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03/11/2015

Un grupo de nazarenos

IMG-20151101-WA0007.jpgParece que la mañana del sábado hicieron algo por el pueblo. Podaron los árboles de la Picota, y algún otro trabajillo, pero lo que no faltó fue el buen almuerzo con copa y todo.

Pero lo que más resalta es que a trabajar estuvieron cuatro, pero a almorzar como suele ser habitual se juntaron por lo menos ocho.

En esta foto aparecen  Morras, Oskar, Juanito, Jabi, junto a Alfonso alcalde de Nazar.

Zulo que se originó el año pasado, durante el año 2014 hubieron varios corrimientos de tierras, he aquí uno, también los hubo en las carreteras que las dejaron bastante maltrechas...

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En esta fotografía vemos a Oskar, y a Pablo aparando un saco de patatas, con bastante poco arte por cierto. Jacinto es el que está de espaldas recogiendo patatas.

 

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02/11/2015

Gabino (8)

La vuelta

Inmerso en los recuerdos, sin darme cuenta, me encontré frente a  las mansas aguas del río Ega. Aunque no habían pasado más que unos pocos años, justamente hacía seis años y dos meses que había huido, al ver las crestas de la Sierra de Codés y Joar tan cercanos tuve la impresión de haber estado fuera una eternidad. El reencuentro con las  mismas fuentes,  los mismos riachuelos, los mismos árboles, los mismos animales  me dio ánimos para seguir adelante.  Me sentí seguro al lado de mis viejos amigos los hayedos, los encinares y los bojarrales. Desde la cima de Costalera divisaba las montañas y los valles de alrededor:  Joar, Gorbea, Montejurra, la Sierra de Lokiz, Urbasa, Aitzgorri, Monjardin, La Sierra de la Demanda y hasta los Pirineos se divisaba desde la punta de Costalera.

 

 Unos instantes antes del amanecer desde la colina donde me encontraba me pareció oír los ladridos de  Lur y Beltza.  Nos revolvimos en el suelo en una lucha desigual. Pasados unos minutos, ya tranquilizados, nos separamos, los perros seguían moviendo  la cola con intención de seguir el juego; el silbido del hermano les hizo desaparecer en un cerrar de ojos.  Le devolví el chiflido. Nos abrazamos entre lágrimas.

 

Le  hice participe del plan, nos acercamos hasta Joar. Le comenté punto por punto, con todo tipo de detalles el plan ideado.

 

-         Gabino, las cosas no se han apaciguado, me dijo con tono serio y preocupado. Sigues en peligro, la Guardia Civil un día sí y otro también registra la zona. Lo tienen todo controlado. De vez en cuando se ve algún que otro maqui perdido por estas montañas.

 

  • En el pueblo, a causa de la presión, no nos podemos fiar de nadie.

  • Tranquilo. Lo tengo todo pensado.

  • Mañana mismo tendrás que vender a Lur y Beltza.

  • Ya, ya me he dado cuenta.

  • Francisca estaba embarazada cuando te fuiste. Tienes otro hijo más.  Le hemos bautizado con el nombre de Javier.

  • Este invierno se ha muerto el abuelo Anastasio. El resto como siempre.

  • Escolástico logró huir, marchó el mismo día que tú. Llegó en tren y en autobús hasta donde su tía de Eugi, y de allí pasó la frontera, ahora se encuentra tranquilamente en Méjico. Parece que le han ido las cosas muy bien.

  • Tu cuñado Felipe y Bernardo el hijo de la Teófila, los que se alistaron al frente con los falangistas, los trajeron a enterrar al camposanto, perdieron la vida en el frente de Teruel. Los dos juntos. Juntos fueron y juntos los trajeron.

  • ¿Marcelino huyó? ¿No sería ese el chivato, no?

