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16/11/2015

Presos

He leido estas preciosas líneas y me ha hecho recordar a Txaber y a otros muchos que se encuentran en la misma condición...

 

Bonbilla 

 

Zer luzeak ziren gau-egunak zigor ziegetan. Ez ziren gozatzekoak

ez gaueko orduak, ez egunekoak. Presoa, gainera, eguzki argirik

gabeko ziegara sartu zuten. Ezin zen han gaua eta eguna bereizi.

 

Bonbilla bat zegoen bakarrik, funtzionarioek pizten eta amatatzen

zutena. Presoak, zelako galtzaile begiradaz zenbatzen zituen

egunak, bonbilla egunez piztuta eta itzalita gauez egoten zelakoan.

 

Baina, ez zekien, funtzionarioek bonbilla hori aste betez piztuta

uzten zutela eta beste aste betez itzalita.

 

Joseba Sarrionandia

15/11/2015

Gabino (12)

Josefa

Josefa va  a la gavillera en busca de unas abarras, ramas secas y delgadas que conservan las hojas secas, muy útiles para encender el fuego, las parte y con un papel de periódico les prende fuego, sale a por seis o siete astillas, echa dos y deja el resto al lado del fogón. Se lava la cara y se peina, prepara los tazones para el desayuno de los dos cuñados solteros, y de su marido, a la vez que arrima a la chapa del fuego los pucheros de la comida.

Ya tiene preparado un perol con agua caliente, para que se corte la barba su marido, pues hoy es jueves, y los jueves y domingos tiene por rutina afeitarse la barba, especialmente los jueves que va a Estella a vender las escobas de biércol preparadas durante la semana, aunque hoy como nos encontramos en la época de la siega ha decidido no ir.

Josefa coge un puchero vacío, se calza las albarcas, y se echa encima una chamarra, que se encuentra colgada de un clavo junto a la puerta de la calle y sale al pajar donde guardan las gallinas, los conejos, una cerda y las cabras. Ordeña en un periquete las dos cabras, vuelve de nuevo y pone a cocer la leche recién ordeñada. Los hombres desayunan los tazones de café con leche y sopas.

Echa tres astillas al fuego, las mayores, aparta la cazuela principal, y se dirige de nuevo al pajar, para entonces ya está amaneciendo, viene un día caluroso, igual demasiado caluroso. Abre el portalón del pajar, por donde salen las gallinas y el gallo a picotear por los alrededores. Se acerca a las conejeras, las abre y les echa un puñado de lechocinos que había recogido la semana anterior junto al camino de Oihagazu. Llena los bebederos, suelta las cabras que bajan ellas solas a la picota, donde espera el pastor con el rebaño ya casi completo para dirigirse al monte para todo el día.

Vuelve de nuevo, se calza las zapatillas de andar por casa, cuelga el chamarro en el clavo junto a la puerta, coloca las albarcas encima del mueble en que los hombres guardan los utensilios de tamaño no muy grande, como el hacha pequeña, dos hoces para cortar la maleza de los alrededores, una caja con puntas, clavos y el martillo.

Da una vuelta por el cuarto de los suegros y de los niños. Sigilosamente mira desde la puerta, los niños duermen apaciblemente, el suegro hace horas que carraspea y se le oye dar vueltas en la cama, la suegra duerme también plácidamente.

Los hombres ya han desaparecido de la cocina, Josefa lleva los cacharros del desayuno a la fregadera, prepara cuidadosamente las alforjas que llevarán al campo, hoy vendrán a comer, abre el cajón del armario y mete medio pan, un buen casco de chorizo y medio queso blando en una tartera y coloca todo en las alforjas. Mete una botella de vino y otra de agua cada una en un lado de las alforjas, las deja colgadas de una punta que sobresale de la viga del pasillo, al lado de la alacena donde se guardan las hachas. Coge una cebolla, unos pimientos y unas guindillas verdes, un puño pequeño de sal gorda, la envuelve en un trozo de papel de periódico y coloca todo dentro de otra alforja.

Los perros se oyen en la calle de abajo, se asoma a la ventana y ve como los cuñados están ya ajustando la cincha al caballo, están listos para marchar al tajo. Su marido sube las escaleras, coge las alforjas, y con un hasta luego desde el pasillo se despide de Josefa.

Retira del fuego la leche, que como la mayor parte de las veces  ya se le  había sobrado, se acerca a la ventana, despide a los hombres con la mano, pero ellos ni se enteran. Arrima a la chapa un cacillo con un poco de café, mucha leche y algo de achicoria, hace unas sopas con el pan duro y se sienta a desayunar. Retira el tazón usado a la fregadera.

Coge el caldero vacío de la leche del granero, y baja las escaleras hasta el corral, se calza unas botas viejas, limpia la cama de las vacas y el caballo, las vacas agradecen la paja limpia, arriman el morro de vez en cuando al suelo y se llevan buenos bocados de paja a la boca. Coge el taburete de tres patas de una ventana que da a la calle, y se dispone a ordeñar a la vaca recién parida, poco a poco, chorro a chorro se va llenando el caldero. Sube la leche a la despensa, la pasa por el colador grande, deja el caldero tapado con un trapo blanco, para que no caigan moscas.

