lágrimas en el último abrazo de despedida.

Me puse una camisa blanca, Francisca me preparó la  maleta con ropa limpia,  y con los primeros rayos del amanecer, sin despedirme tomé de nuevo viaje al  extranjero. En este caso esperando que fuese el definitivo. Al salir reparé en la portada del Pensamiento Navarro, que estaba encima de una silla del portal: “Caen en una emboscada los maquis el Tuerto  y el Perico en las inmediaciones de Caín”, titular con grandes letras e ilustrado con una gran fotografía de los dos maquis abatidos. De buena me he librado pensé.

Animado y con la sensación de haber salvado la vida de nuevo, inicié el trayecto hacia Barcelona, con la intención de tomar un barco  lo antes posible para las Américas, todavía no había decido a qué país iría.

No me resultó sencillo acostumbrarme a la luz del día. El valle estaba precioso, los árboles en flor. A lo lejos divisé un grupo de gente, tuve tiempo suficiente para esconderme detrás de unos chaparros. Don Secundino llevaba en las manos la cabeza de plata de San Gregorio, a un lado le acompañaba un monaguillo con el hisopo, un poco más adelantados iban otros dos monaguillos con sendas cruces, mal andaban para llevarlas verticales, -bien sabía yo, lo que pesaban esas dos cruces, en más de una ocasión me había tocado llevarlas- , detrás venían unos veinte feligreses, la mayoría mujeres vestidas de negro y con velos por la cabeza. Al único que no reconocí  era el monaguillo que portaba el hisopo. ¿Habría venido alguna familia nueva a vivir aquí? No lo creo, aunque sí que se me hacía raro no sacarle por los rasgos físicos a qué familia  podría pertenecer. Me quedé con la duda.

Sentí una sensación nueva e indescriptible al ver a los vecinos, cuando se habían alejado unos diez metros de donde yo estaba se pararon repentinamente, el párroco tomó el hisopo y esparció el agua bendita a los cuatro vientos: “Quisdam sanctus episcopus, Gregorius nomine… líbranos de todas las plagas, especialmente de la langosta”.

Estuve un cuarto de hora ensimismado contemplando los campos de cultivo, e imaginándome las personas que podrían componer los  grupos de segadores  que se divisaban en los campos lejanos. Había una infinidad de colores y parcelas, bien diferenciadas cada una por los verdes ribazos de hierbas y matas. Mil colores producto de los diversos cultivos: avena, cebada, trigo, yero… mezclados y salpicados con los cientos de especies de hierbas y plantas silvestres: cardos, amapolas, girasoles, avena mala… Infinidad de árboles frutales salteados entre los cultivos: pomales, cerezos, manzanos, olivos, nogales, todo ello surcados por los ríos del valle con sus hileras de chopos.

Me adentré en el monte, ahí seguían las enormes encinas, la mayoría de las cuales podría cobijar hasta rebaños de 200 cabezas, seguí vereda arriba, no sin evitar a duras penas tropezarme con las cuadrillas de carboneros que estaban cociendo carbón, y los pastores que cuidaban los ganados en la Sierra de Codés. Cualquiera que me hubiese visto, sólo por los andares me hubiese reconocido, es por ello que tuve que hacer estos primeros kilómetros hasta  el puerto de Santa Cruz de Campezo con todo el cuidado posible, decidí pasar la noche en San Cueva, desde donde se divisa los campos y montes del valle de La Berrueza a las mil maravillas.

Gerardo Luzuriaga

04/11/2015

Gabino (9)

El tajo

 En la entrada  del domicilio de Primitivo encima de la puerta colgaba una copia barata de las espigadoras de Millet, con un marco de gran valor. Cada vez que cruzaba el umbral de la entrada no podía menos que adoptar una sonrisa ante aquella  imagen bucólica, que para nada reflejaba la realidad campesina del valle de La Berueza. La tranquilidad, el sosiego, la paz y las ropas recién planchadas en nada se correspondían con las horas de trabajo que nos esperaban, y mucho menos con nuestra piel curtida, morena y estropeada por el sol, y ni que decir de las ropas con petachos y manchas de grasa.

Lunes, cinco y media de la mañana, allí estábamos todos en fila,  esperando la llegada del amo. Aquel día también se quedaron sin trabajo los mismos, los de siempre, los más necesitados. Me vinieron a la memoria las palabras del abuelo: algún día tendríamos que acabar con este atropello.

  • Tú, tú... y tú.

Igual que todos los días, los más viejos, débiles,  necesitados o comprometidos fueron descartados, de vuelta al  hogar,  sin poder llevar el jornal imprescindible para alimentar a sus numerosos hijos.