  • No, no. No lo mataron por casualidad. Una semana después de iros Escolástico y tú se personó “el Coche de la Muerte”. Se llevaron a Marcelino con la intención de fusilarlo en la cuneta de Arquijas, una vez que lo bajaron del coche, se echó la niebla. Logró huir atravesando el río Ega. Anduvo perdido unos cuantos días por los montes de Zúñiga y Orbiso; pero también  logró llegar a América. No se sabe nada de él.

  • En el pueblo todos piensan que tú te encuentras en Francia, eso es lo que hemos hecho creer.

 

  • El que os delató por rojos fue tu cuñado Benito. Dos días antes de reunirse la Junta del Valle lo vieron con el Txato de Berbinzana, y aunque aquí  nadie dice nada, todos lo sabemos.

  • ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Maldito!

  • ¡Víbora! ¡Mira que atreverse a entregar al padre de sus sobrinos!

  • Adiós Gabino. Hasta la vista.

  • Ahora los Guardias acechan más que anteriormente, más que cuando tuvisteis que huir. Cuídate.

  • Ya lo sé. No te preocupes. Piensa que sigo fuera, que no me has visto. Encárgate de dejar dos veces por semana en un recipiente algo de comida en el camposanto viejo. Y no te preocupes por nada.

 

Al día siguiente me dispuse a llevar adelante el plan, no convenía andar por aquellos montes, cualquier vecino me podría ver, aunque seguramente pasaría por algún maqui perdido. Nevaba copiosamente, me resguardé en un pajar. Después de examinar atentamente los alrededores me encaramé por el tejado a la torre de la iglesia y de allí deslizándome logré entrar por un agujero de la pared al falso techo de la parroquia.

 

 El refugio fue tal como lo había pensado, acogedor, un lugar ideal para dar rienda suelta a los pensamientos y a los recuerdos vividos. 

 

Me vinieron a la memoria las mañanas frías, cuando había que  encender la vieja estufa, no tendríamos más de 8 años, lo hacíamos por parejas,  antes de que viniera Resurre la maestra y el resto de los niños tenía que estar  en marcha la estufa. No resultaba fácil encender aquella maldita estufa. Una y otra vez prendíamos el papel, pero en vano, no había manera de que el fuego prendiese. Cuando menos lo esperábamos, cogía fuego, la mayoría de las veces llenándose todo el edificio de un humo irrespirable. No era extraño que a veces llegase la maestra y el resto de niños y niñas y  no estuviese todavía encendida. 

 

O los días calurosos del  verano, de calor sofocante, como aquel día que los chavales, nos juntamos a pasar las horas de la siesta debajo del nogal de Lucio. Apoyada en la pared encontramos una escopetilla de aire comprimido, no se me ocurrió más que apretar el gatillo cuando Escolástico tenía la mano delante del caño,  ante nuestra sorpresa se oyó el sonido de un tiro, Escolástico comenzó a gritar, correr y saltar como un loco por la campa y las calles. ¡Mi mano, mi mano! Repetía una y otra vez, corriendo de un lado para otro como un loco. El médico de Nazar afincado en Mendaza, Don Antonio le sacó el perdigón de copa que lo tenía incrustado en un hueso de la mano. A la media hora lo teníamos de vuelta con nosotros.

 

 Pasados los seis  meses encerrado es cuando comencé a notar la falta libertad.

 

 No podía quitarme de encima los días de juventud, especialmente los días, y los juegos compartidos con Benito. Una sensación de tristeza y de odio me recorrió el cuerpo. Los primeros amoríos, los primeros tortazos, los primeros besos en los pajugueros de las eras, los primeros escarceos con las mozas... se me acumulaban uno detrás de otro, así fueron pasando los días, las semanas, los años escondido en el falso techo de la iglesia.

 

 Gerardo Luzuriaga

 

30/10/2015

Gabino (7)

Huida

 

Las conversaciones en las tabernas se fueron animando. Los jóvenes comentaban las noticias que llegaban, de la Montaña, de la zona de Estella,  de La Ribera… El ambiente del pueblo se fue enrareciendo.