Abre los ventanillos de la habitación de los suegros, entran los rayos solares de la mañana. Levanta al abuelo, le ayuda a vestirse, poco a poco ayudado por ella llegan hasta la fregadera, donde se lava la cara, le ayuda a sentarse en la mesa.

Vacía los orinales del cuarto de los cuñados, y de los abuelos, hace las camas de los cuñados, y la suya propia. Entra en el cuarto de los niños y los va despertando suavemente, les deja encima de la mesilla la misma ropa que habían usado el día anterior, se dirige de nuevo al cuarto de la abuela, la despierta cariñosamente, llena un cuenco de metal con agua hirviendo que tiene preparada en la chapa del fuego, la mezcla con agua del grifo hasta dejarla tibia, asea a la abuela, y la sienta en la silla de la mesa.

Prepara cinco tazones de café con leche y sopas. Desayunan los cinco, los niños no callan, y en cinco minutos han acabado sus tazones, el abuelo y la abuela no tienen prisa alguna. Los niños van solos a la escuela, no antes sin lavarse la cara y repeinarse.  Josefa recoge los tazones y las cucharas de la mesa y se dispone a fregar los cacharros amontonados en el pozo de la fregadera.

Barre la cocina muy por encima, también el pasillo y los cuartos, recoge la porquería y la saca al patio, cambia la escoba por la de biércol y barre todavía más por encima la calle y el patio, esparce dos calderos de agua por la calle, y aprovecha para echarle otros dos calderos a las plantas.

Abre las ventanas de los cuartos, quita las sábanas de los abuelos y las saca a airear a la ventana, hace las camas de los niños, quita el polvo por encima de algún armario, mientras atiende alguna vecina que viene a por la leche que tiene ajustada.

Ayuda al abuelo a salir al poyato de la calle, lo sienta, coloca a su lado en una silla con un cojín a la abuela. Allí estarán hasta la hora de comer, que normalmente coincide con el momento en que el sol da de lleno en el rincón donde están sentados.

Recoge la ropa para lavar, hoy no es día de colada, la junta en una banasta, todavía no hay suficiente ropa esperará al lunes para bajar al pozo a hacer la colada, se lo piensa mejor, aunque no hay mucha ropa sucia decide bajar al pozo a lavarla, ya que esta semana no toca amasar el pan, y eso si que le llevará por lo menos cinco o seis horas.

 

-    ¿Ya sabéis lo que le ha ocurrido a Timoteo?

-    ¿Qué le ha pasado,  pues?

-    He oído que se ha ido Isabel.

-    Ya me parecía a mí demasiado remilgada, esa señoritinga de Zúñiga. Ya decía yo que no le iba a durar ni una semana. Comentaba Teófila maliciosamente, mientras frotaba y frotaba unos pantalones sucios.

-    Sí,  sí, se casaron en Zúñiga,  han pasado  el viaje de novios en San Sebastián, hace cuatro días volvieron al pueblo y según tengo oído nada más ver la casucha puso mala cara, y le ha hecho la vida imposible al pobre Timoteo.

-    Sí, sí,  así es comentó otra mujer, yo la he visto marcharse con una maleta; pero no sabía que se iba para siempre, aunque sí  que me pareció raro que se fuese tan pronto, a los cuatro días de llegar, pero pensé que tendría algún negocio que hacer.

-    Sí, sí  menudo negocio comentó Matilde, a la vez que cogía de la banasta una prenda, la metía en el agua, la enjabonaba, la volvía a meter en el agua, frotaba las manchas más visibles. Menuda pájara es ésa, ya me comentaron mis hermanos, siguió murmurando Matilde mientras cogía la prenda entre las dos manos para escurrirla.

Josefa vuelve del pozo, da una vuelta por el pajar, recoge los huevos que han puesto las gallinas, les pone pienso y agua a los conejos, a la vez que sube al palomar a poner agua a los pichones. Deja los huevos en la cesta que hay en la fresquera para ello.

Se quita el delantal y atraviesa la villa para ir a comprar unas alubias y de paso bajarle la leche  a  Celes, charlan un rato, y Celes le pone los cuatro kilos de alubias blancas  que tiene concertadas, de paso le baja el medio litro de leche a Paca, que está enferma en cama. Se tropieza con unos cuantos vecinos a los que saluda y hablan algo sin importancia y vuelve sin detenerse excesivamente. 

Le coloca bien el vestido y el pañuelo de la cabeza a la abuela. Echa de nuevo  una astilla al fuego. Pone la mesa con nueve platos, cucharas, tenedores y cinco vasos, los hombres beben del porrón, ya llegan los hombres del campo, el cuñado suelta las vacas y los niños las bajan a beber agua al pilón, para cuando llegan los niños, ya están todos en la mesa, Josefa saca el porrón de la fresquera, el niño pequeño llega con el barril lleno de agua fresca de la fuente. Comemos, los hombres se van directamente a la siesta.