El resto un grupo de ocho personas nos dirigimos al tajo.

  • No te pares. Sigue la hilera.  Gritó  Benito al más joven del grupo.

Todavía no habían dado ni las  10 de la mañana, el día no había hecho más que comenzar, aunque ya  llevábamos 4 horas y media sin descanso.

- No puedo más, tengo todas las articulaciones doloridas, me comentó el joven que iba delante mío.

-  Este ritmo es insoportable, comentó un tercero mientras agarraba con la mano izquierda, resguardada con la zoqueta, un manojo de trigo y con la hoz en la otra mano de un golpe cortaba la mies a ras de suelo. Todo ello a la máxima velocidad posible, una y otra vez, durante todo el día, y durante toda la temporada.

- Date más prisa, repitió de nuevo Benito.

- ¿No te das cuenta que hace aire y es necesario dejar bien apelmazadas las manadas?, Le respondió sin mirarle a la cara, con un cierto desprecio.  Sin hacerle el menor caso siguió rodeando cada puñado de trigo con cuatro espigas para que el viento no esparciese la mies. Tal como lo había hecho hasta ahora en todos los lugares en que había estado contratado.

-                No cojas tanta anchura, sé un poco más espabilado, mira la que lleva el nuevo de Los Arcos, le comenté en voz baja.

  • De este año no pasa, me voy para la ciudad, no aguanto más.

     

    Cirilo y Antonio, dos gallegos que venían todos los años para la siega, contratados por  Primitivo, seguían cuchicheando entre ellos.

  • No te fíes de ninguno de los dos, le comenté. Es difícil saber quién es más zalamero y traicionero de los dos.

Martes,  cinco y media de la mañana, ya estábamos todos en la plaza esperando a Primitivo, llegó primero Benito y comenzó a señalar con el dedo uno a uno  los elegidos para el día, nos fue señalando y sacándonos de la hilera. Contrató a todos los reunidos menos a uno.

-                ¿No me digas que no puedes contratar a uno más?

-              Métete en tus asuntos, y sigue a los demás.

-                ¡Te arruinarás por pagar un jornal más!

-                Pero si hay trabajo para diez personas más.

-                Sí es el amo de medio Navarra.

-               ¿Para quién querrán el dinero que les sobra? Se oyó de nuevo.

-                Sólo con la hacienda que ha aportado su mujer al matrimonio tienen para contratar a media Berrueza, sólo con las tierras que tienen en Andosilla a la orilla del Ebro tienen para dar de comer todo el año a toda la Merindad de Estella. 

-                ¡Cuánto más tienen más quieren!

-                ¿Qué pasa aquí? Gritó Primitivo que llegaba al galope.

-                Nada, nada comentó Benito. Sin decir ni palabra nos dirigimos al tajo, mientras el padre de Félix cabizbajo se dirigió a su pieza, aunque no tenía nada especial que hacer, pero de alguna manera tenía que pasar el día.

No se sabe si la avaricia le venía  a raíz de la compra del primer tractor que se conoció en el valle, o como se decía aquí, le venía de familia. Primitivo no tuvo suerte con la compra de aquel  tractor, el primer día que lo pusieron en marcha se dieron cuenta del fracaso, nada más entrar en la finca las ruedas se entorcaron  en la tierra mojada y no había manera de avanzar. Toda la vida lo conocimos aparcado en el cobertizo de la era, allí permaneció abandonado durante décadas, todo él era de hierro, desde las ruedas hasta el volante.

Miércoles, 6 de la mañana, salió  un día caluroso, bochorno  de los que hace historia, el calor pegajoso se mezclaba con el sudor. El  polvo de la mies recién triturada envolvía  todos los rincones del municipio, especialmente en la era y sus alrededores el aire era irrespirable.

Los caballos habían acabado de dar las primeras vueltas sobre la parva. Todos los presentes tomábamos parte en la trilla, era preciso darle vuelta a la parva lo más rápido posible. Entonces comenzaba el ajetreo, la era se convertía en un hormiguero en que todas las manos eran pocas,  el movimiento, la  prisa, el correr, el ruido, el polvo, el calor, el sudor y en cierto modo también el nerviosismo se apoderaba del ambiente.

Los caballos con el trillo seguían dando y dando vueltas, en torno a la una y media se le daba  por última vez la vuelta a la mies, mientras el  resto comíamos, padre se quedaba rematando la tarea,  hasta que la paja  fuerte y rígida de las habas se quedaba completamente triturada.