 

En esta época Beltza, el perro  de pintas blancas y negras que usábamos para intercambiar  las noticias entre nuestra casa y unos familiares de Azuelo,  iba y venía más a menudo que de costumbre. Esta era la forma que teníamos en la familia desde antaño para mantenernos al día de lo que ocurría en el Valle de Aguilar de Codés.

 

Una tarde, a unas horas bastante poco normales, pasadas las siete de la tarde llegó el perro jadeando, con la lengua fuera. La madre cogió el mensaje, como no sabía leer, sin perder tiempo envió a mi hermana de 7 años con el papel que traía en el collar a la pieza del roble donde nos encontrábamos segando habas.

 

“Gabino, tienes que huir. Cuanto antes, no pierdas tiempo. Tres nombres se han mencionado en la Junta del Valle: el tuyo, Marcelino y Escolástico”.

 

No podíamos salir de nuestro asombro. Juramentos que nunca había oído, salieron de la boca del hermano mayor, mientras el resto se quedaron cabizbajos.

 

Sin despedirme de nadie, dejé la hoz, la zoqueta, y el sombrero de paja encima de la mies y tomé el camino de casa. Padre mandó al hermano de 12 años con la nota recibida  al encuentro de Marcelino y Escolástico para que tomasen precauciones. 

 

El kilómetro y medio de vuelta, lo hice preparando la huida. No tenía claro que trayecto elegir. Pronto descarté el tren, o el autobús, por la falta de dinero. Me decidí pasar la frontera por los Pirineos.

 

Llegué angustiado, ya estaban en la entrada mi madre, Francisca con el hijo en brazos. Madre algo malo se había barruntado y nada más verme se santiguó. Se dirigió a la despensa, entramos todos detrás de ella,  me preparó unos calcetines de lana, las botas de monte, cogí un par de navajas, un pasamontañas. Francisca para entonces ya me había preparado un hatillo con una hogaza, chorizo, queso y un buen trozo del pernil.

 

Aunque la idea era pasar la frontera lo antes posible, las dos primeras semanas me resguardé en una cueva que conocía en la Sierra de Lokiz, allí estaba seguro y protegido. El día anterior a partir  hacia la sierra de Aralar bajé  a Narcúe, aparte de unos niños correteando no vi a nadie,  me hice con unos pantalones y unas camisas oscuras que estaban tendidas en un colgador a las afueras de la población.

 

Al dejar atrás el Valle de Lana no pude reprimir unas cuantas lágrimas.

 

Sin grandes dificultades, ni sobresaltos llegué a las inmediaciones de la muga.  Las patrullas de la Guardia Civil se intensificaron. Según mis cálculos podían faltarme unos 25 kilómetros. Oí un ruido, me agazapé entre los bojes, oculto entre la hojarasca estuve vigilante, sin moverme,   durante un largo cuarto de hora, no me vieron.

 

Al día siguiente no tuve mejor suerte, así que decidí volver al refugio que había abandonado anteriormente. Se me hizo imposible avanzar, las patrullas estaban por todas  partes. Dormí a pierna suelta. Me desperté hambriento alrededor de  las 11 de la mañana. Miré en el zurrón, no me quedaban más que dos mendrugos más duros que las piedras.  Con la intención de pasar el rato me dispuse a sacarle punta a una rama de roble. Inesperadamente  vi moverse una culebra entre la hojarasca, de un golpe hinqué la navaja en su cabeza. Llevaba meses que no me pegaba semejante festín

 

La Guardia Civil estaba al acecho, vigilaba todos los caminos, y veredas del bosque. Oí unos pasos, me quedé inmóvil. A pesar de ser una noche como las fauces del lobo, eché  a correr, oí cuatro fogonazos de fusil que deslumbraron completamente el bosque.  Estuve  a punto de caerme, me trabé con las raíces de un árbol, trompicado y todo huí monte abajo. Sentí a los dos Guardias Civiles tras de mí. Cuando ya los tenía encima, a menos de 20 metros,  se desató una tormenta de rayos y  truenos, que  me salvaron de morir acribillado.