Josefa recoge y friega los platos, barre la cocina, prepara de nuevo la alforja con la merienda. A las tres en punto, los hombres están saliendo de nuevo al tajo. Josefa lleva al abuelo a sentarse en el sillón de mimbres del patio, luego lleva también a la abuela y la pone a su lado. Su marido se ha retrasado buscando una hoz, y se despide de Josefa, hoy no vengas al campo, todavía no haces falta, el trigo no está del todo seco, por lo que es mejor que te quedes por aquí, le echas de comer a los cerdos.

Echa otros dos pozales a las plantas del patio. Arrima una cacerola grande con agua al fuego, echa unos tronchos de berza y unos cuantos kilos de patatas del año pasado, ya arrugadas. Esta será la comida de los cerdos de casi toda la semana.

Mira el montón de ropa para planchar, al instante desecha la idea, hasta el sábado por la tarde puede esperar la plancha, se dirige al corral con un balde lleno de salvado para los cerdos, lo mezcla con agua en el cocino, los cerdos se acercan apresuradamente al cocino, Josefa baja al huerto, riega unas berzas recién plantadas, saca tres potes de patatas y elige 5 tomates grandes, rojos y maduros. Vuelve sin detenerse,  lo primero que hace es preparar dos tazones grandes de leche, con galletas para los abuelos, le pone bien la boina, y le suena los mocos con el pañuelo que lo guarda de nuevo en el bolsillo del chaleco, acompaña al abuelo a sentarse debajo de la higuera, a la sombra, saca las sobras de la comida y las echa cerca del olmo, las gallinas se alborotan y acuden todas a la vez a picotear los desperdicios.

Al anochecer, llegan las dos cabras hasta el portalón del pajar, Josefa se mete la mano en el bolsillo y saca un currusco de pan, lo parte en dos y se los da a las cabras, mientras les abre la puerta y las guarda, llama a las gallinas y una a una van entrando  por la puerta.

Baja al abuelo al hogar y vuelve a por la abuela. Pone nueve platos en la mesa, llegan los hombres, se oyen los perros, los cuñados le quitan el capazo al caballo, y lo meten al corral, les echan el pienso y suben para la cocina, los hombres se lavan las manos, el marido se ha entretenido en exceso observando las vacas, un niño baja a llamarle, la cena está servida, el perol con la sopa de ajo ya está encima de la mesa, les  va sirviendo uno a uno. Un cuñado saca un pan del cajón, un niño baja a llenar el porrón de la cuba que se encuentra en la bodega. Se acaban la sopa, y Josefa pone la bandeja de huevos fritos con patatas fritas. Cenados, salen todos a la fresca, excepto los abuelos que es Josefa los que los acuesta. Baja también Josefa a estar un rato en la fresca con todos, no mucho, pues todos están cansados y se van despidiendo uno a uno.

Josefa lava los platos de la cena, y pone  unas alubias a remojo para el día siguiente, barre la cocina, se da un garbeo por el cuarto de los niños, tapa al más pequeño,  al pasar por su cuarto oye los ronquidos profundos del marido, llama a los perros, les echa por la ventana las pocas sobras de la cena, cierra la puerta del patio, se desnuda y se acurruca junto al marido sin meter ruido para no despertarlo.

Gerardo Luzuriaga

10/11/2015

Gabino (11)

Mar adentro

El trayecto a Barcelona lo hice sin dificultad alguna. Sin darme cuenta me encontré en mitad del Océano. Rodeado de extraños, con todo tipo de gentes. Sus miradas se dirigían hacia mí, o así me lo parecía. No me atrevía a intercambiar con los viajeros  más allá de las palabras imprescindibles. Medio mareado, sin poder olvidar  la mirada triste de mis padres pasé las primeras semanas, acurrucado en un rincón del camarote. También aquí los días y las noches se hacían largas, por lo que era habitual despertarme en medio del mar entre los rebaños de vacas en la vertiente de Campezo y Zúñiga, adentrándome  con la escopeta y la cartuchera bien repleta de cartuchos en la Dormida, volviendo al atardecer con el zorrón lleno de palomas entre la nieve y niebla cerrada.

Pasados los primeros días comencé a tomar gusto por la lectura, un marinero me agenciaba todos los libros que necesitaba. La lectura me abrió un nuevo horizonte, desconocido hasta eses día, lo más semejante a la lectura que había conocido eran los cuentos, anécdotas y leyendas relatadas por los abuelos y tíos mayores en las tardes invernales reunidos junto al fuego, o las veladas desgranando maíz en familia, a veces acompañados de una acordeón que tocaba un peón venido del norte de Navarra, o los  atardeceres rezando el rosario, mientras nuestro padre recitaba de memoria las letanías:

 Kyrie eleison

          Kyrie eleison

Christe, eleison

          Christe, eleison

Christe, audi nos

         Christe, audi nos

Christe, exaudi nos

         Christe, exaudi nos

Pater de Coelis Deus

         Miserere nobis

Fili Redemtor mundi Deus

         Miserere nobis...

