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04/11/2015

Gabino (9)

El tajo

 En la entrada  del domicilio de Primitivo encima de la puerta colgaba una copia barata de las espigadoras de Millet, con un marco de gran valor. Cada vez que cruzaba el umbral de la entrada no podía menos que adoptar una sonrisa ante aquella  imagen bucólica, que para nada reflejaba la realidad campesina del valle de La Berueza. La tranquilidad, el sosiego, la paz y las ropas recién planchadas en nada se correspondían con las horas de trabajo que nos esperaban, y mucho menos con nuestra piel curtida, morena y estropeada por el sol, y ni que decir de las ropas con petachos y manchas de grasa.

Lunes, cinco y media de la mañana, allí estábamos todos en fila,  esperando la llegada del amo. Aquel día también se quedaron sin trabajo los mismos, los de siempre, los más necesitados. Me vinieron a la memoria las palabras del abuelo: algún día tendríamos que acabar con este atropello.

  • Tú, tú... y tú.

Igual que todos los días, los más viejos, débiles,  necesitados o comprometidos fueron descartados, de vuelta al  hogar,  sin poder llevar el jornal imprescindible para alimentar a sus numerosos hijos.

El resto un grupo de ocho personas nos dirigimos al tajo.

  • No te pares. Sigue la hilera.  Gritó  Benito al más joven del grupo.

Todavía no habían dado ni las  10 de la mañana, el día no había hecho más que comenzar, aunque ya  llevábamos 4 horas y media sin descanso.

- No puedo más, tengo todas las articulaciones doloridas, me comentó el joven que iba delante mío.

-  Este ritmo es insoportable, comentó un tercero mientras agarraba con la mano izquierda, resguardada con la zoqueta, un manojo de trigo y con la hoz en la otra mano de un golpe cortaba la mies a ras de suelo. Todo ello a la máxima velocidad posible, una y otra vez, durante todo el día, y durante toda la temporada.

- Date más prisa, repitió de nuevo Benito.

- ¿No te das cuenta que hace aire y es necesario dejar bien apelmazadas las manadas?, Le respondió sin mirarle a la cara, con un cierto desprecio.  Sin hacerle el menor caso siguió rodeando cada puñado de trigo con cuatro espigas para que el viento no esparciese la mies. Tal como lo había hecho hasta ahora en todos los lugares en que había estado contratado.

-                No cojas tanta anchura, sé un poco más espabilado, mira la que lleva el nuevo de Los Arcos, le comenté en voz baja.

  • De este año no pasa, me voy para la ciudad, no aguanto más.

     

    Cirilo y Antonio, dos gallegos que venían todos los años para la siega, contratados por  Primitivo, seguían cuchicheando entre ellos.

  • No te fíes de ninguno de los dos, le comenté. Es difícil saber quién es más zalamero y traicionero de los dos.

Martes,  cinco y media de la mañana, ya estábamos todos en la plaza esperando a Primitivo, llegó primero Benito y comenzó a señalar con el dedo uno a uno  los elegidos para el día, nos fue señalando y sacándonos de la hilera. Contrató a todos los reunidos menos a uno.

-                ¿No me digas que no puedes contratar a uno más?

-              Métete en tus asuntos, y sigue a los demás.

-                ¡Te arruinarás por pagar un jornal más!

-                Pero si hay trabajo para diez personas más.

-                Sí es el amo de medio Navarra.

-               ¿Para quién querrán el dinero que les sobra? Se oyó de nuevo.

-                Sólo con la hacienda que ha aportado su mujer al matrimonio tienen para contratar a media Berrueza, sólo con las tierras que tienen en Andosilla a la orilla del Ebro tienen para dar de comer todo el año a toda la Merindad de Estella. 

-                ¡Cuánto más tienen más quieren!

-                ¿Qué pasa aquí? Gritó Primitivo que llegaba al galope.

-                Nada, nada comentó Benito. Sin decir ni palabra nos dirigimos al tajo, mientras el padre de Félix cabizbajo se dirigió a su pieza, aunque no tenía nada especial que hacer, pero de alguna manera tenía que pasar el día.