Con la comida en la boca, bajo un sol sofocante volvíamos todos a la era a recoger  la parva. Los hombres con las horcas iban recogiendo la parte principal, detrás los niños con los rastros, detrás las mujeres con las escobas, hasta que  por fin se pasaba  la plegadera para  reunir la parva en un extremo de la era. Llegaba el momento crucial, la espera del aire. No siempre movía el aire, y cuando andaba no siempre era el apropiado.

Todavía recuerdo el día en que entré a formar parte de los aventadores. No tendría más de 15 años. 6 hombres en hilera, encima de la parva, tirando las paladas de mies al aire con la altura y dirección apropiada. Zas, zas, zas, seguían las paladas sin interrupción. Pasada tras pasada, comenzaban a diferenciarse los dos montones,  el de la paja y el del grano. Era preciso darlea las paladas  la altura y la fuerza necesaria, para que el viento llevase a un montón la paja y al otro el grano. Una vez que se había formado el montón de grano las mujeres iban detrás de nosotros escobando por  encima separando las gardajas, piedras, trozos de tierra, trozos de palos. Por último los niños cribaban las gardajas, hasta dejar el montón reluciente como el oro. 

Jueves, 6 de la mañana, ya estamos preparados con las hoces en el tajo. Nos encontramos ante otro día de bochorno infernal. Hoy hemos venido sin Primitivo. Los gallegos marcan el ritmo, un  ritmo irresistible. Para las 7:30 el muchacho que el día anterior resistió más mal que bien la jornada, está ya rendido.

- ¿Cuándo traen el almuerzo?, nos preguntábamos  una y otra vez.  

A eso de las 11, por fin aparecieron dos niños con sendas cestas con el almuerzo.  Un cuarto de hora corto de descanso  y de nuevo a la faena, dale que te pego, sin parar, la cintura para arriba y para abajo, cortando las espigas de trigo.

A las 12, el Ángelus. Un poco después llegó Primitivo montado a caballo. Cuarenta grados, toda la mañana bajo el sol, doblando una y otra vez  la cintura, segando a un ritmo infernal, sin embargo nadie se quedaba atrás, parecía una competición a ver quién segaba más y más rápido.

Dos horas cortas para comer y echar la siesta.

A las 3 en punto arriba de nuevo. El calor después de la siesta se hacía inaguantable, cuando más calentaba de nuevo a la faena. Las horas no avanzaban, por más que mirábamos al sol siempre parecía estar en el mismo lugar.

-  ¿Ya es hora de que traigan la merienda no? 

-    No te fíes hay días en que no se merienda.

Este día tenía pinta de ser uno de esos. Pasaban las horas y por mucho que mirábamos a la senda, no se acercaba nadie. A eso de  las 7:30, Benito dio permiso para echar un trago de vino, y sentarnos un rato. La tarde avanzaba  pero el calor no aflojaba.

-    ¿Hoy también seremos los últimos en acabar?

- No lo pongas en duda.

Por fin se escondió el sol entre los montes, pero allí seguimos segando y segando.

-    ¿Es que no es hora de marchar para casa?

-    Todavía se ve, respondió Cirilo,  el gallego.

- Hoy también llegaremos de noche ciega.

- No te quepa la menor duda.

 

Viernes, 5 de la mañana día de fiesta, ya estábamos todos levantados, tras tomarnos unas galletas y un vasito de anís, los hombres nos dirigimos al campo con los bueyes para acarrear la mies.  Para la hora de misa trillamos un carro de trigo del Ceferino que había quedado del día anterior, barrimos  hasta el último grano de la era, dejamos ya todo preparado para trillar lo que le correspondía al Furris y acudimos todos a misa, bien nos vino el  descanso de media hora, eran de los pocos días donde se agradecía que el cura se extendiese en el sermón, cosa que nunca ocurría.

 De nuevo en la era, el ruido era insoportable, era imposible comunicarse hasta con el de alado.  Una vez puesto en marcha el motor, el ruido era inaguantable. Pun, pun, pun, pun…

 El sonido que sacaba la trilladora también era ensordecedor. No había una sola pieza que no estuviese en movimiento. Daba la impresión que de un momento a otro iban a saltar por los aires todos los tornillos,  ruedas,  poleas… nunca ocurrió nada, todo estaba bajo control, no en vano todos los días antes de ponerla en marcha el Romero la revisaba a conciencia y engrasaba todos los engranajes durante media hora.