 Las historias de los libros me hizo olvidar los recuerdos, los libros fueron mis compañeros de ese día en adelante y me abrieron nuevos horizontes.  

 

06/11/2015

Gabino (10)

 Las Américas

La soledad comenzó a hacerme mella.

  • Gabino, no te metas en política, la política no trae nada bueno.

  • Tranquila, Francisca le respondía en sueños.

  • Gabino, no te mezcles en asuntos que no te incumben.

  • Tranquila mamá, le respondía despertándome sobresaltado, sin saber dónde me encontraba.

Los carteles colocados en el pozo de lavar la ropa crearon acaloradas discusiones, se calentó y se enrareció el ambiente, hasta los mayores tomaron parte en los debates y  discusiones, muy pocos fueron los que se quedaron al margen.

Lo vivido durante esos meses se me venía incesantemente, sin orden alguno a la cabeza.  Se celebró una gran fiesta en Cábrega, donde unos meses antes al Alzamiento la Falange convocó una reunión,  a la que acudieron jóvenes de todo Navarra. Vinieron falangistas de toda la provincia, de la Villa de Nazar  bajaron 6 mozos, volvieron a las 6 de la tarde, completamente exaltados, con camisas azules, correajes de cuero negro y con las escopetas colgadas al hombro, entonando los himnos recién aprendidos por la mañana !Cuánto mal les hizo ese día! Dos de ellos perdieron la vida en el frente y sólo volvieron  para ser enterrados.

Los que no mostramos el debido entusiasmo ante sus bravuconadas lo pagamos caro. El ambiente se fue enrareciendo cada vez más, las noticias de detenciones y fusilamientos corrían de población en población. En algunos pueblos ante el cariz que comenzaba a tomar el asunto,  no fueron pocos los que acudieron  donde los alcaldes en busca de refugio, en balde. La decisión ya estaba tomada, aunque en el instante mismo de las detenciones y fusilamientos se arrepintiesen  de las decisiones adoptadas anteriormente en caliente, ya no podían hacer nada. Tampoco para ellos fue fácil ver como se llevaban a los vecinos; pero los alcaldes, los curas y los secretarios ya no podían hacer nada, pues llegado a estas alturas las resoluciones venían firmadas por instancias superiores.

La noticia de los fusilamientos de las localidades de los alrededores – Mués, Piedramillera, Los Arcos, Acedo, Asarta, Mendaza, Aguilar…- se extendieron como la pólvora. Los primeros meses de la postguerra fueron de una represión atroz, el terror impuesto por los falangistas fue salvaje.

Félix, uno de los más destacados de las izquierdas, fue también uno de los primeros en alistarse en el Frente Nacional, pero no le valió. Una noche llegó el Coche de la Muerte, lo apresaron, y se lo llevaron entre los gritos de sus hijos pequeños y la mirada afligida de su mujer. Esa misma noche, media hora más tarde,  le dieron dos tiros a bocajarro en una cuneta de Arquijas.

  • Se acabó

  • ¿Hoy se han llevado a Félix?

  • ¿Mañana a quién le tocará?

Muchas eran las noches que me sobresaltaba y me despertaba gritando entre sueños.

La soledad cada día se me hacía más insoportable. Con el paso de los meses la moral se me iba desgastando. Lo único que rompía la monotonía del día a día era el sonido atronador de las campanas de la Iglesia de Nazar, que las tenía pared con pared.  Para entonces ya distinguía el sonido de todas las campanas de los alrededores: Mendaza, Acedo, Asarta, Mirafuentes Otiñano, Cábrega, Ubago… A veces hasta creía oír las de los lugares más lejanos, Santuario de Codés, Espronceda, Desojo…

  • ¿Acaso me estaré volviendo loco?

  • No sé, pues.

  • La mayor parte de las veces no era capaz de distinguir entre los sueños y la realidad.

  • Ya no podía soportar la soledad, y no podía olvidar la familia, los hijos, la esposa. Tan cercanos, y a la vez tan lejanos.

  • Ya no era capaz de discernir entre los pensamientos, los sueños,  lo verdaderamente vivido hace unos años y la realidad. ¿Cómo distinguirlos cuando se repiten en mi interior las mismas anécdotas, las mismas secuencias tanto en sueños, como despierto una y mil veces?

  • Qué va, estoy bien, tengo todo bajo control, acababa animándome a mí mismo.

No fue casualidad que los recuerdos que más se repetían fuesen sobre los animales domésticos y estuviesen directamente relacionados con su libertad. No podía quitar de la cabeza los primeros bueyes que tuvimos, Giputxi y Txiki, y el respeto que nos daban, especialmente cuando tenía que  colocarme delante de ellos para que no se moviesen, con apenas 7 años de edad, no llegaba al yugo y los bueyes no paraban de dar fuertes  golpes con el rabo  contra la tripa, o levantar  una pata para golpear bruscamente  contra el suelo, o girar la cabeza de un lado para otro para espantar las moscas de alrededor…

Excepto los perros guardianes de los  hacendados, que no veían  la luz natural, ni las calles, atados con cadenas cortas, recluidos en lo más profundo de los corrales;  el resto de los animales correteaban por las calles y los campos, en  plena libertad. Gallinas, perros, vacas, cerdos andaban a sus anchas.