No se sabe si la avaricia le venía  a raíz de la compra del primer tractor que se conoció en el valle, o como se decía aquí, le venía de familia. Primitivo no tuvo suerte con la compra de aquel  tractor, el primer día que lo pusieron en marcha se dieron cuenta del fracaso, nada más entrar en la finca las ruedas se entorcaron  en la tierra mojada y no había manera de avanzar. Toda la vida lo conocimos aparcado en el cobertizo de la era, allí permaneció abandonado durante décadas, todo él era de hierro, desde las ruedas hasta el volante.

Miércoles, 6 de la mañana, salió  un día caluroso, bochorno  de los que hace historia, el calor pegajoso se mezclaba con el sudor. El  polvo de la mies recién triturada envolvía  todos los rincones del municipio, especialmente en la era y sus alrededores el aire era irrespirable.

Los caballos habían acabado de dar las primeras vueltas sobre la parva. Todos los presentes tomábamos parte en la trilla, era preciso darle vuelta a la parva lo más rápido posible. Entonces comenzaba el ajetreo, la era se convertía en un hormiguero en que todas las manos eran pocas,  el movimiento, la  prisa, el correr, el ruido, el polvo, el calor, el sudor y en cierto modo también el nerviosismo se apoderaba del ambiente.

Los caballos con el trillo seguían dando y dando vueltas, en torno a la una y media se le daba  por última vez la vuelta a la mies, mientras el  resto comíamos, padre se quedaba rematando la tarea,  hasta que la paja  fuerte y rígida de las habas se quedaba completamente triturada.

Con la comida en la boca, bajo un sol sofocante volvíamos todos a la era a recoger  la parva. Los hombres con las horcas iban recogiendo la parte principal, detrás los niños con los rastros, detrás las mujeres con las escobas, hasta que  por fin se pasaba  la plegadera para  reunir la parva en un extremo de la era. Llegaba el momento crucial, la espera del aire. No siempre movía el aire, y cuando andaba no siempre era el apropiado.

Todavía recuerdo el día en que entré a formar parte de los aventadores. No tendría más de 15 años. 6 hombres en hilera, encima de la parva, tirando las paladas de mies al aire con la altura y dirección apropiada. Zas, zas, zas, seguían las paladas sin interrupción. Pasada tras pasada, comenzaban a diferenciarse los dos montones,  el de la paja y el del grano. Era preciso darlea las paladas  la altura y la fuerza necesaria, para que el viento llevase a un montón la paja y al otro el grano. Una vez que se había formado el montón de grano las mujeres iban detrás de nosotros escobando por  encima separando las gardajas, piedras, trozos de tierra, trozos de palos. Por último los niños cribaban las gardajas, hasta dejar el montón reluciente como el oro. 

Jueves, 6 de la mañana, ya estamos preparados con las hoces en el tajo. Nos encontramos ante otro día de bochorno infernal. Hoy hemos venido sin Primitivo. Los gallegos marcan el ritmo, un  ritmo irresistible. Para las 7:30 el muchacho que el día anterior resistió más mal que bien la jornada, está ya rendido.

- ¿Cuándo traen el almuerzo?, nos preguntábamos  una y otra vez.  

A eso de las 11, por fin aparecieron dos niños con sendas cestas con el almuerzo.  Un cuarto de hora corto de descanso  y de nuevo a la faena, dale que te pego, sin parar, la cintura para arriba y para abajo, cortando las espigas de trigo.

A las 12, el Ángelus. Un poco después llegó Primitivo montado a caballo. Cuarenta grados, toda la mañana bajo el sol, doblando una y otra vez  la cintura, segando a un ritmo infernal, sin embargo nadie se quedaba atrás, parecía una competición a ver quién segaba más y más rápido.

Dos horas cortas para comer y echar la siesta.

A las 3 en punto arriba de nuevo. El calor después de la siesta se hacía inaguantable, cuando más calentaba de nuevo a la faena. Las horas no avanzaban, por más que mirábamos al sol siempre parecía estar en el mismo lugar.

-  ¿Ya es hora de que traigan la merienda no? 

-    No te fíes hay días en que no se merienda.

Este día tenía pinta de ser uno de esos. Pasaban las horas y por mucho que mirábamos a la senda, no se acercaba nadie. A eso de  las 7:30, Benito dio permiso para echar un trago de vino, y sentarnos un rato. La tarde avanzaba  pero el calor no aflojaba.