 

Completamente mojado hasta los huesos, cansado, sin fuerzas, ni resuello me tumbé esperando lo peor.  Poco a poco,  escondido entre los árboles logré volver de nuevo al refugio,  los días siguientes permanecí escondido, intenté dos  veces más pasar la frontera, imposible. Tuve que zafarme de dos nuevas emboscadas. Vi la muerte de cerca.

 

Decidí cambiar el rumbo, casi sin darme cuenta me encontré en la Provincia de Santander. De aldea  en aldea, gracias al “alabado sea Dios” logré conseguir algunos curruscos de pan seco. Pasé los meses pidiendo de puerta en puerta,   recorriendo los parajes más recónditos de Cantabria. Pobre, sin un duro, muerto de frío;  pero seguro. ¡Y para los tiempos que corrían, no era poco!

 

En el Valle del Pas me abrió la puerta un hombre viudo de de unos 50 años con varios hijos e hijas.

 

  •  Pasa, pasa.

 

Entrar en una vivienda habitada supuso volver a plantearme cientos de cosas. Me acurruqué junto al fuego. Una vez bien aseado, lavado con jabón y abundante agua,  me ofreció un buen plato de potaje caliente, con una botella de vino. Pasé la noche en un pajar algo alejado del vecindario. No era la primera vez que algún alma caritativa se apiadaba de mí, pero nunca había encontrado el calor humano que encontré en esta familia.

 

A las 6 de la mañana, cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer apareció la pareja de la Guardia Civil. Me había metido en la boca del lobo sin darme cuenta. Bien aseado, bien dormido, rasurada la barba y el pelo arreglado no se me hizo fácil contestar a lo que parecía un inocente interrogatorio.

 

Sin duda, me han atrapado, pensé, ¿Qué hacía un hombre que aparentaba  unos 25-30 años, con acento distinto,  pidiendo de puerta en puerta? Me sentí atrapado como un ratón sin salida.

 

Sin pensarlo dos veces, valiéndome de que en aquel  mismo momento apareció el amo, salí corriendo dándome  de nuevo a la fuga.

 

Mientras huía desesperado y ascendía la montaña me vino a la cabeza pasarme al maquis. Tras seis largos meses recorriendo las aldeas  de los Picos de Europa, las dudas se disiparon y decidí volver al pueblo.

Gerardo Luzuriaga

 

29/10/2015

Gabino (6)

De caza en domingo

Este pueblo  era un  pueblo de cazadores, Primitivo como la mayoría de los habitantes, era un cazador empedernido. Especialmente los domingos y fiestas de guardar, lloviese, nevase o hiciese el tiempo que hiciese salía en busca de cualquier animal. Con el pasamontañas calado hasta los ojos, la escopeta colgada al hombro, la navaja bien sujeta en la faja, con un trozo de pan, un  casco chorizo, y la bota en el zorrón salía por la puerta chiflando para no volver hasta bien entrada la noche.

 

Las andanzas de caza de Primitivo eran bien conocidas en los municipios de alrededor. Sus correrías se hicieron famosas en Navarra, Álava y parte de La Rioja. No era extraño que hasta en los días más duros del invierno pasase dos o tres días sin volver, durmiendo entre la hojarasca y los bojarrales.

 

A pesar de tratarse del rico de la comarca, la comandancia de Los Arcos le acechaba de cerca y tenía ganas de echarle el guante; pero a pesar del celo de los guardias, no era extraño ver en la cuadra  de Primitivo colgados zorros, corzos, gatos monteses, ginetas, y jabalíes de gran tamaño abatidos con sus argucias, sin usar la escopeta para no atraer la atención de los guardias.

 

En una ocasión el vecindario tuvo que salir en su busca. Llevaba más de 7 días fuera de casa con una nevada de más de un metro, cuando ya se habían rastreado centímetro a centímetro todos los alrededores y se estaba a punto de abandonar su búsqueda, apareció Primitivo en Fuentes Altas, venía por la senda de Costalera chiflando, y cantando como si nada. Había pasado toda la semana bien comido y bien caliente donde unos familiares lejanos de Orbiso.