¡Ya me gustaría  tener la libertad de cualquier de esos animales!

El sonido atronador de las campanas era aturdidor. Cada día me costaba más conciliar el sueño, hoy se cumplen cinco años desde que decidí resguardarme en el techo falso de la iglesia. Estaba pensando en esto, cuando comenzó a tañer la campana grande, con la que retumbaban las paredes y el suelo;   aunque ya lo tenía decidido de antemano, fue entonces mismo  cuando resolví  salir del escondite y buscar una nueva forma de vida al otro lado del mar, en las Américas, seguramente en Chile.

No cogí más que una navaja, el resto de materiales todavía se encontrarán allí, me deslicé con la ayuda de una soga por la pared hasta la calle, no había andado ni cinco metros cuando me salieron al encuentro dos perros semejantes a Lur y Beltza. Estuve alrededor de una hora contemplando el firmamento, con una luna llena grandiosa y estrellado, el silencio solo era interrumpido por el canto incesante de los grillos, y algún que otro ladrido de los perros.

Llegué a casa, como siempre  la puerta de la calle estaba vuelta, la empujé con cuidado y pasé a la cuadra, subí las escaleras, antes de entrar a la habitación de los hermanos bebí un trago de la lechera que estaba guardada en la fresquera. Mis hermanos no podían dar crédito a lo que estaban contemplando, pensaron que se les había aparecido un fantasma. Para no despertar a toda la familia, bajamos de nuevo a la cuadra. Fue una situación imborrable.  En unos minutos me pusieron al día de todo lo ocurrido en estos cinco años.

  • ¿Pero no vendisteis a Lur y Beltza?

  • ¡pues claro, que los vendimos! Al día siguiente de verte se los regalé al tío de Antoñana. Esos perros eran capaces de no haberse movido durante días del escondite, y aunque la Guardia Civil no es que tenga muchas luces, no se puede decir lo mismo de algunos vecinos. Lo que ocurre, es que hace dos años fui donde el tío y me traje dos cachorros de Lur. Nada más llegar fueron tus hijos los que le pusieron los mismos nombres.

  • ¿Ha sucedido algo en la familia?

  • El abuelo se murió a los pocos meses de irte.

  • Ya, ya lo sé, fuiste tú mismo el que me lo dijiste el día que nos vimos en Costalera.

  • ¿Qué niño se murió hace tres meses?

  • Se ahogó en el pilón Mari José la hija de cuatro años del alcalde, la familia está desolada, todo el vecindario  quedó afligido. Fue un gran golpe.

  • No, no me contéis todo, dejadme adivinar que es lo que ha ocurrido durante estos años.

  • ¿Ha habido cuatro muertos más, no? Pueden que hayan sido Generoso, Dionisio, Sebastiana y Romana. ¿No?

  • No, no. Dionisio y Romana andan están bien de salud. Los otros dos han sido Daniel, que lo trajeron a enterrar del Hospital de Zaragoza, cuando estaba a punto de acabar la guerra una bala perdida se le incrustó en la cabeza, después de pasar lo peor cuando parecía que ya estaba curado e iba a coger el alta del hospital se murió repentinamente. También se ha muerto Donato el de la Joselita.

Me despedí  como pude de mis hermanos, no tengo mucho tiempo, voy a ver a Francisca y los niños, mañana a la mañana saldré para las Américas, espero no tener muchas dificultades, ya nadie se acuerda de mí, además todos me siguen ubicando en Francia.

Ya desde la calle sentí  el olor peculiar de nuestro hogar, subí  las escaleras de dos en dos. Abrí la puerta y me precipité a los brazos de Francisca. Permanecimos abrazados más de cinco minutos. Francisca no creía lo que estaba sintiendo, cerraba y abría los ojos para podérselo creer. Ella también creía que me encontraba en Francia. Nos acercamos a la habitación de los niños, no los despertamos, mientras Francisca preparaba agua caliente estuve más de cinco minutos contemplándolos,  vertió la mitad del agua en la palangana, bien jabonado y con la navaja bien afilada me rasuré la barba y Francisca me cortó el pelo. Por lo menos rejuvenecí 20 años. Nos fuimos juntos a la cama, no dormimos ni un solo segundo. Amaneció en un abrir y cerrar de ojos. Sentí  los ladridos de los perros, de un salto me escondí en un alorín, padre apareció detrás de madre, los encontré muy envejecidos. Fuimos  conscientes que esta era la última vez que nos veríamos, a padre y madre les brotaron las lágrimas en el último abrazo de despedida.