-    ¿Hoy también seremos los últimos en acabar?

- No lo pongas en duda.

Por fin se escondió el sol entre los montes, pero allí seguimos segando y segando.

-    ¿Es que no es hora de marchar para casa?

-    Todavía se ve, respondió Cirilo,  el gallego.

- Hoy también llegaremos de noche ciega.

- No te quepa la menor duda.

 

Viernes, 5 de la mañana día de fiesta, ya estábamos todos levantados, tras tomarnos unas galletas y un vasito de anís, los hombres nos dirigimos al campo con los bueyes para acarrear la mies.  Para la hora de misa trillamos un carro de trigo del Ceferino que había quedado del día anterior, barrimos  hasta el último grano de la era, dejamos ya todo preparado para trillar lo que le correspondía al Furris y acudimos todos a misa, bien nos vino el  descanso de media hora, eran de los pocos días donde se agradecía que el cura se extendiese en el sermón, cosa que nunca ocurría.

 De nuevo en la era, el ruido era insoportable, era imposible comunicarse hasta con el de alado.  Una vez puesto en marcha el motor, el ruido era inaguantable. Pun, pun, pun, pun…

 El sonido que sacaba la trilladora también era ensordecedor. No había una sola pieza que no estuviese en movimiento. Daba la impresión que de un momento a otro iban a saltar por los aires todos los tornillos,  ruedas,  poleas… nunca ocurrió nada, todo estaba bajo control, no en vano todos los días antes de ponerla en marcha el Romero la revisaba a conciencia y engrasaba todos los engranajes durante media hora.

 A media mañana el estruendo, el calor, el sudor, el polvo, el picor comenzaba a afectarnos, el único consuelo era que  de vez en cuando tenía la oportunidad de cruzar alguna mirada, y alguna palabra suelta con Francisca, aunque debido al ruido era imposible entendernos.  

El motor, el  “matakas” era el corazón. Las poleas eran las venas,  la polea mayor era la aorta. La trilladora tenía unas 20 poleas más de distintos tamaños, como si fuesen las diferentes venas del cuerpo, poleas de todos los tamaños, algunas pequeñas, de medio metro o menos, otras de 2, 3 ó 4 metros.

A esto se unían las ruedas de metal que estaban unidas por maderas, que hacían funcionar a un gran número de piezas, algunas de suaves desplazamientos y otras de bruscas vibraciones, aparte de los dientes de hierro que trituraban las espigas, las cribas de ritmos suaves y horizontales.

Se trataba de un maremágnum en movimiento anárquico. Hasta la tierra misma se movía,  como si estuviésemos encima de una masa flotante. Todo era un puro  movimiento, mezclado con polvo, sudor y ruido ensordecedor.

 

En este hormiguero todos teníamos nuestro cometido. Los acarreadores, los alimentadores, los que recogían los sacos del grano, los niños que reunían  los líos, los que amontonaban la paja, los que barrían la era, los que se encargaban del pajuguero…

Bastante entrada la noche, llegaba la paz. Parado el motor de gasoil, poco a poco todos los demás aparatos se iban apagando tenuemente, con lo que la calma se adueñaba de nuevo del ambiente hasta la mañana siguiente.   

Gerardo Luzuriaga

03/11/2015

Un grupo de nazarenos

IMG-20151101-WA0007.jpgParece que la mañana del sábado hicieron algo por el pueblo. Podaron los árboles de la Picota, y algún otro trabajillo, pero lo que no faltó fue el buen almuerzo con copa y todo.

Pero lo que más resalta es que a trabajar estuvieron cuatro, pero a almorzar como suele ser habitual se juntaron por lo menos ocho.

En esta foto aparecen  Morras, Oskar, Juanito, Jabi, junto a Alfonso alcalde de Nazar.

Zulo que se originó el año pasado, durante el año 2014 hubieron varios corrimientos de tierras, he aquí uno, también los hubo en las carreteras que las dejaron bastante maltrechas...

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En esta fotografía vemos a Oskar, y a Pablo aparando un saco de patatas, con bastante poco arte por cierto. Jacinto es el que está de espaldas recogiendo patatas.