 A media mañana el estruendo, el calor, el sudor, el polvo, el picor comenzaba a afectarnos, el único consuelo era que  de vez en cuando tenía la oportunidad de cruzar alguna mirada, y alguna palabra suelta con Francisca, aunque debido al ruido era imposible entendernos.  

El motor, el  “matakas” era el corazón. Las poleas eran las venas,  la polea mayor era la aorta. La trilladora tenía unas 20 poleas más de distintos tamaños, como si fuesen las diferentes venas del cuerpo, poleas de todos los tamaños, algunas pequeñas, de medio metro o menos, otras de 2, 3 ó 4 metros.

A esto se unían las ruedas de metal que estaban unidas por maderas, que hacían funcionar a un gran número de piezas, algunas de suaves desplazamientos y otras de bruscas vibraciones, aparte de los dientes de hierro que trituraban las espigas, las cribas de ritmos suaves y horizontales.

Se trataba de un maremágnum en movimiento anárquico. Hasta la tierra misma se movía,  como si estuviésemos encima de una masa flotante. Todo era un puro  movimiento, mezclado con polvo, sudor y ruido ensordecedor.

 

En este hormiguero todos teníamos nuestro cometido. Los acarreadores, los alimentadores, los que recogían los sacos del grano, los niños que reunían  los líos, los que amontonaban la paja, los que barrían la era, los que se encargaban del pajuguero…

Bastante entrada la noche, llegaba la paz. Parado el motor de gasoil, poco a poco todos los demás aparatos se iban apagando tenuemente, con lo que la calma se adueñaba de nuevo del ambiente hasta la mañana siguiente.   

Gerardo Luzuriaga

03/11/2015

Un grupo de nazarenos

IMG-20151101-WA0007.jpgParece que la mañana del sábado hicieron algo por el pueblo. Podaron los árboles de la Picota, y algún otro trabajillo, pero lo que no faltó fue el buen almuerzo con copa y todo.

Pero lo que más resalta es que a trabajar estuvieron cuatro, pero a almorzar como suele ser habitual se juntaron por lo menos ocho.

En esta foto aparecen  Morras, Oskar, Juanito, Jabi, junto a Alfonso alcalde de Nazar.

Zulo que se originó el año pasado, durante el año 2014 hubieron varios corrimientos de tierras, he aquí uno, también los hubo en las carreteras que las dejaron bastante maltrechas...

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En esta fotografía vemos a Oskar, y a Pablo aparando un saco de patatas, con bastante poco arte por cierto. Jacinto es el que está de espaldas recogiendo patatas.

 

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02/11/2015

Gabino (8)

La vuelta

Inmerso en los recuerdos, sin darme cuenta, me encontré frente a  las mansas aguas del río Ega. Aunque no habían pasado más que unos pocos años, justamente hacía seis años y dos meses que había huido, al ver las crestas de la Sierra de Codés y Joar tan cercanos tuve la impresión de haber estado fuera una eternidad. El reencuentro con las  mismas fuentes,  los mismos riachuelos, los mismos árboles, los mismos animales  me dio ánimos para seguir adelante.  Me sentí seguro al lado de mis viejos amigos los hayedos, los encinares y los bojarrales. Desde la cima de Costalera divisaba las montañas y los valles de alrededor:  Joar, Gorbea, Montejurra, la Sierra de Lokiz, Urbasa, Aitzgorri, Monjardin, La Sierra de la Demanda y hasta los Pirineos se divisaba desde la punta de Costalera.

 

 Unos instantes antes del amanecer desde la colina donde me encontraba me pareció oír los ladridos de  Lur y Beltza.  Nos revolvimos en el suelo en una lucha desigual. Pasados unos minutos, ya tranquilizados, nos separamos, los perros seguían moviendo  la cola con intención de seguir el juego; el silbido del hermano les hizo desaparecer en un cerrar de ojos.  Le devolví el chiflido. Nos abrazamos entre lágrimas.

 

Le  hice participe del plan, nos acercamos hasta Joar. Le comenté punto por punto, con todo tipo de detalles el plan ideado.

 

-         Gabino, las cosas no se han apaciguado, me dijo con tono serio y preocupado. Sigues en peligro, la Guardia Civil un día sí y otro también registra la zona. Lo tienen todo controlado. De vez en cuando se ve algún que otro maqui perdido por estas montañas.

 

  • En el pueblo, a causa de la presión, no nos podemos fiar de nadie.

  • Tranquilo. Lo tengo todo pensado.

  • Mañana mismo tendrás que vender a Lur y Beltza.

  • Ya, ya me he dado cuenta.