Me puse una camisa blanca, Francisca me preparó la  maleta con ropa limpia,  y con los primeros rayos del amanecer, sin despedirme tomé de nuevo viaje al  extranjero. En este caso esperando que fuese el definitivo. Al salir reparé en la portada del Pensamiento Navarro, que estaba encima de una silla del portal: “Caen en una emboscada los maquis el Tuerto  y el Perico en las inmediaciones de Caín”, titular con grandes letras e ilustrado con una gran fotografía de los dos maquis abatidos. De buena me he librado pensé.

Animado y con la sensación de haber salvado la vida de nuevo, inicié el trayecto hacia Barcelona, con la intención de tomar un barco  lo antes posible para las Américas, todavía no había decido a qué país iría.

No me resultó sencillo acostumbrarme a la luz del día. El valle estaba precioso, los árboles en flor. A lo lejos divisé un grupo de gente, tuve tiempo suficiente para esconderme detrás de unos chaparros. Don Secundino llevaba en las manos la cabeza de plata de San Gregorio, a un lado le acompañaba un monaguillo con el hisopo, un poco más adelantados iban otros dos monaguillos con sendas cruces, mal andaban para llevarlas verticales, -bien sabía yo, lo que pesaban esas dos cruces, en más de una ocasión me había tocado llevarlas- , detrás venían unos veinte feligreses, la mayoría mujeres vestidas de negro y con velos por la cabeza. Al único que no reconocí  era el monaguillo que portaba el hisopo. ¿Habría venido alguna familia nueva a vivir aquí? No lo creo, aunque sí que se me hacía raro no sacarle por los rasgos físicos a qué familia  podría pertenecer. Me quedé con la duda.

Sentí una sensación nueva e indescriptible al ver a los vecinos, cuando se habían alejado unos diez metros de donde yo estaba se pararon repentinamente, el párroco tomó el hisopo y esparció el agua bendita a los cuatro vientos: “Quisdam sanctus episcopus, Gregorius nomine… líbranos de todas las plagas, especialmente de la langosta”.

Estuve un cuarto de hora ensimismado contemplando los campos de cultivo, e imaginándome las personas que podrían componer los  grupos de segadores  que se divisaban en los campos lejanos. Había una infinidad de colores y parcelas, bien diferenciadas cada una por los verdes ribazos de hierbas y matas. Mil colores producto de los diversos cultivos: avena, cebada, trigo, yero… mezclados y salpicados con los cientos de especies de hierbas y plantas silvestres: cardos, amapolas, girasoles, avena mala… Infinidad de árboles frutales salteados entre los cultivos: pomales, cerezos, manzanos, olivos, nogales, todo ello surcados por los ríos del valle con sus hileras de chopos.

Me adentré en el monte, ahí seguían las enormes encinas, la mayoría de las cuales podría cobijar hasta rebaños de 200 cabezas, seguí vereda arriba, no sin evitar a duras penas tropezarme con las cuadrillas de carboneros que estaban cociendo carbón, y los pastores que cuidaban los ganados en la Sierra de Codés. Cualquiera que me hubiese visto, sólo por los andares me hubiese reconocido, es por ello que tuve que hacer estos primeros kilómetros hasta  el puerto de Santa Cruz de Campezo con todo el cuidado posible, decidí pasar la noche en San Cueva, desde donde se divisa los campos y montes del valle de La Berrueza a las mil maravillas.

Gerardo Luzuriaga

04/11/2015

Gabino (9)

El tajo

 En la entrada  del domicilio de Primitivo encima de la puerta colgaba una copia barata de las espigadoras de Millet, con un marco de gran valor. Cada vez que cruzaba el umbral de la entrada no podía menos que adoptar una sonrisa ante aquella  imagen bucólica, que para nada reflejaba la realidad campesina del valle de La Berueza. La tranquilidad, el sosiego, la paz y las ropas recién planchadas en nada se correspondían con las horas de trabajo que nos esperaban, y mucho menos con nuestra piel curtida, morena y estropeada por el sol, y ni que decir de las ropas con petachos y manchas de grasa.

Lunes, cinco y media de la mañana, allí estábamos todos en fila,  esperando la llegada del amo. Aquel día también se quedaron sin trabajo los mismos, los de siempre, los más necesitados. Me vinieron a la memoria las palabras del abuelo: algún día tendríamos que acabar con este atropello.

  • Tú, tú... y tú.

Igual que todos los días, los más viejos, débiles,  necesitados o comprometidos fueron descartados, de vuelta al  hogar,  sin poder llevar el jornal imprescindible para alimentar a sus numerosos hijos.

El resto un grupo de ocho personas nos dirigimos al tajo.

  • No te pares. Sigue la hilera.  Gritó  Benito al más joven del grupo.

Todavía no habían dado ni las  10 de la mañana, el día no había hecho más que comenzar, aunque ya  llevábamos 4 horas y media sin descanso.

- No puedo más, tengo todas las articulaciones doloridas, me comentó el joven que iba delante mío.