 

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02/11/2015

Gabino (8)

La vuelta

Inmerso en los recuerdos, sin darme cuenta, me encontré frente a  las mansas aguas del río Ega. Aunque no habían pasado más que unos pocos años, justamente hacía seis años y dos meses que había huido, al ver las crestas de la Sierra de Codés y Joar tan cercanos tuve la impresión de haber estado fuera una eternidad. El reencuentro con las  mismas fuentes,  los mismos riachuelos, los mismos árboles, los mismos animales  me dio ánimos para seguir adelante.  Me sentí seguro al lado de mis viejos amigos los hayedos, los encinares y los bojarrales. Desde la cima de Costalera divisaba las montañas y los valles de alrededor:  Joar, Gorbea, Montejurra, la Sierra de Lokiz, Urbasa, Aitzgorri, Monjardin, La Sierra de la Demanda y hasta los Pirineos se divisaba desde la punta de Costalera.

 

 Unos instantes antes del amanecer desde la colina donde me encontraba me pareció oír los ladridos de  Lur y Beltza.  Nos revolvimos en el suelo en una lucha desigual. Pasados unos minutos, ya tranquilizados, nos separamos, los perros seguían moviendo  la cola con intención de seguir el juego; el silbido del hermano les hizo desaparecer en un cerrar de ojos.  Le devolví el chiflido. Nos abrazamos entre lágrimas.

 

Le  hice participe del plan, nos acercamos hasta Joar. Le comenté punto por punto, con todo tipo de detalles el plan ideado.

 

-         Gabino, las cosas no se han apaciguado, me dijo con tono serio y preocupado. Sigues en peligro, la Guardia Civil un día sí y otro también registra la zona. Lo tienen todo controlado. De vez en cuando se ve algún que otro maqui perdido por estas montañas.

 

  • En el pueblo, a causa de la presión, no nos podemos fiar de nadie.

  • Tranquilo. Lo tengo todo pensado.

  • Mañana mismo tendrás que vender a Lur y Beltza.

  • Ya, ya me he dado cuenta.

  • Francisca estaba embarazada cuando te fuiste. Tienes otro hijo más.  Le hemos bautizado con el nombre de Javier.

  • Este invierno se ha muerto el abuelo Anastasio. El resto como siempre.

  • Escolástico logró huir, marchó el mismo día que tú. Llegó en tren y en autobús hasta donde su tía de Eugi, y de allí pasó la frontera, ahora se encuentra tranquilamente en Méjico. Parece que le han ido las cosas muy bien.

  • Tu cuñado Felipe y Bernardo el hijo de la Teófila, los que se alistaron al frente con los falangistas, los trajeron a enterrar al camposanto, perdieron la vida en el frente de Teruel. Los dos juntos. Juntos fueron y juntos los trajeron.

  • ¿Marcelino huyó? ¿No sería ese el chivato, no?

  • No, no. No lo mataron por casualidad. Una semana después de iros Escolástico y tú se personó “el Coche de la Muerte”. Se llevaron a Marcelino con la intención de fusilarlo en la cuneta de Arquijas, una vez que lo bajaron del coche, se echó la niebla. Logró huir atravesando el río Ega. Anduvo perdido unos cuantos días por los montes de Zúñiga y Orbiso; pero también  logró llegar a América. No se sabe nada de él.

  • En el pueblo todos piensan que tú te encuentras en Francia, eso es lo que hemos hecho creer.

 

  • El que os delató por rojos fue tu cuñado Benito. Dos días antes de reunirse la Junta del Valle lo vieron con el Txato de Berbinzana, y aunque aquí  nadie dice nada, todos lo sabemos.

  • ¡Ojalá se muera ahora mismo! ¡Maldito!

  • ¡Víbora! ¡Mira que atreverse a entregar al padre de sus sobrinos!

  • Adiós Gabino. Hasta la vista.

  • Ahora los Guardias acechan más que anteriormente, más que cuando tuvisteis que huir. Cuídate.

  • Ya lo sé. No te preocupes. Piensa que sigo fuera, que no me has visto. Encárgate de dejar dos veces por semana en un recipiente algo de comida en el camposanto viejo. Y no te preocupes por nada.