 

Como el resto de domingos, Primitivo cogió la escopeta, la cartuchera y tomó el camino del Prado, cargó la escopeta con dos cartuchos de mostacilla del 8, marca el gamo, recorrió la Fuentilla, el Prado, Cuatro Caminos y cuando llevaba más de dos horas, a la altura del despoblado de Disiñana, oyó el vuelo de una pareja de perdices, descolgó la escopeta del hombro, se dio la vuelta y disparó dos tiros casi sin apuntar en dirección al  maizal donde habían ido a refugiarse. Al instante se oyeron los gritos de una joven que estaba, por lo que parece haciendo sus necesidades en el maizal.

 

Con tan mala suerte que algunos perdigones sin fuerza se incrustaron en el culo de la recién licenciada en magisterio en la Universidad de Zaragoza.

 

Hubo sesión extraordinaria en el Ayuntamiento, la villa acabó pagando el infortunio de Primitivo, alcalde del pueblo. Entre el alcalde, el secretario y el cura lo arreglaron todo. Nombraron a la joven maestra Resurrección, nacida en la localidad, maestra perpetua, y le concedieron algunos privilegios extras,  con  lo que estuvo más de 50 años ejerciendo en la misma localidad.

 

La única filosofía que conocía era la de la letra con sangre entra, y bien que la puso en práctica. Pocos fueron los alumnos que aprendieron a dividir; sin embargo todos tuvieron la ocasión de probar sus varas de mimbre.

 

Este fue un mal día para la cultura de nuestro  pueblo, pocos fueron los niños y niñas que aprendimos a escribir y menos a multiplicar y dividir.

Gerardo Luzuriaga

 

26/10/2015

Gabino (5)

  1. Mayorazgo (Benito)

Paula, hermana de Gabino, siguió los pasos de su abuela y su madre, anteriores sirvientas en casa de Primitivo. A pesar, de que pasaba más tiempo en ella que en la suya propia, nunca tuvo la confianza suficiente y hasta le daba cierto respeto andar por ciertas zonas. Paula nunca se acostumbró a la oscuridad, los ruidos y los misterios de aquella mansión;  por lo menos contaba con diez habitaciones, aparte de bodega, y horno de pan, varios corrales, pajares y graneros anexos a la vivienda.

Un día como cualquier otro cualquiera cogió el candil que estaba colgado del gancho detrás de la puerta, encendió la mecha, echó un poco de aceite y se dirigió a un granero en busca de avena para el ganado. Atravesó el oscuro y largo pasillo en dos zancadas, sintió una sombra tras ella, contuvo la respiración todo cuanto pudo; en balde, cada vez sentía más cercana la presencia  de aquel extraño.

Las llamaradas alargadas del candil se entremezclaban con los suaves rayos de la luna que hacían que los muebles del pasillo pareciesen fantasmas en movimiento. Sintió los dedos sujetándole el extremo de la falda, se dio la vuelta y no era otro que Primitivo, el señor. Se tranquilizó.

Los anocheceres se fueron haciendo cada día más largos, tan solo en contadas ocasiones se alejaba de las habitaciones habitadas, aunque a veces se le hacía imprescindible salir a los corrales, bodega o graneros adosados a la vivienda principal, lo cual lo hacía siempre a regañadientes, e iba por los pasillos corriendo y sin atreverse a mirar hacia atrás.

Paula no era la única criada. Había épocas en que hasta 8 peones,  dos criadas y la cocinera trabajaban  en la casa.

Un día de febrero en que amaneció lloviendo, y no paró en todo el día, Benito, el hijo de Primitivo llegó del monte completamente empapado, se dirigió directamente a la cocina vieja con la intención de calentarse y secarse la ropa mojada, allí encontró agachada de espaldas a Paula avivando el fogón.  Se le marcaban las formas redondeadas a través de la tela de la falda. Benito no pudo apartar la mirada a las curvas redondeadas del cuerpo joven y esbelto de la criada.