-  Este ritmo es insoportable, comentó un tercero mientras agarraba con la mano izquierda, resguardada con la zoqueta, un manojo de trigo y con la hoz en la otra mano de un golpe cortaba la mies a ras de suelo. Todo ello a la máxima velocidad posible, una y otra vez, durante todo el día, y durante toda la temporada.

- Date más prisa, repitió de nuevo Benito.

- ¿No te das cuenta que hace aire y es necesario dejar bien apelmazadas las manadas?, Le respondió sin mirarle a la cara, con un cierto desprecio.  Sin hacerle el menor caso siguió rodeando cada puñado de trigo con cuatro espigas para que el viento no esparciese la mies. Tal como lo había hecho hasta ahora en todos los lugares en que había estado contratado.

-                No cojas tanta anchura, sé un poco más espabilado, mira la que lleva el nuevo de Los Arcos, le comenté en voz baja.

  • De este año no pasa, me voy para la ciudad, no aguanto más.

     

    Cirilo y Antonio, dos gallegos que venían todos los años para la siega, contratados por  Primitivo, seguían cuchicheando entre ellos.

  • No te fíes de ninguno de los dos, le comenté. Es difícil saber quién es más zalamero y traicionero de los dos.

Martes,  cinco y media de la mañana, ya estábamos todos en la plaza esperando a Primitivo, llegó primero Benito y comenzó a señalar con el dedo uno a uno  los elegidos para el día, nos fue señalando y sacándonos de la hilera. Contrató a todos los reunidos menos a uno.

-                ¿No me digas que no puedes contratar a uno más?

-              Métete en tus asuntos, y sigue a los demás.

-                ¡Te arruinarás por pagar un jornal más!

-                Pero si hay trabajo para diez personas más.

-                Sí es el amo de medio Navarra.

-               ¿Para quién querrán el dinero que les sobra? Se oyó de nuevo.

-                Sólo con la hacienda que ha aportado su mujer al matrimonio tienen para contratar a media Berrueza, sólo con las tierras que tienen en Andosilla a la orilla del Ebro tienen para dar de comer todo el año a toda la Merindad de Estella. 

-                ¡Cuánto más tienen más quieren!

-                ¿Qué pasa aquí? Gritó Primitivo que llegaba al galope.

-                Nada, nada comentó Benito. Sin decir ni palabra nos dirigimos al tajo, mientras el padre de Félix cabizbajo se dirigió a su pieza, aunque no tenía nada especial que hacer, pero de alguna manera tenía que pasar el día.

No se sabe si la avaricia le venía  a raíz de la compra del primer tractor que se conoció en el valle, o como se decía aquí, le venía de familia. Primitivo no tuvo suerte con la compra de aquel  tractor, el primer día que lo pusieron en marcha se dieron cuenta del fracaso, nada más entrar en la finca las ruedas se entorcaron  en la tierra mojada y no había manera de avanzar. Toda la vida lo conocimos aparcado en el cobertizo de la era, allí permaneció abandonado durante décadas, todo él era de hierro, desde las ruedas hasta el volante.

Miércoles, 6 de la mañana, salió  un día caluroso, bochorno  de los que hace historia, el calor pegajoso se mezclaba con el sudor. El  polvo de la mies recién triturada envolvía  todos los rincones del municipio, especialmente en la era y sus alrededores el aire era irrespirable.

Los caballos habían acabado de dar las primeras vueltas sobre la parva. Todos los presentes tomábamos parte en la trilla, era preciso darle vuelta a la parva lo más rápido posible. Entonces comenzaba el ajetreo, la era se convertía en un hormiguero en que todas las manos eran pocas,  el movimiento, la  prisa, el correr, el ruido, el polvo, el calor, el sudor y en cierto modo también el nerviosismo se apoderaba del ambiente.

Los caballos con el trillo seguían dando y dando vueltas, en torno a la una y media se le daba  por última vez la vuelta a la mies, mientras el  resto comíamos, padre se quedaba rematando la tarea,  hasta que la paja  fuerte y rígida de las habas se quedaba completamente triturada.

Con la comida en la boca, bajo un sol sofocante volvíamos todos a la era a recoger  la parva. Los hombres con las horcas iban recogiendo la parte principal, detrás los niños con los rastros, detrás las mujeres con las escobas, hasta que  por fin se pasaba  la plegadera para  reunir la parva en un extremo de la era. Llegaba el momento crucial, la espera del aire. No siempre movía el aire, y cuando andaba no siempre era el apropiado.

Todavía recuerdo el día en que entré a formar parte de los aventadores. No tendría más de 15 años. 6 hombres en hilera, encima de la parva, tirando las paladas de mies al aire con la altura y dirección apropiada. Zas, zas, zas, seguían las paladas sin interrupción. Pasada tras pasada, comenzaban a diferenciarse los dos montones,  el de la paja y el del grano. Era preciso darlea las paladas  la altura y la fuerza necesaria, para que el viento llevase a un montón la paja y al otro el grano. Una vez que se había formado el montón de grano las mujeres iban detrás de nosotros escobando por  encima separando las gardajas, piedras, trozos de tierra, trozos de palos. Por último los niños cribaban las gardajas, hasta dejar el montón reluciente como el oro. 