 

Al día siguiente me dispuse a llevar adelante el plan, no convenía andar por aquellos montes, cualquier vecino me podría ver, aunque seguramente pasaría por algún maqui perdido. Nevaba copiosamente, me resguardé en un pajar. Después de examinar atentamente los alrededores me encaramé por el tejado a la torre de la iglesia y de allí deslizándome logré entrar por un agujero de la pared al falso techo de la parroquia.

 

 El refugio fue tal como lo había pensado, acogedor, un lugar ideal para dar rienda suelta a los pensamientos y a los recuerdos vividos. 

 

Me vinieron a la memoria las mañanas frías, cuando había que  encender la vieja estufa, no tendríamos más de 8 años, lo hacíamos por parejas,  antes de que viniera Resurre la maestra y el resto de los niños tenía que estar  en marcha la estufa. No resultaba fácil encender aquella maldita estufa. Una y otra vez prendíamos el papel, pero en vano, no había manera de que el fuego prendiese. Cuando menos lo esperábamos, cogía fuego, la mayoría de las veces llenándose todo el edificio de un humo irrespirable. No era extraño que a veces llegase la maestra y el resto de niños y niñas y  no estuviese todavía encendida. 

 

O los días calurosos del  verano, de calor sofocante, como aquel día que los chavales, nos juntamos a pasar las horas de la siesta debajo del nogal de Lucio. Apoyada en la pared encontramos una escopetilla de aire comprimido, no se me ocurrió más que apretar el gatillo cuando Escolástico tenía la mano delante del caño,  ante nuestra sorpresa se oyó el sonido de un tiro, Escolástico comenzó a gritar, correr y saltar como un loco por la campa y las calles. ¡Mi mano, mi mano! Repetía una y otra vez, corriendo de un lado para otro como un loco. El médico de Nazar afincado en Mendaza, Don Antonio le sacó el perdigón de copa que lo tenía incrustado en un hueso de la mano. A la media hora lo teníamos de vuelta con nosotros.

 

 Pasados los seis  meses encerrado es cuando comencé a notar la falta libertad.

 

 No podía quitarme de encima los días de juventud, especialmente los días, y los juegos compartidos con Benito. Una sensación de tristeza y de odio me recorrió el cuerpo. Los primeros amoríos, los primeros tortazos, los primeros besos en los pajugueros de las eras, los primeros escarceos con las mozas... se me acumulaban uno detrás de otro, así fueron pasando los días, las semanas, los años escondido en el falso techo de la iglesia.

 

 Gerardo Luzuriaga

 

30/10/2015

Gabino (7)

Huida

 

Las conversaciones en las tabernas se fueron animando. Los jóvenes comentaban las noticias que llegaban, de la Montaña, de la zona de Estella,  de La Ribera… El ambiente del pueblo se fue enrareciendo.

 

En esta época Beltza, el perro  de pintas blancas y negras que usábamos para intercambiar  las noticias entre nuestra casa y unos familiares de Azuelo,  iba y venía más a menudo que de costumbre. Esta era la forma que teníamos en la familia desde antaño para mantenernos al día de lo que ocurría en el Valle de Aguilar de Codés.

 

Una tarde, a unas horas bastante poco normales, pasadas las siete de la tarde llegó el perro jadeando, con la lengua fuera. La madre cogió el mensaje, como no sabía leer, sin perder tiempo envió a mi hermana de 7 años con el papel que traía en el collar a la pieza del roble donde nos encontrábamos segando habas.

 

“Gabino, tienes que huir. Cuanto antes, no pierdas tiempo. Tres nombres se han mencionado en la Junta del Valle: el tuyo, Marcelino y Escolástico”.

 

No podíamos salir de nuestro asombro. Juramentos que nunca había oído, salieron de la boca del hermano mayor, mientras el resto se quedaron cabizbajos.

 

Sin despedirme de nadie, dejé la hoz, la zoqueta, y el sombrero de paja encima de la mies y tomé el camino de casa. Padre mandó al hermano de 12 años con la nota recibida  al encuentro de Marcelino y Escolástico para que tomasen precauciones. 

 

El kilómetro y medio de vuelta, lo hice preparando la huida. No tenía claro que trayecto elegir. Pronto descarté el tren, o el autobús, por la falta de dinero. Me decidí pasar la frontera por los Pirineos.