Justo ese fin de semana, en la tarde-noche del sábado los mozos hicieron mención a la belleza espectacular de Paula, seguro que no era la primera vez que hablaban en la taberna de Paula ante Benito, pero a éste así le pareció, hasta el punto que la conversación le hizo sentirse en cierto modo celoso. 

 Al día siguiente se encontró con Paula en la cuadra. 

-Hace calor hoy.  ¿Eh?

-¿A dónde vas?

- Al tendedero a colgar la ropa.

-¿Has lavado el buzo azul?

-Sí, ahora voy a tenderlo.

-¿Tendrás  tiempo para ayudarme a llenar unos sacos de cebada para llevar a moler?

 Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Ya tenía el sí en los labios cuando Benito aprovechó para pasarle el brazo sobre el hombro. Paula con un movimiento rápido, se soltó  para ir en busca de sacos vacíos. A los dos minutos apareció con 12 sacos sobre el hombro, caminaba delante, moviendo las caderas. Sin prisa, medio en silencio.

Ya habíamos llenado y atado  6 sacos cuando se oyeron voces de dos peones que venían a realizar el mismo trabajo.

     -Buenos días, Benito.

     - Nos ha mandado Primitivo a preparar unos sacos para moler. Comentaron mientras miraban maliciosamente a la pareja.

La tarde del mismo día coincidieron de nuevo  en el salón. Hacía un bochorno insoportable, en el salón  semi oscuro  se sentía la frescura que no había en el exterior. Benito se acercó a Paula y se sentó a su lado, con lo que consiguió una sonrisa complaciente de la muchacha, aunque al instante se levantó del banco corrido en que estaba remendando un calcetín para dirigirse a la fregadera a lavar unos cacharros que habían quedado  de la comida en el pozo de la fregadera.

8 de abril, serían las 11 de la mañana cuando Benito volvió del campo en busca de más patatas para sembrar. Nada más atravesar la puerta del patio se encontró con Paula que estaba echándole de comer al perro atado junto al portalón principal. Le pareció más guapa que nunca, Paula llevaba aquel día el pelo negro suelto que la hacía más juvenil.  

Acarició al perro, y agarrando por la cintura a Paula le acercó su cara. Paula sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo de arriba abajo.

  • Ayúdame a partir estas patatas. Las tengo que llevar a la pieza lo antes posible. Necesitamos unos veinte kilos  más por lo menos.

 Paula sin decir nada, se fue en busca de un cuchillo. Benito le siguió con la mirada. Se sentaron frente a frente en dos taburetes pequeños. Benito agarró  suavemente a Paula por el hombro y la tiró al suelo. Sin perder tiempo le bajó las bragas, le apartó las piernas y se puso encima. Se abrazaron  y besaron.

 Paula oyó unos pasos de mujer. Unos instantes después le pareció oír cómo se alejaban, tan suavemente como había llegado. 

Benito intensificó los movimientos hacia adelante y hacia atrás. Paula tan pronto como sintió la humedad en su cuerpo, extendió los brazos y de un golpe apartó a Benito de encima, para dejarlo tumbado boca arriba.

Se levantó, se alisó la falda  y se fue.

Pasados 5 meses, la madre siguió con la mirada triste los últimos pasos   de Paula en el pueblo. Salió del municipio con la cabeza baja, sin mirar hacia atrás más que una vez para despedirse de su madre que se quedó en el umbral de la puerta con las lágrimas resbalándole por la mejilla. No se llevó más que el recuerdo de las lágrimas y el llanto desgarrador de su hermana. Era consciente de que era un  viaje sin vuelta. El resto de su vida la pasó en el convento de monjas clarisas de Pamplona.

 Tan pronto como dio a luz un niño sano y regordete se lo quitaron para ingresarlo en la inclusa.

Gerardo Luzuriaga