Jueves, 6 de la mañana, ya estamos preparados con las hoces en el tajo. Nos encontramos ante otro día de bochorno infernal. Hoy hemos venido sin Primitivo. Los gallegos marcan el ritmo, un  ritmo irresistible. Para las 7:30 el muchacho que el día anterior resistió más mal que bien la jornada, está ya rendido.

- ¿Cuándo traen el almuerzo?, nos preguntábamos  una y otra vez.  

A eso de las 11, por fin aparecieron dos niños con sendas cestas con el almuerzo.  Un cuarto de hora corto de descanso  y de nuevo a la faena, dale que te pego, sin parar, la cintura para arriba y para abajo, cortando las espigas de trigo.

A las 12, el Ángelus. Un poco después llegó Primitivo montado a caballo. Cuarenta grados, toda la mañana bajo el sol, doblando una y otra vez  la cintura, segando a un ritmo infernal, sin embargo nadie se quedaba atrás, parecía una competición a ver quién segaba más y más rápido.

Dos horas cortas para comer y echar la siesta.

A las 3 en punto arriba de nuevo. El calor después de la siesta se hacía inaguantable, cuando más calentaba de nuevo a la faena. Las horas no avanzaban, por más que mirábamos al sol siempre parecía estar en el mismo lugar.

-  ¿Ya es hora de que traigan la merienda no? 

-    No te fíes hay días en que no se merienda.

Este día tenía pinta de ser uno de esos. Pasaban las horas y por mucho que mirábamos a la senda, no se acercaba nadie. A eso de  las 7:30, Benito dio permiso para echar un trago de vino, y sentarnos un rato. La tarde avanzaba  pero el calor no aflojaba.

-    ¿Hoy también seremos los últimos en acabar?

- No lo pongas en duda.

Por fin se escondió el sol entre los montes, pero allí seguimos segando y segando.

-    ¿Es que no es hora de marchar para casa?

-    Todavía se ve, respondió Cirilo,  el gallego.

- Hoy también llegaremos de noche ciega.

- No te quepa la menor duda.

 

Viernes, 5 de la mañana día de fiesta, ya estábamos todos levantados, tras tomarnos unas galletas y un vasito de anís, los hombres nos dirigimos al campo con los bueyes para acarrear la mies.  Para la hora de misa trillamos un carro de trigo del Ceferino que había quedado del día anterior, barrimos  hasta el último grano de la era, dejamos ya todo preparado para trillar lo que le correspondía al Furris y acudimos todos a misa, bien nos vino el  descanso de media hora, eran de los pocos días donde se agradecía que el cura se extendiese en el sermón, cosa que nunca ocurría.

 De nuevo en la era, el ruido era insoportable, era imposible comunicarse hasta con el de alado.  Una vez puesto en marcha el motor, el ruido era inaguantable. Pun, pun, pun, pun…

 El sonido que sacaba la trilladora también era ensordecedor. No había una sola pieza que no estuviese en movimiento. Daba la impresión que de un momento a otro iban a saltar por los aires todos los tornillos,  ruedas,  poleas… nunca ocurrió nada, todo estaba bajo control, no en vano todos los días antes de ponerla en marcha el Romero la revisaba a conciencia y engrasaba todos los engranajes durante media hora.

 A media mañana el estruendo, el calor, el sudor, el polvo, el picor comenzaba a afectarnos, el único consuelo era que  de vez en cuando tenía la oportunidad de cruzar alguna mirada, y alguna palabra suelta con Francisca, aunque debido al ruido era imposible entendernos.  

El motor, el  “matakas” era el corazón. Las poleas eran las venas,  la polea mayor era la aorta. La trilladora tenía unas 20 poleas más de distintos tamaños, como si fuesen las diferentes venas del cuerpo, poleas de todos los tamaños, algunas pequeñas, de medio metro o menos, otras de 2, 3 ó 4 metros.

A esto se unían las ruedas de metal que estaban unidas por maderas, que hacían funcionar a un gran número de piezas, algunas de suaves desplazamientos y otras de bruscas vibraciones, aparte de los dientes de hierro que trituraban las espigas, las cribas de ritmos suaves y horizontales.

Se trataba de un maremágnum en movimiento anárquico. Hasta la tierra misma se movía,  como si estuviésemos encima de una masa flotante. Todo era un puro  movimiento, mezclado con polvo, sudor y ruido ensordecedor.

 

En este hormiguero todos teníamos nuestro cometido. Los acarreadores, los alimentadores, los que recogían los sacos del grano, los niños que reunían  los líos, los que amontonaban la paja, los que barrían la era, los que se encargaban del pajuguero…

Bastante entrada la noche, llegaba la paz. Parado el motor de gasoil, poco a poco todos los demás aparatos se iban apagando tenuemente, con lo que la calma se adueñaba de nuevo del ambiente hasta la mañana siguiente.   

Gerardo Luzuriaga