 

Llegué angustiado, ya estaban en la entrada mi madre, Francisca con el hijo en brazos. Madre algo malo se había barruntado y nada más verme se santiguó. Se dirigió a la despensa, entramos todos detrás de ella,  me preparó unos calcetines de lana, las botas de monte, cogí un par de navajas, un pasamontañas. Francisca para entonces ya me había preparado un hatillo con una hogaza, chorizo, queso y un buen trozo del pernil.

 

Aunque la idea era pasar la frontera lo antes posible, las dos primeras semanas me resguardé en una cueva que conocía en la Sierra de Lokiz, allí estaba seguro y protegido. El día anterior a partir  hacia la sierra de Aralar bajé  a Narcúe, aparte de unos niños correteando no vi a nadie,  me hice con unos pantalones y unas camisas oscuras que estaban tendidas en un colgador a las afueras de la población.

 

Al dejar atrás el Valle de Lana no pude reprimir unas cuantas lágrimas.

 

Sin grandes dificultades, ni sobresaltos llegué a las inmediaciones de la muga.  Las patrullas de la Guardia Civil se intensificaron. Según mis cálculos podían faltarme unos 25 kilómetros. Oí un ruido, me agazapé entre los bojes, oculto entre la hojarasca estuve vigilante, sin moverme,   durante un largo cuarto de hora, no me vieron.

 

Al día siguiente no tuve mejor suerte, así que decidí volver al refugio que había abandonado anteriormente. Se me hizo imposible avanzar, las patrullas estaban por todas  partes. Dormí a pierna suelta. Me desperté hambriento alrededor de  las 11 de la mañana. Miré en el zurrón, no me quedaban más que dos mendrugos más duros que las piedras.  Con la intención de pasar el rato me dispuse a sacarle punta a una rama de roble. Inesperadamente  vi moverse una culebra entre la hojarasca, de un golpe hinqué la navaja en su cabeza. Llevaba meses que no me pegaba semejante festín

 

La Guardia Civil estaba al acecho, vigilaba todos los caminos, y veredas del bosque. Oí unos pasos, me quedé inmóvil. A pesar de ser una noche como las fauces del lobo, eché  a correr, oí cuatro fogonazos de fusil que deslumbraron completamente el bosque.  Estuve  a punto de caerme, me trabé con las raíces de un árbol, trompicado y todo huí monte abajo. Sentí a los dos Guardias Civiles tras de mí. Cuando ya los tenía encima, a menos de 20 metros,  se desató una tormenta de rayos y  truenos, que  me salvaron de morir acribillado.

 

Completamente mojado hasta los huesos, cansado, sin fuerzas, ni resuello me tumbé esperando lo peor.  Poco a poco,  escondido entre los árboles logré volver de nuevo al refugio,  los días siguientes permanecí escondido, intenté dos  veces más pasar la frontera, imposible. Tuve que zafarme de dos nuevas emboscadas. Vi la muerte de cerca.

 

Decidí cambiar el rumbo, casi sin darme cuenta me encontré en la Provincia de Santander. De aldea  en aldea, gracias al “alabado sea Dios” logré conseguir algunos curruscos de pan seco. Pasé los meses pidiendo de puerta en puerta,   recorriendo los parajes más recónditos de Cantabria. Pobre, sin un duro, muerto de frío;  pero seguro. ¡Y para los tiempos que corrían, no era poco!

 

En el Valle del Pas me abrió la puerta un hombre viudo de de unos 50 años con varios hijos e hijas.

 

  •  Pasa, pasa.

 

Entrar en una vivienda habitada supuso volver a plantearme cientos de cosas. Me acurruqué junto al fuego. Una vez bien aseado, lavado con jabón y abundante agua,  me ofreció un buen plato de potaje caliente, con una botella de vino. Pasé la noche en un pajar algo alejado del vecindario. No era la primera vez que algún alma caritativa se apiadaba de mí, pero nunca había encontrado el calor humano que encontré en esta familia.

 

A las 6 de la mañana, cuando todavía faltaban varias horas para el amanecer apareció la pareja de la Guardia Civil. Me había metido en la boca del lobo sin darme cuenta. Bien aseado, bien dormido, rasurada la barba y el pelo arreglado no se me hizo fácil contestar a lo que parecía un inocente interrogatorio.