  • Francisca estaba embarazada cuando te fuiste. Tienes otro hijo más.  Le hemos bautizado con el nombre de Javier.

  • Este invierno se ha muerto el abuelo Anastasio. El resto como siempre.

  • Escolástico logró huir, marchó el mismo día que tú. Llegó en tren y en autobús hasta donde su tía de Eugi, y de allí pasó la frontera, ahora se encuentra tranquilamente en Méjico. Parece que le han ido las cosas muy bien.

  • Tu cuñado Felipe y Bernardo el hijo de la Teófila, los que se alistaron al frente con los falangistas, los trajeron a enterrar al camposanto, perdieron la vida en el frente de Teruel. Los dos juntos. Juntos fueron y juntos los trajeron.

  • ¿Marcelino huyó? ¿No sería ese el chivato, no?

  • No, no. No lo mataron por casualidad. Una semana después de iros Escolástico y tú se personó “el Coche de la Muerte”. Se llevaron a Marcelino con la intención de fusilarlo en la cuneta de Arquijas, una vez que lo bajaron del coche, se echó la niebla. Logró huir atravesando el río Ega. Anduvo perdido unos cuantos días por los montes de Zúñiga y Orbiso; pero también  logró llegar a América. No se sabe nada de él.

  • En el pueblo todos piensan que tú te encuentras en Francia, eso es lo que hemos hecho creer.

 

  • El que os delató por rojos fue tu cuñado Benito. Dos días antes de reunirse la Junta del Valle lo vieron con el Txato de Berbinzana, y aunque aquí  nadie dice nada, todos lo sabemos.

  • ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Maldito!

  • ¡Víbora! ¡Mira que atreverse a entregar al padre de sus sobrinos!

  • Adiós Gabino. Hasta la vista.

  • Ahora los Guardias acechan más que anteriormente, más que cuando tuvisteis que huir. Cuídate.

  • Ya lo sé. No te preocupes. Piensa que sigo fuera, que no me has visto. Encárgate de dejar dos veces por semana en un recipiente algo de comida en el camposanto viejo. Y no te preocupes por nada.

 

Al día siguiente me dispuse a llevar adelante el plan, no convenía andar por aquellos montes, cualquier vecino me podría ver, aunque seguramente pasaría por algún maqui perdido. Nevaba copiosamente, me resguardé en un pajar. Después de examinar atentamente los alrededores me encaramé por el tejado a la torre de la iglesia y de allí deslizándome logré entrar por un agujero de la pared al falso techo de la parroquia.

 

 El refugio fue tal como lo había pensado, acogedor, un lugar ideal para dar rienda suelta a los pensamientos y a los recuerdos vividos. 

 

Me vinieron a la memoria las mañanas frías, cuando había que  encender la vieja estufa, no tendríamos más de 8 años, lo hacíamos por parejas,  antes de que viniera Resurre la maestra y el resto de los niños tenía que estar  en marcha la estufa. No resultaba fácil encender aquella maldita estufa. Una y otra vez prendíamos el papel, pero en vano, no había manera de que el fuego prendiese. Cuando menos lo esperábamos, cogía fuego, la mayoría de las veces llenándose todo el edificio de un humo irrespirable. No era extraño que a veces llegase la maestra y el resto de niños y niñas y  no estuviese todavía encendida. 

 

O los días calurosos del  verano, de calor sofocante, como aquel día que los chavales, nos juntamos a pasar las horas de la siesta debajo del nogal de Lucio. Apoyada en la pared encontramos una escopetilla de aire comprimido, no se me ocurrió más que apretar el gatillo cuando Escolástico tenía la mano delante del caño,  ante nuestra sorpresa se oyó el sonido de un tiro, Escolástico comenzó a gritar, correr y saltar como un loco por la campa y las calles. ¡Mi mano, mi mano! Repetía una y otra vez, corriendo de un lado para otro como un loco. El médico de Nazar afincado en Mendaza, Don Antonio le sacó el perdigón de copa que lo tenía incrustado en un hueso de la mano. A la media hora lo teníamos de vuelta con nosotros.

 

 Pasados los seis  meses encerrado es cuando comencé a notar la falta libertad.

 

 No podía quitarme de encima los días de juventud, especialmente los días, y los juegos compartidos con Benito. Una sensación de tristeza y de odio me recorrió el cuerpo. Los primeros amoríos, los primeros tortazos, los primeros besos en los pajugueros de las eras, los primeros escarceos con las mozas... se me acumulaban uno detrás de otro, así fueron pasando los días, las semanas, los años escondido en el falso techo de la iglesia.

 

 Gerardo Luzuriaga