 

Sin duda, me han atrapado, pensé, ¿Qué hacía un hombre que aparentaba  unos 25-30 años, con acento distinto,  pidiendo de puerta en puerta? Me sentí atrapado como un ratón sin salida.

 

Sin pensarlo dos veces, valiéndome de que en aquel  mismo momento apareció el amo, salí corriendo dándome  de nuevo a la fuga.

 

Mientras huía desesperado y ascendía la montaña me vino a la cabeza pasarme al maquis. Tras seis largos meses recorriendo las aldeas  de los Picos de Europa, las dudas se disiparon y decidí volver al pueblo.

Gerardo Luzuriaga

 

29/10/2015

Gabino (6)

De caza en domingo

Este pueblo  era un  pueblo de cazadores, Primitivo como la mayoría de los habitantes, era un cazador empedernido. Especialmente los domingos y fiestas de guardar, lloviese, nevase o hiciese el tiempo que hiciese salía en busca de cualquier animal. Con el pasamontañas calado hasta los ojos, la escopeta colgada al hombro, la navaja bien sujeta en la faja, con un trozo de pan, un  casco chorizo, y la bota en el zorrón salía por la puerta chiflando para no volver hasta bien entrada la noche.

 

Las andanzas de caza de Primitivo eran bien conocidas en los municipios de alrededor. Sus correrías se hicieron famosas en Navarra, Álava y parte de La Rioja. No era extraño que hasta en los días más duros del invierno pasase dos o tres días sin volver, durmiendo entre la hojarasca y los bojarrales.

 

A pesar de tratarse del rico de la comarca, la comandancia de Los Arcos le acechaba de cerca y tenía ganas de echarle el guante; pero a pesar del celo de los guardias, no era extraño ver en la cuadra  de Primitivo colgados zorros, corzos, gatos monteses, ginetas, y jabalíes de gran tamaño abatidos con sus argucias, sin usar la escopeta para no atraer la atención de los guardias.

 

En una ocasión el vecindario tuvo que salir en su busca. Llevaba más de 7 días fuera de casa con una nevada de más de un metro, cuando ya se habían rastreado centímetro a centímetro todos los alrededores y se estaba a punto de abandonar su búsqueda, apareció Primitivo en Fuentes Altas, venía por la senda de Costalera chiflando, y cantando como si nada. Había pasado toda la semana bien comido y bien caliente donde unos familiares lejanos de Orbiso.

 

Como el resto de domingos, Primitivo cogió la escopeta, la cartuchera y tomó el camino del Prado, cargó la escopeta con dos cartuchos de mostacilla del 8, marca el gamo, recorrió la Fuentilla, el Prado, Cuatro Caminos y cuando llevaba más de dos horas, a la altura del despoblado de Disiñana, oyó el vuelo de una pareja de perdices, descolgó la escopeta del hombro, se dio la vuelta y disparó dos tiros casi sin apuntar en dirección al  maizal donde habían ido a refugiarse. Al instante se oyeron los gritos de una joven que estaba, por lo que parece haciendo sus necesidades en el maizal.

 

Con tan mala suerte que algunos perdigones sin fuerza se incrustaron en el culo de la recién licenciada en magisterio en la Universidad de Zaragoza.

 

Hubo sesión extraordinaria en el Ayuntamiento, la villa acabó pagando el infortunio de Primitivo, alcalde del pueblo. Entre el alcalde, el secretario y el cura lo arreglaron todo. Nombraron a la joven maestra Resurrección, nacida en la localidad, maestra perpetua, y le concedieron algunos privilegios extras,  con  lo que estuvo más de 50 años ejerciendo en la misma localidad.

 

La única filosofía que conocía era la de la letra con sangre entra, y bien que la puso en práctica. Pocos fueron los alumnos que aprendieron a dividir; sin embargo todos tuvieron la ocasión de probar sus varas de mimbre.

 

Este fue un mal día para la cultura de nuestro  pueblo, pocos fueron los niños y niñas que aprendimos a escribir y menos a multiplicar y dividir.

Gerardo Luzuriaga